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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (19 page)

BOOK: Césares
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No era en el propio Oriente, sino en Occidente, donde se encontraba la solución al grave problema parto. Las mejores legiones de Antonio estaban acuarteladas en la Galia y su utilización en Oriente pasaba necesariamente por un entendimiento con Octaviano, a la sazón cuestionado por las intrigas de Fulvia y Lucio Antonio. Y el acuerdo llegó por tortuosos caminos, con dos importantes consecuencias para Antonio: el encargo formal de una guerra contra los partos y su compromiso matrimonial con la hermana de Octaviano. Si Cleopatra había intentado ligar a Antonio a su persona, el acuerdo de Brindisi destruyó sus esperanzas. Durante casi cuatro años, para Antonio, fiel al pacto político y a su contrato matrimonial, Cleopatra sólo pudo ser, a lo más, un recuerdo. Las veinticuatro legiones que, con el acuerdo de Brindisi, logró reunir el triunviro bajo su mando, permitieron afrontar los urgentes problemas de defensa frente a la agresión parta. Fue Ventidio Baso el comandante que asumió la difícil tarea de enfrentarse a los partos en una serie de afortunadas operaciones, que condujeron finalmente, en 38 a.C., a la evacuación de Siria y a la expulsión de los invasores al otro lado del Éufrates. También en Judea, Herodes, investido por el Senado de la dignidad real, liberó Jerusalén.

Desde su cuartel general de Atenas, en compañía de Octavia, fiel colaboradora y eficaz mediadora en las relaciones con Octaviano, nunca exentas de suspicacias, Antonio podía ahora reorganizar el Oriente, tarea tanto más necesaria cuanto que era premisa indispensable para la prevista campaña en territorio parto. La incursión irania en Siria había demostrado las debilidades del sistema político cuando la mayor parte de los estados clientes habían sucumbido por deslealtad o miedo. Al este del Helesponto, Antonio redujo a tres las provincias romanas: Asia, Bitinia y Siria. El resto de los territorios incluidos en la esfera de intereses romana los confió a cuatro reyes, con la misión de gobernarlos como agentes de Roma y guardianes de la zona fronteriza: el gálata Amintas vio extender su reino desde el río Halys a la costa de Panfilia; Arquelao recibió Capadocia; Polemón, el Ponto y la Pequeña Armenia, y, en fin, Herodes, que tan eficazmente había contribuido a expulsar a los partos, fue ratificado en el trono de Judea.

Quedaba Egipto, el último de los reinos helenísticos, lleno de problemas pero también de posibilidades. Después del acuerdo de Tarento de 37 a.C., Antonio envió a Octavia a Roma y solicitó en Antioquía una entrevista con la reina egipcia, que terminó en unión matrimonial. El matrimonio, no reconocido como válido en Italia, no significaba el repudio de Octavia. Y en cuanto a los motivos sentimentales de la decisión, no estaban en contradicción con los intereses políticos de la pareja: Antonio tenía necesidad de los recursos de Egipto, y Cleopatra veía en el triunviro la última posibilidad de restauración del imperio lágida. Cleopatra logró, en la nueva organización de Oriente, importantes concesiones territoriales para ella y los hijos que Antonio le había dado, a quienes el triunviro reconoció como propios. No había razones políticas o estratégicas para estas concesiones: se trataba, pura y simplemente, de nepotismo.

En la primavera de 36 a.C. Y con la ayuda de Cleopatra, Antonio inició la campaña contra los partos. El ejército romano penetró profundamente en territorio enemigo, pero, tras algunos éxitos iniciales, la expedición ter minó en un rotundo fracaso. En otoño, Antonio hubo de dar la orden de retirada, que se cumplió entre enormes dificultades y peligros, a través de un territorio enemigo donde las tropas romanas, debilitadas por el hambre, la sed y el frío, eran continuamente hostigadas por los partos. Sin duda, las pérdidas eran importantes —se estima en una cuarta parte de los efectivos, unos treinta mil hombres—, pero no era un desastre irreparable, todavía menos por la generosa ayuda que Cleopatra se apresuró a proporcionar a Antonio, a cuyo encuentro acudió en un puerto de la costa siria. Y el triunviro se preparó para la revancha, contando, sobre todo, con los veintidós mil veteranos prometidos en Tarento por su colega Octaviano. Pero los refuerzos no llegaron. El joven César se sentía por entonces lo suficientemente fuerte en Occidente para tensar al máximo las relaciones con su colega, acorralándole en un callejón sin salida. Olvidando los acuerdos de Tarento, se limitó a devolver a Oriente la mitad de la flota prestada por Antonio para la lucha contra Pompeyo y a enviarle con Octavia un cuerpo de dos mil soldados escogidos. Para el sorprendido Antonio, aceptar la pobre limosna significaba plegarse al insulto de un colega desleal y, sobre todo, tener que renunciar a la ayuda de Cleopatra; rechazarla equivalía, por otro lado, a ofender a Octavia y afrontar las iras de la opinión pública romana y el calculado furor de su cuñado. No había alternativa para Antonio. Entre romper con la reina de Egipto, de quien ahora más que nunca dependía su poder, o con Octavia, Antonio se vio obligado a elegir la segunda posibilidad. Retuvo, pues, a los soldados y despidió a su mujer destempladamente. Para el hermano de la repudiada no podía significar mejor regalo de propaganda: la esposa legítima romana había sido rechazada por una «amante oriental».

