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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (65 page)

BOOK: Césares
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Era lógico que los gastos extendieran la hostilidad hacia el emperador a amplios círculos de la población, y Nerón, siempre sensible a la opinión popular, se vio en la necesidad de buscar un chivo expiatorio que alejara de su persona la acusación de incendiario, dirigiéndola contra los cristianos, grupo religioso que por primera vez en las fuentes aparece bien distinguido de los judíos. Un famoso pasaje de Tácito, el primero de un autor pagano que hace mención de los orígenes del cristianismo, testifica la persecución, en la que la furia popular fue dirigida hacia un grupo odiado por sus prácticas secretas y mal interpretadas:

Ni con los remedios humanos ni con las larguezas del príncipe o con los cultos expiatorios perdía fuerza la creencia infamante de que el incendio había sido ordenado. En consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió a los más rebuscados tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos, aborrecidos por sus ignominias. Aquel de quienes tomaban el nombre, Cristo, había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo por Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad, lugar en el que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas. El caso fue que se empezó por detener a los que confesaban abiertamente su fe, y luego, por denuncia de aquéllos, a una ingente multitud, y resultaron convictos no tanto de la acusación del incendio cuanto de odio al género humano. Pero a su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche. Nerón había ofrecido sus jardines para tal espectáculo,y daba festivales circenses mezclado con la plebe, con atuendo de auriga o subido en el carro. Por ello, aunque fueran culpables y merecieran los máximos castigos, provocaban la compasión, ante la idea de que perecían no por el bien público, sino por satisfacer la crueldad de uno solo.

El pasaje ha sido objeto de innumerables
Comentarios
, no sólo por su interés intrínseco, sino por sus dificultades, que, en ocasiones, han llevado incluso a considerarlo una interpolación posterior. Suetonio también habla del castigo a los cristianos como miembros de una nueva y peligrosa superstición, aunque sin ponerlo en relación con el incendio. En todo caso, la persecución, que estuvo limitada a Roma y en la que, según una piadosa leyenda, pereció el apóstol Pedro, perdió pronto su vigor, pero no el eco profundo que acuñó en la tradición cristiana a Nerón como uno de sus peores enemigos, imagen y encarnación del Anticristo.

La conjura de Pisón

L
as relaciones de Nerón con el Senado, en un inestable equilibrio, sobre todo desde el alejamiento de Séneca, se habían deteriorado a partir del año 62 d.C. Si hasta esta fecha la persecución de miembros de la cámara se había restringido a personajes que podían despertar sospechas o hacer crecer el resentimiento del emperador por sus conexiones con la familia imperial y, en consecuencia, por la posibilidad de convertirse en pretendientes al trono, la renovación de los procesos de lesa majestad con su secuela de confiscaciones comenzó a hacer evidente el indiscriminado peligro que podía existir para cualquier miembro del Senado. Este peligro vino a sumarse al descontento, sobre todo, de los representantes de la aristocracia tradicional ante la pérdida de importancia de la cámara, el curso antirromano de la política
Neroniana
y sus extravagancias artísticas, los fracasos en política exterior y el
impasse
económico. No sólo entre quienes románticamente aún suspiraban por la república, también en las filas de los miembros de la nobleza conscientes de la necesidad de permanencia de la estructura política del imperio se hizo evidente la necesidad de sustituir a Nerón por otro
princeps
más digno.

La resistencia organizada contra el emperador se manifestó como una coalición heterogénea y con una estructura fuertemente diversificada desde el punto de vista social, en la que, con el grupo de senadores descontentos por las más variadas causas, aglutinados en grupos ideológicos, como el de los
Annaei
, el clan de Séneca, los supervivientes de la facción de Agripina y los elementos de la aristocracia que desde el estoicismo mantenían una oposición filosófica a la tiranía en sí misma, se incluyó también un buen número de caballeros y militares del pretorio; ni siquiera faltaban algunos libertos, aunque, en todo caso, la conspiración se mantuvo en los límites de un drama de corte, sin interesar a Italia y a las provincias, ni en principio tampoco a los cuadros del ejército.

