Césares (21 page)

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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

BOOK: Césares
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Si el viaje era calculado o no para hacer sentir su ausencia, lo cierto es que trajo a Roma problemas políticos, a vueltas, una vez más, con las elecciones consulares. Los tumultos crecieron de tono año tras año, sin que el envío de Agripa a Roma como pacificador surtiera el efecto deseado, hasta el estallido del año 19 a.C., que obligó al Senado a declarar el estado de excepción en la Ciudad (
senatus consultum
ultimum,
), mientras solicitaba el urgente regreso de Augusto. La solemne entrada del
princeps
en Roma se produjo el 12 de octubre y de nuevo iba a significar un incremento más en sus poderes constitucionales, en esta ocasión con el otorgamiento de un
imperium
consular vitalicio. Desde ahora, Augusto podía dejarse acompañar en público por doce portadores de las
fasces
—el hacha, rodeada del haz de varas, atado con tiras de cuero—, que correspondían a la dignidad de cónsul, y sentarse en las sesiones del Senado en la silla curul (asiento guarnecido de aplicaciones de marfil, que se reservaba a las altas magistraturas), entre los dos cónsules.

Finalmente, Augusto había concentrado en su persona todos los poderes constitucionales de la república, aunque todavía otros honores iban a elevar aún más su
auctoritas
, su dignidad. Uno de ellos sería el pontificado máximo, que daba a su titular poderes de supremo control sobre la religión ciudadana. Aunque deseado por Augusto, que desde su juventud formaba parte del colegio de los pontífices, no se atrevió a arrebatárselo a su titular, el viejo compañero de triunvirato Emilio Lépido. El
princeps
había establecido como pilar de su original régimen el respeto, al menos formal, de las tradiciones, y el pontificado máximo era una dignidad vitalicia. Lépido murió el año 13 a.C. Al siguiente, Augusto era investido del cargo, tal como relata en sus
Res Gestae
:

Cuando el pueblo me ofreció el pontificado máximo, que mi padre había ejercido, lo rehusé, para no ser elegido en lugar del pontífice que aún vivía. No acepté este sacerdocio sino años después, tras la muerte de quien lo ocupara con ocasión de las discordias civiles; y hubo tal concurrencia de multitud de toda Italia a los comicios que me eligieron, durante el consulado de Publio Sulpicio y Cayo Valgio, como no se había visto semejante en Roma.

A la concentración de todos los poderes civiles se añadía ahora la asunción del supremo poder religioso. Augusto unía desde ahora en su persona la autoridad que en el remoto pasado de Roma habían ostentado sólo los reyes. Si César había muerto por aspirar a la realeza, su hijo la obtenía ahora, si hacemos excepción del simple título de
rex
, antes como ahora considerado tabú.

Pero todavía faltaba uno, en el apretado haz de poderes y honores, también concedido el año 12 a.C., que iba a incrustar en la esfera pública el respeto reverencial que para todo romano tenía, en el ámbito familiar, la figura del padre. Con el título de Padre de la Patria, concedido el mismo año 12 a.C., que en el último siglo de la república sólo habían llevado Mario y César, la figura de Augusto irradiaba ahora toda la autoridad y veneración que en el derecho privado concentraba el pater familias, a la población de Roma y del imperio, la gran familia del
princeps
. Augusto juzgó tan importante este título que cerró con su mención el testamento político redactado en el último año de su vida. Es Suetonio quien nos relata la intensa emoción del momento:

El título de Padre de la Patria se le confirió por unánime e inesperado consentimiento; en primer lugar, por el pueblo, a cuyo efecto le mandó una diputación a Antium; a pesar de su negativa, se le dio por segunda vez en Roma, saliendo a su encuentro, con ramos de laurel en la mano, un día que iba al teatro; después, en el Senado, no por decreto o aclamación, sino por voz de Valerio Mesala, quien le dijo, en nombre de todos sus colegas: «Te deseamos, César Augusto, lo que puede contribuir a tu felicidad y la de tu familia, que es como desear la eterna felicidad de la República y la prosperidad del Senado, que, de acuerdo con el pueblo romano, te saluda Padre de la Patria». Augusto, con lágrimas en los ojos, contestó en estos términos, que refiero textualmente como los de Mesala: «Llegado al colmo de mis deseos, padres conscriptos, ¿qué podéis pedir ya a los dioses inmortales, sino que prolonguen hasta el fin de mi vida este acuerdo de vuestros sentimientos hacia mí?».

