Como jefe de la religión romana, por su carácter de
pontifex
maximus
, su residencia oficial fue declarada suelo público. Allí Augusto dedicó un santuario al culto de Vesta y a los lares y penates de su casa, que se convirtió en culto público, al que todos los ciudadanos podían ser llamados a participar. Cuando reorganizó el gobierno local de Roma, Augusto introdujo el culto de los Lares y el genio de Augusto en los
aedicula
o capillas que surgían en los cruces de cualquier zona de la ciudad, de cuyas ceremonias habituales fueron encargados los
vicomagistri
. Si en Roma el culto del genio del jefe de familia era parte normal de los cultos de la casa, el del genio de Augusto fue algo más, el sucedáneo de un culto directo del propio Augusto. El ejemplo de Roma fue imitado en muchas ciudades de Italia y, luego, de las provincias, donde surgieron asociaciones cuyos miembros —los
Augustales
y los
seviri
Augusta
les
— celebraban en sus reuniones ritos en honor del genio de Augusto. Se pusieron así los fundamentos de una divinización del
princeps
, que no tardó en consolidarse.
Pero sólo en las provincias se desarrollaron las formas más abiertas de este nuevo culto, es decir, la proclamación de Augusto como dios. En Oriente, desde el siglo II a.C. se conocía ya el culto a la diosa Roma. Augusto hizo unir este culto al suyo cuando en el año 29 a.C. permitió a la asamblea de la provincia de Asia la construcción de un templo a Roma y Augusto en Pérgamo. Pronto se multiplicaron otros centros cultuales de características similares. También en Occidente surgieron centros de culto imperial: el altar de Roma y Augusto en Lugdunum (Lyon), el
ara Ubiorum
, en la posterior Colonia, o las llamadas «aras Sestianas», en el norte de Hispania.
De este modo, fue tomando forma la religión imperial mediante la aglutinación de varios elementos: el culto imperial en las provincias, la devoción a Roma y Augusto, el reforzamiento de los dioses protectores de la
gens Iulia
—Marte y Venus— y de los que protegían personalmente al emperador. Y esta política culminó con la apoteosis de Augusto, que, unos días después de su muerte, por decreto del Senado, fue incluido en el número de los dioses.
S
i a César puede calificarse de ambicioso, Augusto queda caracterizado más precisamente como tenaz, aunque, como señala Tácito, con una «pasión por el poder» semejante a la de su padre adoptivo, que le atormentó desde la adolescencia. Impresiona, sobre todo, la frialdad y la determinación con las que emprendió la escalada del poder, con pasos resueltos, que no admitían marcha atrás ni rectificaciones, en los que se jugaba el todo por el todo. Así fue cuando dirigió su ejército a Roma para obtener el consulado, cuando apenas contaba con la edad legal para comenzar la carrera de los honores; así, cuando, con absoluta falta de prejuicios, cerró la alianza con Antonio y Lépido para dar vida a lo que Cicerón llamaba «el monstruo de tres cabezas», el triunvirato; así, cuando, tras vencer en Accio, arrancó del Senado el poder absoluto. Pero estos envites eran calculados, cuidadosamente sopesados para evitar un fracaso. Augusto contaba con la rara habilidad de saber mezclar en sabias proporciones la audacia con la prudencia.Así lo expresaba Suetonio:
En su opinión, nada convenía menos a un gran jefe militar que la precipitación y la temeridad, y así repetía frecuentemente el adagio griego: «Apresúrate con lentitud», y este otro: «Mejor es el jefe prudente que temerario», o también éste: «Se hace muy pronto lo que se hace muy bien». Decía asimismo que sólo debe emprenderse una guerra o librar una batalla cuando se puede esperar más provecho de la victoria que perjuicio de la derrota; porque, añadía: «El que en la guerra aventura mucho para ganar poco, se parece al hombre que pescara con anzuelo de oro, de cuya pérdida no podría compensarle ninguna pesca».
