Con Filipos quedaba liquidado uno de los objetivos de los triunviros. Pero aún faltaban otros, de los que, sin duda, el más acuciante, y también el más arduo, era la distribución de tierras cultivables a los veteranos, los soldados que habían luchado a las órdenes de los triunviros. Se decidió que Antonio permaneciera en Oriente para lograr una efectiva pacificación de las provincias a las que tanto habían sacudido los últimos acontecimientos, pero también para recabar dinero con el que conseguir los repartos de tierra. Octaviano, por su parte y, al parecer por propio deseo, volvería a Italia. Pero antes, ambos acordaron reestructurar sus parcelas de poder al margen del tercer triunviro, Lépido, que, lejos, en Italia, no podía defenderse de rumores que lo señalaban, con razón o sin ella, como culpable de intentar pactar con Sexto Pompeyo. De los territorios que Lépido controlaba, Antonio le sustrajo la Galia Narbonense y Octaviano las provincias de Hispania. En compensación, Octaviano le consignó el gobierno de África, que Lépido aceptó sin resistencia, habida cuenta de su impotencia. Sicilia y Cerdeña, en manos de Sexto Pompeyo, quedaron al margen del reparto. El joven César debería asumir la lucha contra él y materializar en Italia, que seguía siendo objeto común de administración, la distribución de tierras para los veteranos. Así, mientras Antonio permanecía en Oriente, Octaviano regresó a la península para hacer frente a la ingrata tarea de conseguir tierras para acomodar a miles de veteranos.
Las expropiaciones necesarias para el programa de asentamientos, supuesta la absoluta falta de tierras públicas, perjudicaba a un buen número de propietarios italianos y, por ello, comportaba un alto precio político. Como no podía ser de otro modo, la gigantesca obra de distribución suscitó profundo malestar en Italia: los soldados presionaban para obtener mejores tierras o se manifestaban descontentos con las asignadas; los expropiados, arrojados de sus propiedades, hacían oír, desesperados, sus lamentaciones por todo el país, se agrupaban en bandas de salteadores o emigraban a Roma para engrosar la lista del proletariado, hambriento y revoltoso. Era fácil concentrar el odio en el triunviro responsable del programa, que, a excepción de su título de
Divi Filius
, no podía esgrimir méritos personales que compensaran o dieran autoridad a los sacrificios exigidos a una población crispada.
Pero, con todo, la compensación a los veteranos era un punto en el que Octaviano no podía dejar de actuar. Si a corto plazo corría el riesgo de atraerse todas las maldiciones de la población de Italia, los asentamientos le ofrecerían por primera vez una plataforma de poder real absolutamente segura. En un estado donde la legalidad constitucional era ya definitivamente letra muerta, donde hasta las facciones se habían desintegrado, donde apenas podía esgrimirse como argumento lo que no prometiera ventajas materiales, donde la fidelidad era simple cuestión de dinero, poder contar con una fuerza potencial de diez o doce legiones de devotos veteranos en el suelo de Italia era una ventaja demasiado grande frente a cualquier escrúpulo o consideración moral.Antonio había cometido su primer gran error en la cadena que ataría su destino. Es cierto que Oriente había representado siempre para Roma la fuente de prestigio y poder, en una imagen románticamente ligada a la figura de Alejandro Magno. Pero Oriente era sólo una plataforma; prestigio y poder debían utilizarse en Roma. El soldado que era Antonio fue atraído, impaciente, por la materialización de lo que debía haber sido la gran empresa militar de César: la guerra contra los partos. La penosa puesta en marcha de una tarea larga y difícil como los asentamientos se acomodaba mal a sus deseos de gloria. Una gloria, sin embargo, que era moneda depreciada, en una sociedad desgarrada desde hacía más de un siglo por la inestabilidad política y el caos económico. Roma no necesitaba soldados, sino estadistas. Quizás sea éste el punto crucial que explique el triunfo de Octaviano: la lenta —es cierto que llena de traumas— pacificación de Italia, y la identificación de esta pacificación con su persona. Pero también es verdad que una tarea así difícilmente podría haberse cumplido sin un equipo, que, en las sombras, trabajaba para el joven César; un puñado de soldados, organizadores, financieros, que estaban ya levantando, quizás sin conocer su resultado final, un edificio político y social nuevo. Marco Agripa y Cayo Mecenas se encontraban entre los más representativos de estos colaboradores. Sus servicios iban a ser aún más necesarios por la aparición de un escollo, en principio, imprevisto.
