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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (14 page)

BOOK: Césares
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Todavía hay muchos de quienes se puede oír que un adivino le anunció aguardarle un gran peligro en el día del mes de marzo que los romanos llamaban los idus. Llegó el día y yendo César al Senado saludó al adivino y como por burla le dijo: «Ya han llegado los idus de marzo»; a lo que contestó con gran reposo: «Han llegado, sí; pero no han pasado».

Hacia las once entró César en la sala y ocupó su asiento honorífico. Así relata Suetonio el magnicidio:

En cuanto se sentó, le rodearon los conspiradores con pretexto de saludarle; en el acto Cimber Telio, que se había encargado de comenzar, se le acercó para dirigirle un ruego; pero, negándose a escucharle e indicando con un gesto que dejara su petición para otro momento, le cogió de la toga por ambos hombros, y mientras exclamaba César «Esto es violencia», uno de los Casca, que se encontraba a su espalda, le hirió algo más abajo de la garganta. Cogiole César el brazo, se lo atravesó con el puñal y quiso levantarse, pero un nuevo golpe le detuvo. Viendo entonces puñales levantados por todas partes, se envolvió la cabeza en la toga, mientras que con su mano izquierda estiraba los pliegues sobre sus piernas para caer con más decencia, con el cuerpo cubierto hasta abajo. Recibió veintitrés heridas, sin haber gemido más que al recibir el primer golpe. Sin embargo, algunos escritores refieren que viendo avanzar contra él a Marco Bruto, le dijo en lengua griega: «¡Tú también, hijo mío!». Cuando le vieron muerto, huyeron todos, quedando por algún tiempo tendido en el suelo, hasta que al fin tres esclavos le llevaron a su casa en una litera, de la que pendía uno de sus brazos.

El asesinato de los idus de marzo, como acto político, fue absolutamente estéril. Si los conjurados o parte de ellos pretendían restaurar la
libertas
, es decir, la república oligárquica, eliminando al que consideraban el principal obstáculo para su funcionamiento, su creencia era bien infantil, puesto que el estado aristocrático en su forma tradicional hacía ya mucho tiempo que había dejado de existir. Con la muerte de César no se rehízo la vieja república, ni su capacidad de funcionamiento; sólo se logró retrasar un proceso, ya en marcha, de transformación del Estado que precipitó a Roma y al imperio en otros trece años de guerra civil.

La significación de César

D
esde la misma Antigüedad, la vida y obra de César ha suscitado biografias, estudios, ensayos y obras de creación en plástica, literatura y música, en las que la mayoría de las veces la fascinación del personaje ha servido como pretexto para dar rienda suelta a la propia fantasía, para crear, pues, infinitos Césares arbitrarios y contradictorios, desde el arrogante y supersticioso de Shakespeare al enteco y adusto de los cómics de Astérix. El personaje mismo se ha diluido hasta convertirse en un símbolo preciso: el del poder. Y como tal símbolo ha designado a sus portadores tanto en el Imperio Romano o el Sacro Imperio Romano-Germánico, como en los imperios austro-húngaro y alemán o en la Rusia zarista, bajo las respectivas formas de káiser y zar.

Nadie puede poner hoy en duda la calidad de escritor de César; muy pocos sus dotes de estratega; muchos sí, en cambio, sus cualidades como hombre de estado. Sin duda, a César le faltó capacidad para intuir y elaborar nuevos cauces a los ordenamientos tradicionales de la constitución. Y por ello, y a pesar de todo, quedó atrapado en el marco republicano. Pudo ser el primer monarca de la historia de Roma, pero no el creador de la monarquía como institución. Pero no es menos cierto que su influencia sobre el Estado aceleró el proceso que debía conducir de la república al imperio. El estado comunal oligárquico, herido de muerte por las ambiciones de los aspirantes al poder autocrático, sucumbió a los sistemáticos golpes del dictador César. El poder no emanaría ya de las instituciones de una
res publica
servidora de los intereses de un restringido grupo de privilegiados, sino de la autoridad de un individuo, respaldada en un liderazgo carismático o, en última instancia, en la fuerza.