En realidad no se trató de una sola conjura, sino de diversos focos entrecruzados, suscitados por heterogéneos intereses, que, en cualquier caso, terminaron concretándose, a comienzos del año 65, en el asesinato de Nerón y en su sustitución por el noble Cayo Calpurnio Pisón, miembro de una de las viejas familias republicanas supervivientes, popular por su generosidad. Uno de los instigadores fue Antonio Natal, hombre de confianza de Pisón, que al parecer ya en el año 62 había intentado ganarse, aunque infructuosamente, a Séneca. En cambio, tuvo más suerte con Plaucio Laterano, un rico y robusto senador, que había sido amante de Mesalina, y con Afranio Quinciano, conocido pederasta, que albergaba contra Nerón un odio implacable por haberlo ridiculizado en un poema satírico. Al grupo se añadió un amigo de Quinciano, el también senador Flavio Escevino, que, obsesionado por los recuerdos de la Roma republicana, se entusiasmó de inmediato con la idea de convertirse en liberador de la opresión tiránica, así como otros personajes, meros comparsas, como Claudio Seneción, uno de los amigos de juventud de Nerón, con el que había compartido sus aventuras nocturnas.

Un segundo grupo de conjurados, independiente del aglutinado alrededor de Pisón, procedía del ambiente militar de la capital, en concreto de la prefectura del pretorio. Su cabeza visible era uno de los doce tribunos del cuerpo, Subrio Flavo, que, a raíz del asesinato de Agripina, se había obsesionado con la idea de eliminar al emperador. No le fue difícil a Flavo reclutar cómplices entre sus camaradas, humillados por el aumento de funcionarios de origen oriental, por la degradación de la autoridad de la posición imperial y por el poder despótico de Tigelino. Seis de ellos aceptaron unírsele, pero más importante aún fue la adhesión del colega de Tigelino, el prefecto Fenio Rufo. No obstante, su candidato no era Pisón, sino Séneca.

Aunque el filósofo trató de mantenerse cautamente al margen, evitando cualquier imprudente compromiso, a la espera de los acontecimientos, el clan al que pertenecía, los
Annaei
, también iba a participar en la conspiración a través del hermano de Séneca,Anneo Mela, un poderoso hombre de negocios que esperaba de la operación sustanciosas ganancias, y, sobre todo, de su hijo, el joven poeta Lucano, convertido en encarnizado enemigo de Nerón, cuyo odio exteriorizaba imprudentemente ridiculizando en hirientes versos y venenosos
Comentarios
la figura del emperador. En este grupo, el papel estelar, no obstante, lo representaría la amante de Mela, Epícaris, que fue la primera en decidirse a actuar. Baiae, el lugar de recreo de Nerón, parecía un buen escenario, y allí acudió para captar aliados entre los oficiales de la flota anclada en Miseno. Uno de ellos, Volusio Próculo, al parecer implicado en el asesinato de Agripina y descontento por el pago de sus servicios, prometió su concurso, para, acto seguido, dar cuenta del complot al propio Nerón.

Cuando trascendieron los interrogatorios a los que fue sometida Epícaris y aun sin poderse probar la acusación gracias a su resuelta actitud, Pisón y su grupo se inquietaron y decidieron actuar antes de que los sabuesos de Tigelino descubrieran el complot. El propio Pisón desechó el plan de asesinar a Nerón en su villa de Baiae, adonde solía acudir el emperador en frecuentes visitas informales. La razón esgrimida era su repugnancia a mancillar los deberes de la hospitalidad, aunque, según Tácito, «eso era lo que decía para todos, pero en el fondo temía que Lucio Silano
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se apoderara del imperio con la ayuda gustosa de quienes se habían mantenido al margen de la conjura», mientras él en Campana hacía el trabajo sucio. Se decidió finalmente asesinar a Nerón durante el último día de celebración de los
ludi Cereales
, las fiestas en honor de la diosa de la agricultura Ceres, el 19 de abril, en el curso de las carreras de carros en el Circo, presididas por el emperador. Plaucio Laterano, famoso por su corpulencia, con la excusa de solicitar un favor, lo agarraría por las piernas para derribarlo y coserlo a cuchilladas. Cevino obtuvo el honor de asestar el primer golpe y a tal fin mandó a su liberto Mílico afilar cuidadosamente un emblemático puñal, sustraído del templo de la Fortuna, con otras provisiones que despertaron las sospechas del servidor. Siguiendo el consejo de su esposa, «consejo de mujer y, como tal, perni cioso», como apostilla Tácito, Mítico expuso al secretario de Nerón, el liberto Epafrodito, los manejos de su amo y la visita que el día antes había recibido del confidente de Pisón, Antonio Natal. Cevino y Natal cayeron así en las manos de Tigelino, que les animó a confesar mostrándoles los instrumentos de tortura. Ni siquiera hizo falta utilizarlos. De inmediato salieron los nombres de todos los conjurados, entre ellos los de Pisón y Séneca.