No sabemos con seguridad el papel real que Antonio jugó en los complicados acontecimientos etiquetados con el nombre de «guerra de Perugia», que llevaron a Italia al borde de la guerra civil. Lucio, el hermano de Marco Antonio, cónsul en ejercicio en el año 41 a.C., no podía soportar que fuera Octaviano quien se arrogara en solitario el mérito de resolver el problema de los veteranos, y solicitó que se pospusiera el programa de colonización hasta el regreso de su hermano. En sus propósitos era apoyado por su cuñada Fulvia, la esposa del triunviro. Pero las tropas, impacientes por conseguir el tan deseado acomodo en la vida civil, exigieron el inmediato cumplimiento de las promesas. Cuando finalmente comenzaron los trabajos de expropiación, con los lógicos incidentes, Lucio y Fulvia intentaron el comprometido juego de concentrar sobre el joven César tanto el malestar de los soldados como el odio de los propietarios rurales expropiados. Pero los intrigantes fueron demasiado lejos cuando Lucio Antonio exigió del Senado que declarara a Octaviano enemigo público. Los veteranos temieron que la ilegalidad de Octaviano repercutiera en la de los asentamientos que el triunviro preparaba, y se alinearon tras él. Mientras, Fulvia y Lucio, en abierta hostilidad, se precipitaron a solicitar el concurso de las legiones de Marco Antonio estacionadas en la Galia. Los lugartenientes del triunviro juzgaron más prudente mantenerse al margen hasta recibir clara respuesta de su jefe, incluso cuando las tropas de Octaviano encerraron a Lucio Antonio en la ciudad etrusca de Perugia. La respuesta de Oriente no llegó y la ciudad hubo de capitular a finales de febrero de 40 a.C.
Octaviano no se atrevió a tomar venganza directa sobre quien tan gratuitamente le había puesto contra las cuerdas y, en aras del entendimiento con Marco Antonio, perdonó al hermano. Todo el odio y las ganas de desquite fueron descargados sobre Perugia: la ciudad fue entregada al saqueo de los soldados y muchos de sus ciudadanos —en especial, senadores y caballeros— fueron asesinados. Se dice que Octaviano ordenó la ejecución de trescientos de ellos el día 15 de marzo, aniversario de la muerte de César, frente a un altar erigido en honor del divino julio. De todos modos, el incidente resultó de provecho al joven César, al permitirle anexionar las Galias —los lugartenientes de Antonio le entregaron sus legiones— y extender con ello su control a todas las provincias occidentales, a excepción de África, en manos de Lépido, y Sicilia, bajo el dominio de Sexto Pompeyo.
El incidente de Perugia hizo comprender a Octavio la debilidad de los lazos que le ligaban a su colega e intentó, aunque tímidamente, acercarse al enemigo que más acuciantes problemas le creaba y que no era otro que Sexto Pompeyo: dueño de poderosos recursos navales, sometía a bloqueo las costas de Italia, impidiendo los abastecimientos de grano y condenando con ello al hambre, sobre todo, a la hacinada población de Roma. Las alianzas políticas selladas con compromisos matrimoniales eran en Roma moneda corriente. Si Octaviano había aceptado antes por esposa a Clodia, la hija de Fulvia, el repudio de la joven consorte vino a significar la rotura de toda relación con la mujer de Marco Antonio y un aviso para el propio triunviro. En su lugar, los buenos oficios de Mecenas consiguieron para Octaviano la mano de Escribonia, pariente de la mujer de Sexto. Ni política ni sentimentalmente sería una buena elección. Escribonia, de carácter agrio, ya había estado casada dos veces y era diez años mayor que Octaviano. El matrimonio apenas duró un año, aunque fruto de él sería el único descendiente del joven César, su hija Julia. Y, en cuanto a supuestas ganancias políticas, Sexto, en un giro imprevisto, ofreció su alianza a Marco Antonio. El triunviro, aun con los graves problemas a los que se enfrentaba en Oriente —los partos habían invadido la provincia romana de Siria—, decidió, a ruegos de su esposa Fulvia, encaminarse a Italia para hacerse cargo de la situación personalmente. Al pisar suelo italiano se encontró con la desagradable sorpresa de que la ciudad portuaria de Brindisi, no está claro si por órdenes de Octaviano, le cerró las puertas. Antonio puso sitio a la ciudad y emprendió otras operaciones de carácter estratégico, mientras Octaviano acudía a parar el golpe. Pero las espadas levantadas, apenas cruzadas, volvieron a sus vainas. Y el artífice de este acercamiento no fue ningún mediador individual, sino los propios soldados de los dos ejércitos, que, sencillamente, se negaron a combatir y, a través de sus oficiales, exigieron una conciliación. Mecenas, por parte de Octaviano, y Asinio Polión, por la de Antonio, lucharon por deshacer los malentendidos y las mutuas acusaciones y finalmente, tras largas negociaciones, se produjo el deseado abrazo.
