[…] se redactó un decreto senatorial disponiendo que cuatro mil libertos contaminados por tal superstición y que estaban en edad idónea fueran deportados a la isla de Cerdeña para reprimir allí el bandolerismo; si perecían por la dureza del clima, sería pérdida pequeña; los demás debían salir de Italia si antes de un plazo fijado no habían abandonado los ritos impíos.
Hay que tener en cuenta que en esta época el judaísmo atravesaba un período de gran actividad, escindido en sectas y convertido, en ocasiones, en bandera de nacionalismo contrario a los intereses de Roma y, por ello, contemplado desde el poder con severidad y suspicacia.
Por lo que respecta a la política exterior, Tiberio se atuvo estrictamente al consejo de su antecesor de «mantener el imperio dentro de sus límites». Así, su reinado puede considerarse como la prueba de fuego de la validez del sistema augusteo. Tiberio se aplicó con decisión a continuarlo, cierto que sin una línea de conducta independiente, sin un espíritu de iniciativa y de capacidad constructiva, que han suscitado para su gobierno la calificación de inmovilista e inactivo. Tiberio había estado demasiado tiempo bajo la autoridad de Augusto para intentar una política personal a su llegada al trono, a una edad en la que ya mucho antes se han remontado las ilusiones de la vida. La mediocridad de su gestión personal fue compensada, en los límites en que lo permitían las circunstancias, con la sinceridad, aunque con efectos contrarios para Roma y para el mundo exterior y provincial. Si en Roma su carácter desconfiado y reservado y el difícil trato con un estamento incompetente y servil contribuyeron a acumular los malentendidos, en las provincias y el mundo exterior la determinación de mantener en vigor el sistema de Augusto y la acertada transformación de esta voluntad en decisiones de Estado fueron beneficiosas para la estabilidad y el desarrollo del imperio como sistema político-social en el marco de las estructuras romanas. No obstante, no faltaron en distintos puntos conflictos militares que requirieron la atención del
princeps
y que atenúan las afirmaciones de Tácito de un reinado en el que la «paz no fue turbada» o de un «
princeps
desinteresado por la expansión imperial».
Fueron los acontecimientos que tuvieron como escenario la frontera septentrional —los levantamientos de los ejércitos del Rin y el Danubio— los primeros que requirieron, como sabemos, la atención en el apenas comenzado principado de Tiberio. Druso en Panonia y Germánico en el Rin, con métodos distintos y con distintos resultados, lograron restablecer la disciplina entre unas tropas que cumplían una función vital en la defensa de las fronteras del imperio. Del ejército del Rin dependía la tranquilidad de la Galia; de las tropas del Danubio, la propia suerte de Itlia. Pero si Druso se limitó a restablecer la disciplina de su ejército, Germánico, en cambio, emprendió, tras la sofocación del motín de las legiones renanas, una confusa campaña al otro lado del Rin que, después de dos años, no significó sino la vuelta a la frontera ya establecida por Augusto. A partir de entonces, las armas romanas sólo hubieron de ocuparse de una vigilancia defensiva. Todavía más: después de la marcha de Germánico, el marcomano Marbod, el principal caudillo de la región danubiana, se vio envuelto en una guerra contra el jefe querusco Arminio y, vencido, se vio obligado a pedir auxilio a Tiberio. El emperador ni siquiera aprovechó la favorable situación para intentar vengar el desastre de Teotoburgo y, rechazando la petición de ayuda de Marbod, se limitó a ofrecer su mediación por intermedio de su hijo Druso. Esta mediación, sin embargo, no buscaba la pacificación entre los dos caudillos germanos, tan contraria a los intereses de Roma, sino precisamente una intensificación de las discordias, que terminaron con la expulsión de Marbod del trono, obligado a buscar refugio en territorio romano. La eliminación de Marbod tuvo una gran importancia para la seguridad de la frontera septentrional romana, porque las rencillas intestinas de los germanos aumentaron, impidiendo cualquier iniciativa contra los romanos. Un año después de la caída de Marbod, en 21 d.C., una revuelta germana terminaba con la vida de Arminio y con las esperanzas de una Germanía unida.
Una vez asegurada la frontera del Rin, la política romana pudo aplicarse a una línea de pacificación, con la construcción de centros urbanos y calzadas que aseguraran la comunicación con Roma y el fácil desplazamiento de las legiones.
