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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (69 page)

BOOK: Césares
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Nerón, instalado en Nápoles, en principio no reaccionó ante la noticia de la sublevación de Víndex. Se limitó a enviar una carta al Senado exhortando a sus miembros para que fueran ellos los que tomaran a su cargo la venganza en nombre del emperador y de la república, al tiempo que se excusaba de no poder acudir a Roma por una indisposición de garganta. Nuevos mensajes urgentes le impulsaron finalmente a regresar a la Urbe. Pero, si hemos de creer a Suetonio, no mostró un excesivo interés por tomar medidas inmediatas. Convencido de que la revuelta era un asunto de poca monta, sin dar cuenta ni al Senado ni al pueblo, cuando reunió a los miembros de su consejo privado fue sólo para «ensayar ante ellos nuevos instrumentos de música hidráulicos, haciéndoles observar todas las piezas, el mecanismo y el trabajo, y declarando que le gustaría llevarlos al teatro si Víndex se lo permitía».

Pero al conocer el pronunciamiento de Galba y la rebelión de las tres provincias hispanas, «perdió por completo el valor; se dejó caer y permaneció largo tiempo sin voz y como muerto. Cuando recobró el sentido, rasgó sus vestidos, se golpeó la cabeza y exclamó que todo había concluido para él». No obstante, en el carácter inestable de Nerón, la desesperanza dio paso de inmediato a la exaltación, con resoluciones en parte sensatas, en parte inútiles y extravagantes. Tras destituir a los cónsules y asumir en persona la magistratura, mientras arrancaba del Senado la declaración de Galba como
hostis publicus
, «enemigo público», inició los preparativos para una expedición militar contra los insurgentes, enrolando una nueva legión con marineros de la flota de Miseno, la I Adiutrix, y arrancando a senadores y caballeros contribuciones especiales para la proyectada campaña. Pero al mismo tiempo se preocupaba «en elegir carros para el transporte de sus instrumentos de música y hacer cortar el cabello, como a los hombres, a todas sus concubinas, que se proponía llevar, a las que armó con hachas y escudos de amazonas».

Mientras tanto, ya habían comenzado a circular en Roma noticias sobre la gravedad de la situación, que la propaganda antineroriana se encargó de magnificar. Se murmuraba así que la flota romana de Egipto se había unido a la insurrección, lo mismo que el ejército de Germania. Pero también circulaban bulos sobre la intención del desesperado Nerón de masacrar a los gobernadores provinciales, a los jefes de los ejércitos, a los exiliados, a los galos residentes en Roma, a la totalidad del Senado, en fin, de incendiar Roma y soltar al mismo tiempo las fieras contra el pueblo, para impedir que se defendiese de las llamas. En una ciudad donde empezaban a escasear los alimentos, por el bloqueo de los cargueros de trigo procedentes de África, decretado por Macro, se decía que acababa de llegar una nave de Alejandría que en lugar de trigo para el pueblo traía arena para los combates que entretenían a la corte.

La situación comenzó a tornarse desesperada cuando Verginio Rufo, que, después de vencer aVíndex, aún permanecía leal a Nerón, optó por poner sus tropas a disposición del Senado, que, entre tanto, ya trataba abiertamente con los emisarios de Galba: su amante, el liberto Icelo, y la hija de su lugarteniente en Hispania, Tito Vinnio.

No sólo perdieron a Nerón su falta de iniciativa y su cobardía, sino, sobre todo, la traición de sus más estrechos colaboradores. Poco a poco, el emperador fue quedándose solo. El fiel Tigelino, de repente, se esfumó. La responsabilidad de los efectivos militares más eficientes de Roma, la guardia pretoriana, quedó en las únicas manos del otro prefecto, Ninfidio Sabino, que optó por salvar su cuello negociando con el Senado la lealtad de las tropas a su cargo. La cámara, fortalecida con la adhesión de Rufo y el respaldo de los pretorianos, decidió al fin, el 8 de junio, proclamar emperador a Galba y condenar a muerte a Nerón.

Contamos con el minucioso relato de Suetonio sobre las últimas horas del emperador-artista, cuyos detalles no es posible verificar por otras fuentes. Según el autor latino, la mente de Nerón no cesaba de imaginar soluciones para escapar de la situación —buscar la ayuda de los partos, arrojarse a los pies de Galba, aparecer en público vestido de luto, pedir perdón públicamente por sus actos, solicitar el gobierno de Egipto, ganarse la vida como citarista…—, cuya elección aplazó para el día siguiente. Pero a medianoche despertó sobresaltado y comprobó con terror que su escolta lo había abandonado, llevándose incluso la ropa de cama y la caja de oro en la que guardaba los venenos.A sus gritos apenas acudieron unos cuantos servidores, lo que le hizo exclamar: «¿Es que ya no tengo ni amigos ni enemigos?». Su liberto Faón le ofreció esconderse en su villa, a seis kilómetros de Roma. Hacia ella se encaminó el emperador, seguido sólo de cuatro servidores, entre los que estaban su amante, Esporo-Sabina, y el liberto Epafrodito.