Los triunviros volvieron a repartirse el poder. Octaviano recibió las provincias occidentales y Antonio las orientales. Lépido, relegado como antes, hubo de seguir conformándose con África. Formalmente, Antonio fue encargado de la guerra contra los partos y Octaviano de someter a Pompeyo si no se avenía a un acuerdo. Ambos triunviros tendrían derecho a reclutar tropas en Italia. El acuerdo de Brindisi, que incluía otras cláusulas secundarias, entre las que no faltaba la consignación de amigos y colaboradores a las respectivas venganzas, fue sellado no sólo con las firmas de los líderes, sino, una vez más, con una alianza matrimonial. Fulvia acababa de morir oportunamente, y Antonio aceptó en matrimonio a la hermana del joven César, Octavia, también reciente viuda de Marco Claudio Marcelo, de quien había tenido dos hijas y un varón, Marco, que posteriormente desposaría a Julia, la hija de Octaviano, aun siendo primos hermanos. El matrimonio se celebró a finales del año 40 a.C. y fue recibido en toda Italia con entusiasmo. La unión auguraba, finalmente, una paz duradera, tras los temores de una nueva guerra civil. Y este anhelo de paz esperanzada sería exquisitamente plasmado por el poeta Virgilio en su famosa
Égloga IV
dedicada a Asinio Polión, uno de los mediadores del acuerdo, en la que se profetizaba una edad de oro, de paz y de renovación universal, anunciada por el nacimiento de un niño prodigioso, que la literatura cristiana posteriormente interpretó como un anuncio profético del nacimiento de Cristo:
Ya llega la última edad anunciada en los versos de la Sibila de Curras; ya empieza de nuevo una serie de grandes siglos. Ya vuelven la virgen Astrea y los tiempos en que reinó Saturno; ya una nueva raza desciende del alto cielo. Tú, ¡oh, casta Lucina!, favorece al recién nacido infante, con el cual concluirá, lo primero, la edad de hierro, y empezará la de oro en todo el mundo.
Sin duda,Virgilio tenía en la mente la unión de Antonio y Octavia. No fue, sin embargo, un niño el fruto de esta unión, sino una niña, Antonia la Mayor, la abuela de Nerón.
Tampoco las esperanzas de paz duraron mucho: Sexto no se avino a razones, al sentirse traicionado por Antonio, y con su flota pirata volvió a atemorizar las costas de Italia y a hacer sentir el hambre en Roma. Octaviano demostró otra vez que era tan poco escrupuloso como excelente político, y se avino, ante la presión de la opinión pública, a un acuerdo con el hijo de Pompeyo el Grande en Miseno, en la primavera de 39 a.C.: Sexto podría mantener bajo su control las islas de Cerdeña, Sicilia y Córcega, y le fue prometido además el Peloponeso.
El acuerdo era demasiado antinatural para poder durar. Pero proporcionó a Octaviano un año de respiro, en el que se dedicó a consolidar su posición en Italia y en las provincias galas e hispanas, probablemente ya con la intención de acabar en el momento oportuno con lo que, a todas luces, era siempre un grave peligro latente: la flota de Sexto Pompeyo. Y en estos meses encontró el joven César la que había de ser fiel colaboradora durante toda su dilatada vida. El mismo día del nacimiento de su única hija, Julia, Octaviano se divorció de Escribonia para ligarse en matrimonio a Livia Drusila, mujer de Tiberio Claudio Nerón, quien no tuvo inconveniente en aceptar la separación y ceder su esposa y su hijo Tiberio al poderoso triunviro. Con esta unión, Octaviano se ligaba a la vieja aristocracia senatorial —el abuelo de Livia había sido el tribuno de la plebe Marco Livio Druso, que en 91 a.C. enarboló la causa de integrar a todos los itálicos en la ciudadanía romana—; por su parte, Tiberio, a quien las fuentes describen como «marido complaciente», conseguía hacerse perdonar sus anteriores veleidades políticas como enemigo de Octaviano. Pero el cálculo político no explica la prisa del triunviro en querer desposar a Livia, si no es por un atormentado impulso sentimental. En todo caso, el escándalo fue enorme y sirvió de comidilla durante muchos días a la sociedad romana, porque Livia estaba en el sexto mes de embarazo de su anterior marido. El novio, ansioso, llegó a pedir dispensa a los pontífices para celebrar la boda, que tuvo lugar en octubre del año 39 a.C. En enero del siguiente año nacía, en el nuevo hogar del Palatino, Druso. Tener la fortuna de procrear hijos con embarazos de tres meses se convirtió en Roma en un divertido dicho popular.