Pero, con Tiberio, la estrategia romana en la frontera septentrional iba a desplazar su centro de gravedad del Rin, que pasó a un segundo plano, al Danubio. No hay que olvidar el protagonismo del
princeps
, aún en vida de Augusto, en la rebelión de dálmatas y panonios, entre los años 6 y 9 d.C., que lo convertían en un «especialista» en asuntos danubianos. La intención de Tiberio fue incorporar los países del Danubio a las provincias del imperio. La razón fundamental era su proximidad a Italia y el peligro, siempre amenazante, de una invasión desde el norte. En consecuencia, pacificar y fortalecer la Iliria, la región al otro lado del Adriático, y, desde allí, retrasar la frontera hasta el Danubio, se convirtió en el tema central de la política imperial. No fue preciso emprender acciones bélicas, pero sí establecer con firmeza una acción romanizadora. Sólo en el Bajo Danubio, en el reino cliente de Tracia, hubo que reprimir una sublevación, en los años 21 y 26, de las tribus indígenas. Finalmente, en 46 d.C., bajo Claudio, la región sería convertida en provincia romana.
En el largo y comprometido confin oriental, el problema principal continuaban siendo las relaciones con los partos, sobre quienes Roma, a través de la diplomacia, trataba de imponer su propia superioridad, pero evitando al mismo tiempo el estallido de un conflicto abierto. La desaparición de los dinastas de varios reinos clientes en la frontera entre Roma y Partia decidieron a Tiberio a transformar uno de ellos, Capadocia, en provincia y anexionar otro, Comagene, a la provincia de Siria.
En todo caso, era la cuestión de Armenia el más delicado e importante cometido de la misión de Germánico, quien, penetrando en el reino hasta la capital, Artaxata, coronó en ella a Zenón, un miembro de la familia real del Ponto, como rey de los armenios, con el beneplácito de los propios súbditos y sin oposición por parte del rey Artabanes de Partia.
La elección de Zenón se manifestó acertada y significó un periodo de estabilidad en Oriente, al que puso fin su muerte en el año 34 d. C. Artabanes de Partia aprovechó la circunstancia para intervenir de nuevo en Armenia y, confiado en la débil reacción del ya anciano Tiberio, no contento con entronizar en el reino a su propio hijo Arsaces, presentó una serie de reclamaciones pecuniarias y territoriales ante el emperador. Pero Tiberio, aun en su retiro de Capri, continuaba atento a los problemas del imperio y desplegó una astuta política diplomática, que logró contrarrestar la arrogancia del soberano parto sin los peligros de una guerra. Utilizó para ello las pretensiones al trono parto de un príncipe arsácida, residente en Roma, Tirídates.Tras largas vicisitudes, Artabanes se manifestó dispuesto a renovar la paz en una solemne ceremonia a orillas del Éufrates y aceptó la sistematización romana de Armenia, refrendada con el envío a Roma como rehén de su hijo Darío. Fue un triunfo final de la diplomacia de Tiberio y de su línea de gobierno prudente y astuta, poco antes de su muerte.
Otros problemas, aunque de importancia secundaria, exigieron la utilización de las fuerzas armadas a lo largo del reinado de Tiberio, en África y en la Galia.
El espacio geográfico que conocemos con el término Magreb, la antigua Berbería, habitado por tribus bereberes, era, en época de Tiberio, una especie de tierra de nadie, poblada de forma irregular por tribus nómadas o seminómadas, de costumbres primitivas y de lengua incomprensible, siempre dispuestas a la insurrección. Cartago había ocupado el oriente de este territorio, flanqueado por reinos semibárbaros, en una relación inestable, oscilante entre el sometimiento y una dialéctica defensaataque.
Tras la Tercera Guerra Púnica, en 146 a.C., Roma convirtió el territorio de la destruida Cartago, extendido por el norte del actual Túnez y la costa de Libia, en la provincia de Africa Proconsularis o Africa Vetus (África Vieja), gobernada por un procónsul, a la que Augusto había añadido, al occidente, la de Africa Nova (África Nueva). El resto del Magreb lo ocupaba el reino de Mauretania, extendido por el territorio septentrional del actual Marruecos y el oeste y centro de los territorios argelinos al norte de la cordillera del Atlas. Augusto había confiado el reino a juba II, al que concedió la mano de Cleopatra Selene, hija de Cleopatra y Marco Antonio, con la responsabilidad de mantener pacificado este extenso territorio semidesierto, recorrido por tribus nómadas bereberes, en colaboración con las autoridades romanas de las provincias vecinas. Pero, consciente de la importancia y de la dificultad de esta pacificación, estableció una legión, la III
Augusta
, en territorio del África proconsular, a pesar de tratarse de una provincia confiada al Senado y, por consiguiente, excluida de la presencia de fuerzas armadas. Su misión, en unión de varios cuerpos de infantería y caballería auxiliares, era defender las incipientes ciudades romanas y sus tierras de cultivo, en manos de una población estable y sedentaria, en parte romana y en parte indígena, frente a los nómadas bereberes, que veían ocupados sus territorios y eran obligados a pagar tributos de paso por lugares que antes habían sido de libre tránsito.