La transmisión del poder

U
n régimen no puede considerarse consolidado si no asegura su continuidad. Augusto tenía clara conciencia de haber transformado radicalmente el sistema de gobierno de la república y quería que el nuevo sistema fundado por él le sobreviviese. Y su precaria salud convertía el problema en aún más acuciante. La enfermedad había impedido a Octaviano acompañar a César en sus campañas de África e Hispana durante la guerra civil, lo había mantenido atado al lecho de campaña en la batalla de Filipos, lo había obligado a interrumpir la programática guerra contra cántabros y astures y, de creer a las fuentes, lo había empujado al borde de la muerte el año 23 a.C. Es Suetonio quien nos ofrece la descripción fisica más detallada del
princeps
, con un buen número de sus achaques, que le acompañaron, sobre todo, en la primera parte de su vida:

Su aspecto era muy agradable… sereno su semblante… Sus ojos eran vivos y brillantes… Tenía los dientes pequeños, claros y desiguales, el cabello ligeramente rizado y algo rubio, las cejas juntas, las orejas medianas, la nariz aguileña y puntiaguda, la tez morena, con corta talla… Tenía, dicen, el cuerpo cubierto de manchas…; intensas picazones y el uso constante de un cepillo duro le llenaron también de callosidades… Tenía la cadera, el muslo y la pierna del lado izquierdo algo débiles, y a menudo cojeaba de este lado, pero remediaba esta debilidad por medio de vendajes y cañas. De tiempo en tiem po experimentaba tanta inercia en el dedo índice de la mano derecha que, cuando hacía frío, para escribir tenía que rodearlo de un anillo de cuerno. Se quejaba también de dolores de vejiga, que sólo se calmaban cuando arrojaba piedras con la orina. Padeció, durante su vida, varias enfermedades graves y peligrosas; sobre todo después de la sumisión de los cántabros tuvo infartos en el hígado, perdiendo toda esperanza de curación… Padecía aun otros males que le atacaban todos los años en el día fijo, encontrándose casi siempre mal en el mes que había nacido: se le inflamaba el diafragma a principios de primavera y padecía fluxiones cuando soplaba el viento de Mediodía…

Todos estos achaques —problemas de garganta, rinitis, asma alérgica, eczemas…—, y las más serias patologías de riñón e hígado, no fueron obstáculo, sin embargo, para una larga vida —murió a los setenta y seis años—, y por tanto para considerar que «gozaba de una excelente mala salud». Pero, de todos modos, no es extraño que el problema de la transmisión de sus poderes, esto es, quién debía sucederle en el principado a su muerte, fuera una de sus constantes preocupaciones.

El régimen de Augusto había sido un gobierno en solitario, conseguido gracias a la ilimitada acumulación de autoridad y poderes en su persona y, por ello, difícilmente transmisible, menos todavía por su trabazón con legalismos republicanos, no por vacíos de contenido privados del todo de efectividad. Puesto que el Senado podía decidir libremente sobre la forma de estado y sobre el mantenimiento del nuevo orden, era imposible para Augusto designar de forma vinculante un sucesor. Pero sí podía contar con el respeto de su voluntad por parte de la cámara y, en particular, podía crear tales relaciones de fuerza, fundamentadas jurídicamente, que sus miembros sólo tuvieran que representar la apariencia de una elección. Y esas relaciones de fuerza se basaron, por un lado, en la caracterización del futuro sucesor como hijo y heredero civil —así lo había hecho su tío abuelo César con él, cuando adoptándolo le transmitió con su fortuna personal todo su inmenso patrimonio politico—; por otra, en el otorgamiento al designado de las dos piezas claves del poder, convirtiéndolo en una especie de corregente: la potestad tribunicia y el mismo poder que Augusto ostentaba sobre las provincias y los ejércitos del imperio, un
imperium
proconsulare
maius
.