Mientras, Sabino anunciaba en el campamento pretoriano que Nerón había escapado a Egipto y compraba a las tropas en nombre de Galba, con la promesa de un
donativum
de treinta mil sestercios, el doble de la suma que habían recibido por proclamar a Nerón. En su huida, descalzo y vestido con una raída túnica, el emperador pudo escuchar a lo lejos el griterío de los soldados maldiciéndole, mientras vitoreaban a Galba. Al fin, tras grandes penalidades, alcanzó la villa, en la que entró arrastrándose por un agujero abierto en la tapia, hasta una sórdida habitación, donde se acostó sobre un jergón. Sus acompañantes le instaban a sustraerse a los ultrajes que le esperaban, acabando con su vida; Nerón mandó que le excavaran una fosa, mientras llorando se lamentaba sin cesar:
¡Qualis artifcx peno!
, «¡Qué artista muere conmigo!». Una nota del Senado, entregada a Faón, en la que con la declaración como enemigo público se le condenaba a morir «de acuerdo con las leyes antiguas», esto es, azotado hasta morir, desnudo y con el cuello aprisionado por un yugo, le decidió, no sin nuevas vacilaciones, a acabar con su vida, hundiéndose un puñal en la garganta, ayudado por Epafrodito. Era la madrugada del 9 de junio del año 68.

Icelo, el factótum de Galba en Roma, tras cerciorarse personalmente de la muerte del emperador, quiso sustraer su cuerpo al público ultraje, y autorizó su entierro. Fue la fiel y desdeñada amante Acté la que se ocupó de las honras fúnebres. Una vez incinerado, sus cenizas fueron depositadas en el mausoleo de los Domicios, en una urna de pórfido, sobre un altar rodeado de una balaustrada de mármol.

Con Nerón desaparecía el último representante de la dinastía julioclaudia. La reacción popular ante su muerte no fue unánime. La mayoría corría por las calles de Roma, tocada con el
pileum
, un gorro con forma de barretina, distintivo de los libertos, ya utilizado simbólicamente por los asesinos de César, mientras se abandonaba a una violencia desenfrenada contra la memoria y los favoritos del difunto emperador. Pero también es cierto que durante mucho tiempo no faltaron flores frescas en su tumba, depositadas por anónimos admiradores que recordaban con nostalgia la liberalidad de un emperador que hubiera preferido ser artista. Todavía más: las circunstancias misteriosas de su muerte favorecieron el rumor de que había logrado escapar con vida. En los siguientes diez años, al menos tres impostores trataron de sublevar a las masas en Oriente suplantando su personalidad, conscientes de que aún tenía partidarios. No obstante, eran los menos. Tras el caos que siguió a su muerte, la memoria de Nerón fue oficialmente estigmatizada, mientras en la tradición judeo-cristiana su figura asumía proporciones diabólicas. Los oráculos sibilinos judaicos profetizaron el retorno de Nerón, pero sólo como momentáneo triunfo de Satanás antes de la victoria final de la justicia, lo mismo que hizo la tradición cristiana, en este caso como encarnación del Anticristo, preludio del fin del mundo. Hoy, y a pesar de los recientes esfuerzos de la investigación por rehabilitar su figura —entre ellos, y sobre todo, los que patrocina la prestigiosa
Société Internationale des Études Néroniennes
, siguen pesando más en el veredicto de la historia los estigmas de matricida e incendiario. Y así lo ha aceptado la tradición popular en nuestro país, cuando ha acuñado el término «nerón» para designar al individuo cruel y sanguinario.

EPÍLOGO

El final de una dinastía:
la crisis de poder

U
na teoría considera que la crisis que llevó a la guerra civil de 68-69 y, en definitiva, a la subida al trono de Vespasiano, no comenzó con la caída y muerte de Nerón. Se habría iniciado mucho antes, quizás en el mismo momento de la llegada de Nerón al trono, cuando, por vez primera, el poder supremo salió de la casa de los julios y de los Claudios para pasar a la descendencia de los Domicios. Con la sanguinaria persecución de todos cuantos podían ser peligrosos para su poder personal, rompió sus relaciones con la descendencia julio-claudia y despreció su valor como fuente de la
auctoritas
, de la legitimidad monárquica. Si el trono había sido ocupado por un Domicio Ahenobarbo, nada impedía que pudiera acceder a él un representante de cualquier otro clan, ya fuese de los Sulpicios, de los Salvios o de los Flavios. Se había roto así el tabú que ligaba el trono a la sangre de Augusto.