Las tribus de moros (
mauri
) fueron las primeras en sublevarse, arrastrando con ellas a toda la población bereber, en una agotadora guerra de guerrillas que obligó al ejército romano a emplearse a fondo en varias campañas entre los años 22 y 19 a.C. Pero los nómadas, reluctantes a asumir modos de vida sedentarios, que les obligaban a someterse a leyes y a autoridades ajenas, volvieron a rebelarse, en esta ocasión en torno a las tribus de musulamios (
musulamii
) y gétulos (
gaetuli
). De nuevo, las tribus fueron sometidas y buen número de sus miembros fue incorporado al ejército romano, como auxiliares de infantería y caballería.
Pero, poco después de la muerte de Augusto, volverían las tribus norteafricanas a rebelarse, en esta ocasión de la mano de un caudillo bereber, Tacfarinas, jefe de una tribu de musulamios, que había servido como oficial en el ejército
auxilia
r romano y que, después de desertar, había incitado a sus congéneres a rebelarse. Buen conocedor de las tácticas y métodos romanos y dotado de unas apreciables cualidades de mando, transformó las bandas de maleantes y vagabundos que reunió en un principio en un eficiente ejército, con el que se atrevió a emprender expediciones de pillaje sobre las tierras colonizadas de las provincias africanas. Así comienza Tácito el relato de la revuelta:
El mismo año [17 d.C.] estalló la guerra en África; el enemigo estaba al mando de Tacfarinas. Era éste un númida que había servido en tropas auxiliares en campamentos romanos; luego desertó y empezó a reunir grupos de nómadas habituados al robo para dedicarse al pillaje y saqueo; más adelante los organizó en plan militar con enseñas y por escuadrones, para acabar como caudillo no de una tropa desorganizada, sino del pueblo de los musulamios. Aquel pueblo poderoso, situado junto a los desiertos de África y que por entonces no habitaba todavía en ciudades, tomó las armas y arrastró a la guerra a sus vecinos los moros.
Las causas del descontento indígena eran, como antes, de carácter social y económico. Los colonos procedentes de Italia, que, a la sombra de la protección romana, se habían establecido en las mejores tierras, habían levantado grandes haciendas latifundistas, dedicadas fundamentalmente al cultivo de cereal, cuya producción requería de abundante mano de obra indígena, tratada de forma abusiva. Pero, sobre todo, la creciente extensión de los cultivos empujaba cada vez más hacia los límites del mismo desierto, hacia terrenos inhóspitos, a las tribus nómadas, reduciendo su espacio vital.
El procónsul de África, Marco Furio Camilo, fue el encargado de frenar el ímpetu de las tribus bereberes con la legión III
Augusta
y las tropas auxiliares estacionadas en el territorio de la provincia, y, después de vencer a Tacfarinas, sofocó momentáneamente la insurrección. Pero fue sólo un respiro, que no mucho después volvió a exigir la intervención de los ejércitos romanos. Un general experimentado, Lucio junio Bleso, tío de Sejano, hubo de volver a intervenir ante las acciones de pillaje de Tacfarinas, tan frecuentes y tan devastadoras que repercutieron en los normales suministros de trigo a Roma. Bleso comprendió que sólo con la utilización de los mismos métodos que Tacfarinas podría vencerle. En consecuencia, adiestró a sus tropas en la guerra de guerrillas, con éxitos apreciables, que culminaron con la captura del hermano de Tacfarinas.Tiberio, satisfecho, concedió a su general las insignias triunfales. Pero, una vez más, la guerra continuó, activada por la muerte del rey de Mauretania, Juba II, y la sucesión del joven Ptolomeo, que permitió a Tacfarinas obtener refuerzos de nuevas tribus. El nuevo procónsul, Publio Cornelio Dolabela, con la misma táctica de guerrillas de su predecesor, logró arrinconar a los rebeldes en su campamento, al sureste de Argel, y en el ataque final el propio Tacfarinas encontró la muerte. La desaparición de Tacfarinas dio fin a la guerra. Pero el problema del destino de las tribus nómadas bereberes apenas se resolvió. Aunque Tiberio estableció una zona neutral al suroeste del África proconsular, para instalar a los musulamios, las gentes de los bordes del desierto continuaron alimentando el odio contra los usurpadores de sus tierras, y volvieron a rebelarse en el año 40 d.C., bajo el reinado de Calígula.