El joven César

C
ayo Octavio, el futuro emperador Augusto, nació en Roma el 23 de septiembre del 63, el año del consulado de Cicerón y de la conspiración de Catilina. Su familia procedía deVelitrae, una localidad del Lacio, a unos treinta kilómetros de Roma, y, aunque acomodada, sólo recientemente había intervenido en política. Fue su abuelo, Cayo Octavio, de la clase de los caballeros, quien acumuló el ingente patrimonio de la familia como banquero, un oficio no excesivamente respetable, a medio camino entre el cambio y la usura. Ello permitió que su hijo, también llamado Cayo, pudiera entrar en el orden senatorial, donde llegó a alcanzar el grado de pretor y, a continuación, el gobierno de la provincia de Macedonia. Su muerte, cuando regresaba a Roma tras ser aclamado
imperator
por sus tropas, truncó sus esperanzas de obtener el grado máximo de la magistratura —el consulado— y, con ello, ganar para su familia el ingreso en la
nobilitas
, el círculo más exclusivo de la nobleza. Cayo había casado con Ancaria, que le dio una hija, Octavia la Mayor, y cinco años después con Atia, hija de un senador de la vecina Aricia, Marco Atio Balbo, y de Julia, la hermana de Cayo julio César, de quien tuvo dos hijos: Octavia la Menor y el único varón del matrimonio, Cayo Octavio. Cuando el padre murió, cuatro años después del nacimiento de Cayo, la viuda Atia desposó a Lucio Marcio Filipo, que en el año 56 obtuvo el consulado. No obstante, Cayo, por razones que se ignoran, permaneció con su abuela Julia, sin acompañar a su madre y su padrastro al nuevo hogar. Cuando la dama murió, Cayo, con once años, hubo de hacer su primera aparición en público para pronunciar la loa fúnebre en su honor, como hiciera su tío abuelo César, veinte años atrás, con Julia, la esposa del héroe popular Mario. También en esta ocasión, y sin duda imitando a César, aprovechó la oportunidad para ensalzar la ascendencia divina de los julios, de la que él mismo se vanagloriaba de pertenecer, sin importar que el rumor señalara a su bisabuelo como un ex esclavo, dueño de un pequeño negocio de cordelería en una perdida localidad de la costa sur de Italia.

Octavio continuó su educación —letras griegas y latinas y, sobre todo, retórica, el necesario arte para la política— en casa de su padrastro Marcio, un hombre austero y prudente, aunque quizás algo anticuado, que había logrado mantenerse al margen de las turbulencias políticas del momento. Pero, sobre todo, determinante para su futuro sería la gigantesca figura de su tío abuelo, el dictador. César no tenía hijos —Cesarión, el hijo adulterino tenido con Cleopatra, no podía ser reconocido como heredero—; su única hija, la esposa de Pompeyo, había muerto en el 55 y sus parientes más cercanos eran tres sobrinos nietos: los dos nietos de su hermana mayor, Lucio Pinario y Quinto Pedio, y el nieto de su otra hermana, Cayo Octavio. Con Pinario apenas mantuvo relación, aunque luego lo nombró en su testamento; Pedio, en cambio, sirvió como oficial a las órdenes del dictador en las Galias y en Hispania, e incluso fue honrado, tras Munda, con el triunfo. Pero prodigó sus preferencias, sobre todo, con Octavio, con la intención, sin duda, de verter en él la aspiración a tener una descendencia legítima propia. Ya en el 47, consiguió para él un puesto en el colegio de los pontífices. Dos años antes, al cumplir los catorce, el joven Octavio había celebrado la ceremonia de ingreso en la edad adulta, con el abandono de la toga
praetexta
, que vestían los niños, por la «viril» (
virilis
). Se contaba en la ocasión una anécdota, presagio de su futura grandeza: cuando estaba cambiándose en el foro sus vestiduras, la toga
praetexta
—orlada de una franja de púrpura, como la que llevaban los senadores— se abrió y cayó milagrosamente a sus pies. El incidente se interpretó como un anuncio de que todo el orden senatorial algún día caería a los pies del joven para someterse a él.