Los lazos con Occidente se habían roto y Antonio se concentró ahora en el gobierno de Oriente, con Egipto como núcleo y fundamento de todo un edificio político nuevo, inspirado, sin duda, por Cleopatra. Una nueva campaña contra los partos en la primavera del año 34 a.C. concluyó con la conquista de Armenia, el estado «tapón» entre los dos colosos. La victoria fue festejada en Alejandría con la celebración de un remedo de triunfo, que podía ser instrumentalizado como caricatura y ofensa a la majestad del pueblo romano. Pero mucha mayor trascendencia tendría el acto celebrado a continuación, en el que Antonio proclamó a Ptolomeo César (Cesarión) hijo legítimo del dictador asesinado y distribuyó entre Cleopatra y sus hijos los dominios romanos, e incluso no romanos, de Oriente. Si el reconocimiento de Cesarión como hijo legítimo de César significaba una clara provocación personal contra Octaviano, las medidas de Antonio en Oriente serían, a su vez, objeto de una gigantesca campaña de propaganda en Italia, destinada a presentar al triunviro como juguete en manos de Cleopatra, la enemiga encarnizada de Roma, y en consecuencia, como traidor a los intereses del estado romano.

La ofensiva comenzó en el año 32 a.C. cuando en la primera sesión del Senado los nuevos cónsules, partidarios de Antonio, descubrieron sus cartas con un gran discurso de justificación para su líder y de graves ataques contra el rival. La respuesta no se hizo esperar: Octaviano, en la siguiente sesión, se presentó ante la Cámara rodeado de sus partidarios, con armas ocultas tras las togas, y se manifestó dispuesto a deponer los poderes triunvirales si Antonio volvía a Roma y abdicaba con él. Había que ser muy benévolo para no juzgar el proceder de Octaviano como golpe de Estado. Como tal, al menos, lo entendieron los cónsules cuando abandonaron la ciudad y dirigieron sus pasos, con unos trescientos senadores, a Éfeso, donde Antonio, en compañía de Cleopatra, tenía concentradas sus fuerzas.

La atmósfera en Roma, tras la huida de los cónsules y de un tercio del Senado, estaba cargada de aires de guerra civil. Pero Octaviano, tras la experiencia que había costado la vida a su padre adoptivo, no deseaba otra guerra civil —que, aun ganada, sólo sería media victoria— sino una cruzada nacional. Necesitaba para ello dos requisitos: convencer a la opinión pública de que el enemigo con el que había que enfrentarse no era romano, sino extranjero, y concentrar en su persona la autoridad moral de la lucha.

El primero se lo ofrecieron dos tránsfugas, que pusieron en manos de Octaviano la inestimable noticia de que las Vestales guardaban en la Ciudad el testamento de Antonio, con cláusulas comprometedoras. Arrancar de la sagrada custodia de las Vestales un documento privado y abrirlo para conocer su contenido era no sólo un acto de perfidia, sino un delito punible. Pero utilizarlo para acusar a Antonio de alta traición, con la lectura de cláusulas sacadas de su contexto y, por consiguiente, fácilmente manipulables, fue, sin duda, la culminación de una larga serie de actos, en una todavía corta vida, llenos de falta de escrúpulos y de frío cálculo político. En el testamento, Antonio reafirmaba la autenticidad de la filiación de Ptolomeo César, dejaba legados a los hijos de Cleopatra y, sobre todo, pedía ser enterrado, tras su muerte, en Alejandría, junto a la tumba de la reina. Y Antonio fue convertido en instrumento en manos de una reina extranjera, la «prostituta egipcia» enemiga de Roma, cúmulo de vicios y perversiones, que, utilizando con sus artes mágicas la debilidad de un romano hasta el punto de conseguir que repudiara a su legítima mujer, amenazaba con su ambición la propia existencia del Estado. La guerra no sería de romanos contra romanos, sino una cruzada de liberación nacional contra la amenaza de Oriente: una guerra justa, librada en defensa de la libertad y de la paz contra un enemigo extranjero. Y, para dirigirla, el joven César necesitaba levantar un edificio «moral», una fraseología en la que poder justificar «moralmente» su agresión.