Pero en este propósito, Augusto tropezaba con un insalvable obstáculo, que condicionaba fatalmente su libertad de decisión: la falta de un hijo varón. No podía evitarse que los parientes más próximos —su hermana Octavia y su hija Julia— se convirtieran en el centro de componendas dinásticas. Pero fue todavía más desastroso para la libre decisión de Augusto que su esposa Livia Drusila, tan inteligente como ambiciosa, aportara a la casa imperial, de un anterior matrimonio con Tiberio Claudio Nerón, dos hijos, Tiberio y Druso. Es lógico que surgieran tensiones, rivalidades, intrigas y grupos de presión por el tema de la sucesión, que iban a emponzoñar la vida en la casa imperial, con los tintes dramáticos que tan plásticamente, aunque con las acostumbradas licencias de toda novela histórica, muestra el
Yo, Claudio
de Robert Graves.

Nuestras fuentes de documentación señalan como centro de todas las intrigas la figura de Livia. Lo cierto es que, durante su largo matrimonio con Augusto, ante la opinión pública supo cumplir a la perfección su función de esposa modelo, preocupándose siempre de mantener una conducta moral intachable, en especial, en el terreno sexual. Suetonio cuenta que después de casarse con Livia, el
princeps
la amó y estimó «hasta el final y sin querer a ninguna otra». Tuvo el mérito de enmascarar su instinto político con una imagen de comedimiento y discreción, que su bisnieto Calígula expresaba tildándola de «Ulises con faldas». Más problemático es decidir si realmente, fuera del hogar, tuvo verdadero poder. Para el historiador Dión, su influencia sobre Augusto se debía a que «estaba dispuesta a aceptar lo que él deseara, a no inmiscuirse en sus asuntos y a fingir no estar al tanto de sus frecuentes adulterios». Pero se trataba más bien de una táctica, que pretendía hacer creer a Augusto que la controlaba. Por lo demás, el
princeps
tenía en cuenta sus opiniones antes de tomar una decisión importante.

Desde su proclamación en 27 a.C., el problema de la sucesión dominó el pensamiento político de Augusto, un tema que por sus implicaciones iba a requerir de todo su tacto y perspicacia política. La falta de un hijo varón propio trató Augusto de suplirla con otras soluciones en el entorno íntimo familiar. Desde muy pronto, el
princeps
pareció mostrar una predilección especial por el hijo de su hermana Octavia, Marco Claudio Marcelo, ligándolo todavía más a su casa al desposarlo en el año 25 a.C., cuando el joven tenía diecisiete años, con su hija Julia. Los honores que en poco tiempo se acumularon sobre su persona parecían destinarlo a la sucesión, pero apenas dos años más tarde, en 23 a.C., murió el joven sin haber podido demostrar si las esperanzas puestas en él eran fundadas. El historiador Dión acusó a Livia de haber recurrido al homicidio para despejar el camino de sus hijos. No sería la última vez que el rumor la señalara como instigadora de crímenes cometidos para obtener propósitos políticos. En este caso, si tuvo algo que ver, cometió un error de cálculo, porque la muerte de Marcelo no significó ninguna ventaja política para sus hijos.

De hecho, por la misma época Augusto enfermó de gravedad y, en este trance, buscó una solución más directa e inmediata al problema de la continuidad en la dirección del Estado, al transferir su autoridad al viejo compañero de armas Marco Vipsanio Agripa, experto militar y eficiente administrador, quien posteriormente, durante el largo viaje de Augusto y Livia por Oriente, se hizo cargo del mantenimiento del orden en Roma. Para Augusto, Agripa se había convertido en imprescindible y, por ello, trató de ligarlo a su persona con lazos todavía más fuertes. Una vez más, el
princeps
iba a utilizar a Julia, la viuda de Marcelo, entregándola el año 21 a.C. en matrimonio al maduro Agripa, que hubo de separarse de su anterior esposa, Marcela, hermana del desafortunado marido de Julia y, por consiguiente, también sobrina de Augusto. Las esperanzas de Livia de conseguir un puesto preeminente para sus hijos ante una posible sucesión se desvanecieron cuando, en 20 a.C., del matrimonio nació Cayo César, y tres años más tarde, Lucio. Agripa y Julia también tuvieron dos hijas, Julia y Agripina, la abuela del futuro emperador Nerón. El
princeps
manifestó claramente su satisfacción y sus intenciones al apresurarse a adoptar a sus dos nietos varones y a mostrarlos ante el pueblo como sus sucesores, y Agripa aumentó aún más su prestigio como padre y tutor de los dos niños.

