Y, sin embargo, Tiberio iba a abandonarlo todo para retirarse, al año siguiente, con un pequeño grupo de amigos, a la isla de Rodas, dando así la espalda a su porvenir como hombre de estado. Las razones que esgrimió ante el
princeps
para una decisión tan grave apenas eran otra cosa que meras excusas: su cansancio y el deseo de no interponerse en los progresos de sus hijastros. Pero las auténticas razones, aunque escondidas, no era difícil adivinarlas. Una era, sin duda, su desastrosa vida conyugal y el escandaloso comportamiento de Julia. Pero, quizás más importante, consideraba que sus méritos eran continuamente pospuestos en la estimación de Augusto, ante la atención que el
princeps
mostraba hacia los hijos de Julia, con quienes, por otra parte, las relaciones no eran especialmente fluidas. En la compleja psicología de Tiberio debía de pesar como una losa el papel de «segundón», al que continuamente se veía relegado, primero, con Marcelo y, luego, con sus hijastros. La reacción era explicable en una personalidad incapaz de expresar abiertamente sus sentimientos. El lógico refugio era encerrarse en su propia amargura, en darse lástima a sí mismo y considerar culpables a los demás de su propia ineptitud. Un temperamento indeciso y atormentado continuamente por dudas interiores, que se siente acosado por un mundo exterior al que considera hostil, se repliega sobre sí mismo y excava cada vez con mayor profundidad un abismo de incomprensión y de rencor hacia los demás. Marañón dio a su biografía sobre Tiberio el subtítulo de «historia de un resentimiento». En su actitud hacia Augusto, Tiberio demostró siempre admiración y veneración. Sin duda, desde que entró en su casa, lo elevó a la categoría de héroe, un inalcanzable modelo que había que imitar, a sabiendas de la imposibilidad de emularlo. La estima de Augusto debió de ser su más anhelado objetivo; el amargo convencimiento de que había otros a los que prefería no desarrolló en su espíritu un resentimiento ante el modelo que lo ignoraba, sino un sentimiento más complejo, en el que se mezclaba la perplejidad de sentirse orillado con la incomprensión de las razones que le impedían ser el preferido, de acuerdo con sus propios méritos y con sus deseos. Y ante este callejón sin salida, la única solución que encontró fue la soledad exterior y el repliegue sobre sí mismo.
Su madre, que soñaba para él los más altos destinos, trató de disuadirle, lo mismo que Augusto, pero fue en vano. La infantil respuesta de Tiberio ante los intentos por detenerle fue iniciar una huelga de hambre de cuatro días hasta arrancar de Augusto el permiso para su propósito. La irritación del
princeps
ante la decisión, que contravenía su voluntad, se transformó en desprecio y el desprecio en hostilidad. Así, su exilio voluntario se convirtió en forzoso, cuando, tras un tiempo, pidió permiso, en vano, para regresar a Roma. Es cierto que, entre tanto, Augusto daba, a su pesar, parte de razón a su yerno e hijastro cuando, finalmente, convencido de la vida escandalosa de su hija, la envió al exilio. Todavía más: instó a Tiberio a romper los lazos con Julia solicitando el divorcio. La caída en desgracia de Julia colocaba a Tiberio en una posición precaria, puesto que rompía los lazos familiares que le ligaban con el
princeps
, con quien no podía decirse que mantuviera unas relaciones amables. Y, por ello, trató de interceder, es cierto que en vano, en favor de su esposa. Lentamente, en el cerebro de Tiberio fue abriéndose paso la convicción de que había cometido una insensatez y trató desesperadamente de regresar a Roma. Ni siquiera la intervención de Livia logró doblegar la determinación de Augusto de mantenerlo alejado, hasta que el año 2 d.C., bajo la profunda amargura de la pérdida de uno de sus nietos, Lucio, accedió a la vuelta del exiliado, aunque como simple particular, para subrayar que su perdón no significaba olvido.