El partido de Octaviano tenía que suscitar en la conciencia popular el sentimiento de libertad nacional romana amenazada y, en este universal consenso, fundamentar política y jurídicamente la acción de su líder. Y logró que Italia entera se uniera en un solemne juramento de obediencia a Octaviano, como caudillo de la cruzada contra la amenaza procedente de Oriente, al que se adhirieron las provincias de Occidente: Sicilia, Cerdeña, África, Galia e Hispana. La
conjuratio Italiae
fue un juramento de carácter político, una especie de plebiscito organizado que contenía una promesa de fidelidad al joven César, como comandante militar para la guerra contra Cleopatra. Así lo expresan las
Res Gestae
:

Italia entera me juró, por propia iniciativa, lealtad personal y me reclamó como caudillo para la guerra que victoriosamente concluí en Accio. Igual juramento me prestaron las provincias de las Galias, las Hispanias, África, Sicilia y Cerdeña.

Este acuerdo de valor ético-político, en el que Octaviano fundamentaría más tarde su posición sobre el Estado, recibió en el año 31 a.C. un apoyo constitucional con su elección como cónsul por tercera vez. Era el momento de declarar la guerra a Cleopatra. Mecenas fue encargado de administrar Roma e Italia, se protegieron las costas de las provincias occidentales con escuadras y, con la llegada de la primavera, Octaviano atravesó el Adriático con su ejército, al encuentro de su rival.

Octaviano desembarcó en la costa occidental griega y avanzó hacia el sur hasta tomar posiciones frente al ejército enemigo, que, desde Éfeso, se había movido hacia las costas del mar Jonio, ocupando posiciones en la península de Accio, uno de los dos promontorios que flanquean el golfo de Ambracia. La acción conjunta de las fuerzas terrestres y navales del joven César consiguió, tras una serie de operaciones, bloquear a Antonio y obligarle a luchar en el mar, donde la flota de Octaviano, al mando de Agripa, era sin duda la más fuerte. La desmoralización del ejército de Antonio y las deserciones decidieron la batalla antes de que se librara. El 2 de septiembre del año 31 a.C. se enfrentaron las escuadras rivales, pero el combate no pasó de las escaramuzas preliminares. En una total confusión y mientras el ejército de tierra capitulaba, Antonio ordenó poner proa a Egipto en pos de las naves de Cleopatra, que ya había tomado la decisión de huir. La victoria de Actium, símbolo de la lucha entre Oriente y Occidente y punto de partida de la mitología heroica en la que Augusto basaría su régimen, fue así sólo un modesto movimiento estratégico, que no por ello dejó de cambiar menos radicalmente el destino del Mediterráneo. El poetaVirgilio la describiría, no obstante, como una titánica lucha, protagonizada por los propios dioses del Olimpo:

La reina en el centro convoca a sus tropas con el patrio sistro,

y aún no ve a su espalda las dos serpientes.

Y monstruosos dioses multiformes y el ladrador Anubis

empuñan sus dardos contra Neptuno y Venus

y contra Minerva. En medio del fragor, Marte se enfurece

en hierro cincelado y las tristes Furias desde el cielo,

y avanza la Discordia gozosa con el manto desgarrado,

acompañada de Belona con su látigo de sangre.

Antonio y Cleopatra aún sobrevivieron un año a la decisión de Actium. Antonio todavía trató de ofrecer una inútil resistencia al ejército de su rival a las puertas de Alejandría, hasta que la derrota le empujó al suicidio. Cleopatra, por su parte, contestó a la fría determinación de Octa viano de utilizarla como espectáculo en su cortejo triunfal con la dignidad de la muerte voluntaria: la mordedura de un áspid convirtió a la última descendiente de la dinastía lágida en uno de los mitos más sugestivos de la historia. Esbirros del vencedor se encargaron de eliminar a Ptolomeo César; los tres hijos de Antonio y Cleopatra desaparecieron de la historia bajo el manto protector de Octavia.

princeps

T
ras la victoria de Accio, Octaviano se enfrentaba a la difícil tarea de dar a su poder personal una base legal. La normalización de la vida pública, tras largos años de guerra civil, y los problemas inmediatos que esta normalización conllevaba, apuntaban a una única solución: la creación de un nuevo régimen. Su construcción, en un largo proceso que madurará lentamente, daría lugar a uno de los edificios políticos más duraderos de la Historia: el imperio romano. Este régimen debía ser el fruto de un múltiple compromiso entre la realidad de un poder absoluto y las formas ideales republicanas; entre las exigencias y tendencias de los diferentes estratos de la sociedad; entre vencedores y vencidos. Este compromiso explica la acción política, lenta y prudente pero extraordinariamente hábil, de Octaviano en la construcción de su delicado papel a la cabeza del Estado, cuyo coronamiento y definición tenemos la rara suerte de conocer por boca de su propio autor en un documento excepcional: las
Res Gestae
(Empresas). Su contenido, sin paralelos en la literatura antigua, lo conocemos por varias versiones, la más completa, el llamado
mo
numentum Ancyranum, una larga inscripción bilingüe, en latín y en griego, encontrada en Ankara (Turquía). Se trata de una enumeración de méritos, que, con el recuerdo de su gloria personal para la posteridad, debía servir como testamento político, como «carta fundacional» de un nuevo régimen, que, de acuerdo con la propia definición del papel de su redactor contenida en el documento, llamamos «principado».

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