A lo largo de un siglo, en efecto, el poder había estado en las manos de la dinastía julio-claudia, por más que el término «dinastía» sea sólo un comodín para designar una cadena de sucesiones, que, en sí mismas, nunca estuvieron fijadas en términos constitucionales. Precisamente, el más grave problema del principado radicaba en la ausencia de un mecanismo de sucesión al trono. Al tratarse de una monarquía encubierta, quedaba descartado el principio hereditario y, en consecuencia, cualquier ley de sucesión. Teóricamente, a cada desaparición del
princeps
, correspondía al Senado, en nombre del pueblo soberano, proclamar al sucesor, pero la incertidumbre era todavía mayor porque el Senado no tenía la obligación de hacerlo. El poder moría con cada uno de sus titulares: entre la muerte de un
princeps
y su sustitución por otro no existía un interregno formal que permitiera sugerir la necesidad de reemplazarlo. En teoría, pues, era posible —y así se puso de manifiesto a la muerte de Calígula— regresar al régimen republicano: deshacer la concentración de poder que había acumulado Augusto y volver a repartirlo entre los miembros de la oligarquía senatorial. Sólo el miedo a otra guerra civil tan destructiva como la que había otorgado el poder a Augusto, y también los elementos interesados en la perduración del nuevo sistema, sobre todo la guardia pretoriana y el personal de palacio, fueron suficientes para ahogar la posibilidad de un retorno de la república, al margen de utopías filosóficas carentes de sentido de la realidad.

No obstante, esa guerra civil tan temida iba a volver a estallar cien años después. Todavía Galba, cuando sustrajo su obediencia al
princeps
, no se atrevió a presentarse directamente como sucesor, sino como legado del Senado y del pueblo romano, la única instancia con autoridad para fabricar un nuevo príncipe. El mismo proceder siguieron los restantes pretendientes, reconociendo, sobre el papel al menos, la necesidad de un respaldo por parte del Senado. El problema estaba en que, aun así, no existía mecanismo reconocido para la elección, ninguna regla convenida de elegibilidad; sólo se trataba de un procedimiento para conferir el poder. Por ello, si cualquier poder se legitimaba al ser aprobado por el Senado, independientemente del modo en que se hubiese llegado a la selección, ningún príncipe podía sentirse seguro en el trono. En consecuencia, cualquier usurpación armada podía justificarse con principios constitucionales.

Aun con tales inestabilidades, los inmediatos sucesores de Augusto lograron auparse al poder, además de por su condición de parientes del fundador del principado, por juegos de intereses restringidos al entorno inmediato al trono: guardia pretoriana, camarillas de palacio, grupúsculos familiares… Las provincias parecían vivir de espaldas a estas intrigas y apenas se enteraban del cambio por las sucesivas efigies del anverso de las monedas, que indicaban la llegada de un nuevo emperador. Tampoco podrían haber participado en ellas, al no contar con un instrumento de presión. Desgraciadamente, en las fronteras del imperio sí existía, en cambio, uno de esos instrumentos: un ejército que, tras la profunda reorganización de Augusto, había vuelto a su vieja misión de instrumento al servicio del Estado, después de haberse prostituido durante el último siglo de la república a los intereses partidistas de políticos ambiciosos. El juramento de lealtad al
princeps
, recabado por Augusto de las tropas, fue escrupulosamente mantenido para sus sucesores. Pero, con sus locuras, Nerón propició que la tradición se rompiera. La revuelta que inició el fin del reinado de Nerón mostró que las fuerzas reales del régimen ya no estaban sólo en Roma. La intervención de los ejércitos provinciales puso al descubierto, como señala Tácito, el
arcanum imperii
, el «secreto del imperio»: los emperadores podían hacerse no sólo fuera de Roma, sino también al margen de la familia julio-claudia. El recambio de emperador, aunque impuesto por la fuerza de las armas, podría haber sido menos traumático si hubiese existido un sólo ejército y, en consecuencia, un solo comandante. Pero la defensa del imperio imponía la necesidad de varios cuerpos, desplegados por las diferentes fronteras. El conflicto estaba servido desde el momento en que no se pusieran de acuerdo en el mismo aspirante.

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