No iba a durar mucho la determinación del
princeps
de mantener a su hijastro alejado de los resortes del poder. Dos años después moría su segundo nieto, Cayo, y, en la construcción dinástica que había imaginado y que tantos avatares había sufrido, Tiberio ocupaba ahora el primer lugar. «En interés del Estado», como Augusto proclamó públicamente, lo adoptó solemnemente, confiriéndole de nuevo la potestad tribunicia, que había expirado en 2 a.C. Pero ni siquiera entonces iba a poder gozar Tiberio en plenitud de su papel de sucesor, porque, al adoptarlo, le exigió que hiciera lo propio con el último vástago varón de Agripa y Julia, Agripa Póstumo. Además, antes de su propia adopción, Tiberio hubo de adoptar a su sobrino Germánico, el hijo del encantador y popular hermano de Tiberio, muerto en Germanía el año 9 a.C., que, en la endogamia característica de la casa imperial, había sido casado con una hermana de Póstumo, Agripina la Mayor. En vano intentó Tiberio oponerse al anciano
princeps
, que nunca quiso renunciar a asegurar el principado para sus descendientes y sentar en el trono a un portador de la sangre de los julios. Sólo el fatal destino de los hijos de Agripa, sus propios e interiores demonios que lo empujaban a la autodestrucción, o las maquinaciones de Livia vinieron en ayuda de Tiberio. En 7 d.C., Póstumo, un joven de extraordinaria fuerza fisica, pero, al parecer, de escaso o torcido intelecto, inmaduro e irresponsable, fue enviado al exilio, por razones que no son del todo claras y en las que el dedo acusador del historiador Tácito ve la siniestra mano de Livia. Dos años después, su hermana Julia seguiría su destino, al parecer acusada de los mismos excesos sexuales de la madre. Dos nietos muertos, Lucio y Cayo; dos exiliados, Póstumo y Julia. Sólo le quedaba a Augusto, como último descendiente directo de los julios, el joven Germánico, si exceptuamos a su hermano Claudio, el futuro emperador, orillado en el entorno de la casa del
princeps
por sus taras fisicas. No es posible asegurar si Augusto planteó adoptarlo, como Tácito afirma; el hecho es que, finalmente, eligió a Tiberio, que ya contaba con cuarenta y cuatro años de edad. Si fueron las maquinaciones de Livia las determinantes en esta decisión o si Augusto estaba, a pesar de todo, convencido de las cualidades de Tiberio, es un dilema irresoluble.
Una vez más en el centro del poder, Tiberio iba a mostrar sus excelentes cualidades de estratega al servicio del
princeps
, en el campo de operaciones más crucial del imperio: Germania.Augusto no había perdido la esperanza de concluir el programa diseñado veinte años atrás de llevar hasta el río Elba las fronteras septentrionales del imperio, objetivo que la muerte de Druso había interrumpido. Ahora, Tiberio, en emprendió una gran campaña por tierra y mar que le condujo hasta la desembo cadura del Weser, donde sus habitantes, caucos y langobardos, le rindieron sus armas. Augusto no dejó de expresar su satisfacción por estas victorias, es cierto que atribuyéndoselas como propias, al reseñarlas en las
Res Gestae
:
Mi flota, que zarpó de la desembocadura del Rin, se dirigió al este, a las fronteras de los cmbrios, tierras en las que ningún romano había estado antes, ni por tierra ni por mar. Cimbrios, carides, semnones y otros pueblos germanos de esas tierras enviaron embajadores para pedir mi amistad y la del pueblo romano.
Cuando Tiberio, asegurado el frente occidental, se disponía a llevar la guerra del Elba al Danubio contra los principales enemigos de los romanos en la zona, los marcomanos, estalló una terrible sublevación a las espaldas del ejército principal, en Panonia, que iba a conmover los cimientos del edificio que precariamente se estaba levantando. Tres años, de 6 a 9 d.C., y toda la habilidad diplomática de Tiberio fueron necesarios para pacificar a dálmatas y panonios, tarea en la que participaron su propio hijo Druso y su sobrino e hijo adoptivo, el joven Germánico. Pero, finalmente, Tiberio consiguió mantener intactos para el imperio estos importantes territorios fronterizos con el Danubio y fue aclamado
imperator
por sus victorias.
La alegría por el feliz desenlace del problema septentrional iba a durar muy poco. Apenas unos meses después llegaba a Roma la noticia del desastre, en las cercanías de Osnabrück (Westfalia), de QuintilioVaro, que, con su imprudente actitud, condujo al aniquilamiento de tres legiones, más del 10 por ciento de las fuerzas militares totales del imperio. Y de nuevo el incombustible Tiberio hubo de acudir a cerrar la brecha, que significó la renuncia definitiva a los sueños de Augusto de una frontera hasta el Báltico. Si las campañas victoriosas de Tiberio y Germánico lograron el restablecimiento de la autoridad romana entre las tribus germanas, la pretendida gran Germanía quedó reducida a los territorios mucho más modestos entre la Galia y la orilla izquierda del Rin. No por ello dejó Tiberio de celebrar el triunfo que le había sido decretado en 9 d. C. por sus victorias en Iliria sobre dálmatas y panonios, que selló al propio tiempo públicamente, como anota Suetonio, la reconciliación de Augusto y su hijo adoptivo:
De regente de la Germanía, donde permaneció dos años, celebró el triunfo que había aplazado. Detrás de él marchaban sus legados, para los que había conseguido los ornamentos triunfales. Antes de subir al Capitolio, bajó de su carro y abrazó las rodillas de su padre, que presidía la solemnidad.
Cuando Augusto finalmente murió en Nola, el 19 de agosto del año 14 d.C.,Tiberio era, gracias a la potestad tribunicia que le había sido renovada el año anterior, y al
imperium
proconsular, pero también a sus méritos, el hombre más poderoso del imperio.