Pero, una vez más, el destino iba a golpear a Augusto en su entorno familiar, con la muerte, en 12 a.C., del fiel Agripa; también, al año siguiente, desaparecía Octavia. Cayo y Lucio César, de ocho y cinco años de edad respectivamente, necesitaban aún de una protección, que, en caso de una desaparición prematura de Augusto, mantuviera firmemente sujetos los hilos antes confiados al desaparecido colaborador. Ningún miembro de la
gens Iulia
estaba disponible para esta delicada misión y, en contra de su voluntad, Augusto hubo de volverse, en su entorno inmediato, hacia el hijo mayor de Livia,Tiberio Claudio Nerón, a quien obligó a separarse de su esposa Vipsania, la hija de Agripa, de quien tenía un hijo, Druso, para casarlo con Julia, la madre de Cayo y Lucio, ya dos veces viuda. Por tercera vez, la desgraciada Julia tenía que sacrificar su vida por los intereses dinásticos de su padre.

Pero la componenda familiar no funcionó. A pesar de los esfuerzos de Augusto por halagar a su hijastro y yerno —investidura por dos veces del consulado, concesión de un triunfo por sus victorias en Germania, investidura para un período de cinco años de la
tribunicia potestas
y de un
imperium
proconsulare
, no logró vencer la ofendida dignidad de Tiberio ante las continuas muestras de afecto y preferencias del
princeps
para con Cayo y Lucio, ni menos aún conseguir entendimiento y armonía entre Tiberio y Julia. En el año 6 a.C. Tiberio decidió abandonar Roma y retirarse con un pequeño grupo de amigos a la isla de Rodas. Nadie creyó su explicación de que se encontraba agotado y necesitaba un tiempo de retiro; la opinión pública señaló como causa tanto su aversión a Julia como la presión de sentirse un simple segundón. Julia, desembarazada ahora del marido, pudo dar rienda suelta a su espíritu libre, que se rebelaba contra las anticuadas costumbres que regían en la casa paterna. Inteligente, cultivada y falta de prejuicios, reunió en torno a su persona un círculo de amigos cultos y divertidos, que Augusto trató en vano de alejar. Se sucedieron las relaciones amorosas y los escándalos, que finalmente obligaron a Augusto a intervenir. La madre de los adolescentes, elegidos por el
princeps
como sus sucesores, iba a afrontar la prueba más dura de su trágico destino, cuando en el año 2 a.C., acusada de adulterio y de excesos sensuales, fue desterrada a la isla de Pandataria, en la bahía de Nápoles. Allí recibió, en nombre de Augusto, una notificación de divorcio de Tiberio. En su desgracia, arrastró a muchos de sus amantes, que fueron también desterrados o, en algún caso, ejecutados. Aun culpable de conducta sexual escandalosa, no se explica del todo el ejemplar castigo de Augusto hacia una hija, a la que tan repetidamente había utilizado para sus componendas políticas, si no es por razones más graves, que, desgraciadamente, se nos escapan. Puede que Julia estuviera comprometida en una conspiración, en la que también tuvo un papel relevante un nieto del triunviro Marco Antonio. También se ha considerado a Livia culpable de la caída en desgracia de Julia, que habría llamado insistentemente la atención de Augusto sobre los excesos de su hija. En todo caso, alejada Julia y muerta Octavia, Livia se convertía en el personaje femenino más influyente de Roma, con una posición única de prestigio y poder en el entorno íntimo del
princeps
.

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