César sacrificó su vida entera a la obtención del poder y el poder lo condujo a la muerte. Augusto, en cambio, logró un difícil equilibrio entre una vida pública, cuyas realizaciones sorprenden por su magnitud, y una vida privada caracterizada por la sencillez y la frugalidad. Esta simplicidad se reflejaba en las aficiones —el juego de los dados—, en la mesa —una dieta basada en pan casero, queso, higos, frutos secos y sin alcohol—, en el régimen de vida —siete horas de sueño y una corta siesta a mediodía— y en el propio entorno: su casa del Palatino, que le sirvió de morada hasta la muerte, decorada con sobriedad. Es cierto que la precaria salud le obligaba a atenciones constantes, al margen de cualquier exceso, si hacemos excepción de su acentuada sensualidad. Augusto se casó tres veces: las dos primeras fueron simples uniones de conveniencia —se dice que el matrimonio con la primera, Clodia, ni siquiera fue consumado—; la tercera fue, en cambio, un amor que podemos calificar de arrebatada pasión; un amor que, a lo largo de los más de cincuenta años de convivencia, fue derivando, al decir de Suetonio, en «una ternura y un cariño sin igual». Livia fue siempre la leal consejera, que supo mantenerse en un discreto segundo término, sin dejar por ello de atender a sus propios intereses. Pero, como todos los julios —su hija y su nieta fueron un claro ejemplo—, también Augusto mostró una manifiesta inclinación a la satisfacción de sus apetitos sexuales, que quizás exageran nuestras fuentes. Así, Dión relata que «estaba entregado a los placeres de Venus; le traían las mujeres que quería en literas cubiertas y se las llevaban a la habitación».Aunque es Suetonio quien va más lejos cuando afirma que «fue siempre muy inclinado a las mujeres, y dicen que con la edad deseó especialmente vírgenes; así es que las buscaban por todas partes, y hasta su propia esposa se las proporcionó». El rumor público señalaba a Livia como «mujer complaciente», en concreto, al utilizarla como tapadera en su viaje a la Galia, a finales del año 16 a.C., para poder continuar sin estorbo su relación con Terencia, la esposa de su más íntimo colaborador, Mecenas, fuera de las habladurías de Roma.
Incluso esa preocupación por esconder una relación culpable muestra el carácter conservador de Augusto. No hay duda del efecto indeleble de una educación, como la del joven César, en el ambiente austero y tradicional impuesto por el padrastro Marcio Filipo y por su propia madre, Atia. Augusto siempre tuvo una especial inclinación por las costumbres tradicionales, ya obsoletas, que procuró en vano resucitar. Trasladó a su propia casa la rígida moral y la simplicidad de vida de los antiguos romanos y se empeñó en revivir antiguos cultos, antiguas ceremonias, antiguos cargos, mientras trataba de inculcar en la sociedad sus propias convicciones, rígidas y anticuadas, con leyes, imposibles de cumplir, sobre la moral y el matrimonio.
El equilibrio que manifiesta la personalidad de Augusto queda también patente en el sabio reparto de responsabilidades en las tareas públicas, mediante una cuidadosa elección de colaboradores sobre los que descargar las pesadas tareas del Estado, sin perder los hilos de la última decisión. Si César afrontó en solitario los problemas y las dificultades que acarrea el poder, Augusto cumplió su trascendental tarea administrativa con el apo yo de consejeros. En primer lugar, de su propia esposa, pero, sobre todo, de dos amigos íntimos,Agripa y Mecenas, ambos de eminentes cualidades, que se complementaban.Agripa era el hombre de acción, el excelente estratega, que cumplió para Augusto el papel, negado al
princeps
, de brazo armado; Mecenas, el hombre de despacho, el eficiente administrador, protector de las artes y de las letras, cuyo nombre todavía hoy define el altruismo en favor de las creaciones del intelecto.
Sorprende, no obstante, en la larga trayectoria vital del
princeps
, el drástico contraste entre el joven Octaviano despiadado y falto de escrúpulos, capaz de sacrificar sentimientos y lealtades a la fría determinación de obtener el poder —Cicerón fue una de las más conocidas víctimas—, y el moderado y clemente Augusto, cuyo sentido de la justicia y piedad merecieron ser recompensados por el Senado con un escudo de oro. No en vano, el sello del anillo de Augusto era una esfinge. Nunca podrá explicarse del todo la compleja personalidad del fundador del imperio, ni los muchos enigmas de su dilatada existencia, como tampoco es posible contestar satisfactoriamente al problema de la verdadera esencia de su obra: un gigantesco edificio político, construido bajo la intrínseca contradicción de un conservadurismo revolucionario.