Como a su pariente Pedio, César trató también de entrenar a Octavio en la necesaria escuela de la milicia, que todo aspirante a la carrera de los honores debía experimentar previamente. Los enemigos de César se encontraban entonces en África y allí quiso el dictador que iniciase su bautismo de fuego, pero la oposición de la madre,Atia, pretextando la débil salud del joven, impidió que tomara parte en ella, lo que no fue obstáculo para que César le permitiera ir a su lado en la ceremonia del triun fo por sus victorias. Tampoco en la campaña de Hispania, la última de la guerra civil, iba a poder tomar parte Octavio por las mismas razones, aunque en esta ocasión, al menos, alcanzó a su tío en España, cuando la carnicería de Munda (17 de marzo de 46) ya había tenido lugar. Y todavía pensó el insistente tío curtirlo en la proyectada campaña contra los partos, nombrándole su ayudante de campo (
magister
equitum
). Para ello, lo envió a la costa oriental del Adriático, a la ciudad griega de Apolonia, donde, al tiempo que recibiría instrucción militar en los campamentos legionarios acantonados en las cercanías para la próxima campaña, podía completar sus estudios de retórica con el maestro Apolodoro de Pérgamo. Fue con él Marco Vipsanio Agripa, un compañero de estudios de familia acomodada, aunque no de origen noble, que había de convertirse en uno de los personajes más importantes de la vida de Augusto. Y fue en Apolonia donde a finales de marzo de 44 un esclavo llevó la trágica noticia de la muerte de César.

El asesinato de César había sido un acto de pasión más que de cálculo político, puesto que los tiranicidas, con la muerte del dictador, no planearon ninguna otra medida, ilusoriamente convencidos de que su desaparición resucitaría la perdida libertad. Pero, además, ¿qué libertad? El complot que había acabado con la vida de César ni siquiera era consecuencia de un frente cerrado del Senado. Ciertamente, sus asesinos eran un grupo de senadores para quienes «libertad» significaba la restauración del régimen senatorial, fantasmalmente devuelto a la vida por Sila y defendido por un recalcitrante grupo conservador optimate, frente a las agresiones de
populares
ambiciosos de poder personal, que esgrimían, contra la letra muerta de las instituciones, la realidad viva de un orden social que reclamaba fantasía política y profundos cambios. Un buen número de senadores debía precisamente a César su escaño, y poco tenía en común con los conspiradores, a cuya cabeza se habían puesto Bruto y Casio
[13]
, blandiendo los puñales al grito de «¡Cicerón!», su ideólogo, aunque no cómplice. La aristocracia senatorial, aun socialmente compacta y partidaria de las instituciones republicanas, era incapaz de adoptar una línea política eficaz y consecuente, ante la división, la incertidumbre, y, sobre todo, la falta de poder real.

Éste se encontraba en las manos del ejército, de los soldados sacados de la población italiana, que, tras la liquidación de los
optimates
en Thapsos y de los pompeyanos en Munda, eran cesarianos en cuerpo y alma, dirigidos por lugartenientes del dictador y, después de la desaparición de César, conscientes de que sólo sus albaceas podrían satisfacer las aspiraciones largamente albergadas de regresar a la vida civil como propietarios de una parcela de tierra cultivable.

Pero tampoco fuera del Senado había otros círculos favorables a la restauración republicana, tras los profundos cambios de estructura y la continuada acción de César sobre el Estado y la sociedad, tanto en Roma como en Italia y las provincias. La influyente clase de los caballeros se había aprovechado de las reformas de César para ampliar sus fortunas y su influencia en la administración del Estado. La plebe urbana hacía mucho que estaba acostumbrada a seguir la política popular, en la que César había sido un maestro, unas veces devolviéndole derechos, más formales que reales, y las más comprándola con promesas y sobornos. Las poblaciones itálicas deseaban la estabilización, lo mismo que las provincias, que, después de correr durante muchos años con los gastos de la crisis romana, en la que finalmente se habían visto involucradas, sólo deseaban una paz que les devolviera la posibilidad de prosperar.

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