Las medidas tomadas inmediatamente por Nerón de reforzar la guardia y prender a los sospechosos deshicieron definitivamente el plan y desataron una serie de procesos, a lo largo de cuyo desarrollo se evidenciaron las grandezas y miserias del ser humano ante una situación límite. Frente al heroísmo de Epícaris, otros se apresuraron, para salvarse, a revelar nombres ciertos o supuestos, y se dice que el poeta Lucano, sobrino de Séneca, llegó a acusar a su propia madre. El desenlace del episodio significó la muerte de una veintena de personajes, ajusticiados u obligados a suicidarse. Laterano fue el primero en caer. Un destacamento de pretorianos detuvo en su mansión al senador y, sin dejarle despedirse de sus hijos, fue degollado en el recinto destinado a azotar a los esclavos. Pisón, por su parte, fue obligado a suicidarse para sustraerse a la condena judicial. «Hizo un testamento —como dice Tácito— con deshonrosas adulaciones a Nerón en consideración a su esposa, mujer degenerada y recomendable únicamente por su hermosura». Finalmente, le llegó el turno a Séneca, cuya escasa incriminación fue, no obstante, suficiente pretexto para que Nerón se desembarazara de su viejo mentor. Mientras se hallaba a la mesa, el filósofo recibió de un tribuno pretoriano la orden de darse muerte. La serena actitud y la solemnidad de sus últimos momentos, rodeado de su esposa, amigos y servidores, como documenta el magistral relato de Tácito, sirvieron para absolverle de sus contradicciones y transmitir a la posteridad la imagen del filósofo estoico por antonomasia.

No pasó mucho tiempo antes de que se descubriera la conexión «militan» del complot. El prefecto Rufo, en su cobardía y para mostrar su adhesión al emperador, había desplegado excesivo celo en los interrogatorios contra los conjurados descubiertos. Uno de ellos, Escevino, a la pregunta del prefecto, irónicamente, «le dijo sonriendo que nadie sabía más que él mismo, instándole a mostrarse agradecido a un príncipe tan bueno».También acusó a Subrio Flavo, el instigador de la conjura, y, poco a poco, fueron desgranándose los nombres del resto de los cómplices. Fue Flavo el que lanzó contra Nerón las más duras acusaciones, al ser preguntado sobre sus razones para traicionar el juramento de lealtad al
princeps
: «Te odiaba; y ninguno de tus soldados te fue más leal mientras mereciste ser amado; empecé a odiarte cuando te convertiste en asesino de tu madre y de tu esposa, en auriga y en histrión e incendiario».

Los últimos en caer fueron el poeta Lucano, Seneción, Quinciano y Escevino, no obstante la gracia prometida por Nerón para instarles a confesar. Lucano, con las venas cortadas, murió recitando versos de su más alabada composición, el poema bélico que celebraba la victoria de César sobre Pompeyo, la Farsalia. Los otros, según Tácito, se enfrentaron también a la muerte dignamente «y no en consonancia con la molicie de su vida pasada».

Tras el castigo de los enemigos, llegó la hora de recompensar a quienes, sincera o interesadamente, habían representado el papel de leales servidores. Ante todo, el eficiente policía, Tigelino, cuya sevicia e insensibilidad habían permitido llegar hasta las raíces del complot; luego, Coceyo Nerva, que había puesto sus conocimientos jurídicos al servicio de la feroz represión. Uno y otro recibieron los ornamenta triunfales. Fenio Rufo fue sustituido por un colega más acorde con la calaña de Tigelino: el tribuno pretoriano Ninfidio Sabino, que se ufanaba de ser hijo de Calígula. Al soplón que había tirado del cabo de la cuerda, Mílico, se le pagó con una importante suma de dinero y con el derecho a utilizar el apelativo griego de «Salvador», Soter. Y, como otras veces, el Senado, tras escuchar de boca del propio Nerón el informe completo del frustrado magnicidio, redactado por Nerva, volvió a deshacerse en muestras de dedicación y lealtad, alguna de ellas tan estúpida como la propuesta de dar al mes de abril el nombre de
Neroneius
. Nerón, satisfecho, consagró en el templo de Júpiter Capitolino el puñal con el que Cevino había querido herirle, en cuya hoja grabó:
lovi vindice
, «A Júpiter vengador».

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