No hay duda de que el orden político romano que arranca de la victoria de Accio es una creación de su fundador y, por tanto, inseparable de su personalidad, como tampoco de que se trata de una paciente y complicada construcción de un dominio personal, cimentado en un infinito tacto político. Pero es en esa construcción y en su legitimación donde se encuentran la originalidad y la fortuna de la obra política de Augusto. Por un lado, el
princeps
se ha presentado como restaurador, como nuevo fundador de la constitución, puesta en marcha solemnemente en la sesión del Senado de enero de 27 a.C. Después de una serie de ensayos, Augusto se incluyó dentro de este orden constitucional, pero por encima de él, con los instrumentos de la potestad tribunicia y el
imperium
proconsular. Ambos tenían en común que no eran magistraturas, sino poderes sustraídos de magistraturas, que Augusto ejerció como privado y, por ello, pudo mantener de forma permanente.
Pero eso no significa que Augusto quisiera gobernar en la sombra. Al contrario, quiso aparecer a plena luz como el hombre determinante, aunque no como monarca constitucional y, por tanto, anticonstitucional ante la tradición republicana, sino por su prestigio personal, por su
auctoritas
. Expresión exacta de esta posición es el término
princeps
con el que él mismo caracterizó su posición, aunque no fuera nunca un título otorgado ni incluido entre sus títulos oficiales. Las
Res Gestae
, el gran informe en primera persona de los hechos de Augusto, no es otra cosa que la demostración de este principado y, con ello, la justificación de su dominio, ya que la posición preeminente, la
auctoritas
inviolable de un
princeps
, se alcanza sólo con hechos y encuentra su confirmación en los honores que recibe. La larga lista de honores frente a la parquedad de magistraturas muestra claramente una intención de evitar una fijación legal de esta posición directora, pero, en cambio, un interés por realzar su persona, por manifestar un caudillaje carismático, una posición singular, y, con ello, una fundamentación de dominio, fuerte y duradera.
Por supuesto, el principado de Augusto era, en cuanto a su fundamento de poder, una monarquía militar enmascarada: el poder fue conquistado con la fuerza de las armas y se apoyaba en la exclusiva facultad de disposición del
princeps
sobre el ejército. Por otro lado, el
princeps
podía disponer de gran parte de las finanzas del Estado e intervenir en todo el aparato de la administración. Esta posición de poder no era sólo prácticamente ilirnitada, sino que en la intención de Augusto estaba transmitirla a un heredero de su familia. Sin embargo, no es justo reconocer la ideología del principado como una ficción, como una atractiva apariencia, destinada sólo a encubrir la realidad despótica del poder. Existen dos vertientes que es preciso deslindar. Augusto se incluyó en el Senado, respetando los fundamentos tradicionales de la república e interpretándose a sí mismo como «restaurador de la libertad». Pero hay que tener en cuenta que esta libertad en los dos últimos siglos de la república no puede entenderse como la interpreta el liberalismo moderno, sino únicamente como libertad por la gracia de la aristocracia senatorial. Si se comprende así, no resulta tan difícil justificar la apropiación que el principado de Augusto hizo del concepto de libertad política.
Pero esta ideología del principado no era idéntica a la del imperio de Augusto, ya que Augusto no fue sólo el
princeps
en el seno de la
res publica
, del pueblo romano soberano. Para la masa de los ciudadanos de Roma, Italia y las provincias, Augusto era sencillamente el soberano, puesto que el primero de los ciudadanos era también el casi ilimitado señor de un imperio mundial. Para el habitante no romano de las provincias, Augusto sólo podía ser el soberano mundial, cuyo poder no conocía fronteras y que era venerado en altares y templos al lado de la propia diosa Roma.
Era un delicado equilibrio entre dos concepciones, que la brutal realidad del poder se encargaría finalmente de romper. Pero el tenue hilo constitucional que, a pesar de todo, sostenía la legalidad del titular del imperio mantuvo su vigencia durante varias generaciones y sólo muy lentamente se deshizo entre las turbulencias del siglo III para dar paso a la autocracia del Bajo Imperio.