Por más que obligada, la designación de Augusto no podía ser más acertada. Tiberio era, sin duda, uno de los hombres más capacitados de la aristocracia romana, y sus dotes de estadista y militar habían sido probadas en la larga serie de servicios al Estado durante el principado de Augusto: popular entre el ejército, experimentado en las tareas de la administración civil, culto y responsable, cumplía todos los presupuestos necesarios para aparecer como el más idóneo candidato al primer puesto en el Estado. Pero su carácter, silencioso y huraño por naturaleza, sus amargas experiencias y frustraciones, la conciencia de haber sido elegido como último recurso, hacían del nuevo
princeps
, con sus cincuenta y siete años de edad, un hombre prematuramente viejo, amargado y desilusionado, que, aun consciente de sus deberes de Estado, era incapaz de atraer la simpatía y comprensión de su entorno.
A
plastado por la gigantesca figura de Augusto, a cuya admiración se rindió por encima de los rencores que pudiera sentir por un padrastro tiránico que había desviado su vida por cauces ajenos a su voluntad, se explica la perplejidad que hubo de sentir al tener que reemplazar en el puesto a un hombre, para él, irreemplazable. Pero esta perplejidad aún se complicaba por la disyuntiva entre un carácter aristocrático que lo ligaba a la vieja
libertas
republicana, enarbolada como bandera por la
nobilitas
, y la obra de Augusto, dirigida precisamente a destruirla.
Y la primera ocasión de malentendidos la ofreció la propia aceptación del principado, en la que las dudas y vacilaciones de Tiberio, probablemente sinceras, han sido transformadas, por la magistral descripción que Tácito ha dejado de la sesión de investidura, en pura hipocresía. Se ha aducido que el problema de la sucesión de Tiberio representaba motivos de inquietud por la existencia de posibles rivales, no sólo dentro de la familia de Augusto —Agripa Póstumo o Germánico, el sobrino de Tiberio—, sino entre los personajes de la nobleza, especialmente señalados por su riqueza, influencia o dotes personales. La realidad es que este problema no se presentó. Augusto había hecho conceder por ley a Tiberio el año anterior a su muerte un
imperium
proconsular igual al suyo, al tiempo que le renovaba la potestad tribunicia, los dos pilares constitucionales en los que el fundador del imperio había basado su régimen. Tras la muerte del
princeps
, cuando fue leído el testamento, se supo que Tiberio recibía dos tercios de los bienes y el nombre de Augusto, lo que equivalía a una designación como sucesor, que nadie en Roma con suficiente sentido estaría dispuesto a contestar.
Ciertamente no podían faltar las suspicacias en una situación tan excepcional como la que la muerte de Augusto producía. Mientras se decretaba la divinidad del
princeps
muerto, el
Divus Augustus
, y Livia, adoptada por testamento a la
gens
de su esposo, se convertía en Julia
Augusta
, era llevado a cabo el juramento de fidelidad de los cónsules a Tiberio, al que se unían el Senado, los caballeros y el pueblo. Pero estos pasos que proclamaban la supremacía de Tiberio debían ser refrendados con un acto público que hiciera aparecer la asunción del poder como una elección libre y unánime del Senado y del pueblo, en la vieja tradición republicana que Tiberio asumía, un poco inconsecuentemente, como descendiente de la rancia estirpe de los Claudios.
No puede dudarse que Tiberio pretendía el poder, pero descargado del carácter excepcional que había tenido con Augusto: el principado no debía ser considerado como un órgano constitucional regular y permanente del estado romano, sino, a lo sumo, como una magistratura extraordinaria en el contexto de la constitución republicana. Tiberio conocía bien la enorme dificultad de asumir los poderes de Augusto sin su carisma, y aceptó el principado con el tono de un aristócrata que asume una magistratura, preocupado por la definición jurídica de su poder más que por una titulatura superflua, que incluso rechazó expresamente: apenas hizo uso del
cognomen
de Augusto y no aceptó ni títulos excepcionales, como el de
pater patriae
, ni honores divinos. Es más: renunció al nombre personal de
imperator
, prefiriendo ser llamado
princeps
, que subrayaba mejor su condición de
primus inter pares
en las relaciones con el Senado, entre cuyos miembros intentaba insertarse.
La ilusión constitucional que Tiberio pretendía crear con su vacilante actitud en la reunión del Senado, que finalmente lo elevó al principado el 17 de septiembre del año 14 d.C., entre las alabanzas a su modestia de unos y las críticas a su hipocresía de los más, no podía frenar la fuerza de la realidad. Y esta realidad tendía a la autocracia por encima de las ficciones legales, independientemente del talento o de las intenciones del titular del poder. Tiberio, por encima de sus escrúpulos constitucionales, comprendió la realidad de la situación y, por ello, aunque sin entusiasmo, más con la condescendencia de un subordinado que con el carisma de un dirigente, hubo de asumir el poder.