El 16 de marzo se le cortó la respiración y se creyó que había terminado su vida mortal; ya Cayo César, en medio de un corro de felicitaciones, salía para tomar posesión del imperio, cuando de repente se anuncia que Tiberio recupera la voz y la vista y que pide que le lleven alimento para rehacerse de su debilidad. Todos se quedaron aterrados; los circunstantes se dispersan y todos se fingen tristes o ignorantes; Cayo César, clavado en el silencio, en vez del supremo poder aguardaba su propio final. Macrón, sin temblar, manda que ahoguen al viejo echándole mucha ropa encima y que salgan de la habitación. Así acabó Tiberio a los setenta y siete años de edad.
De todas las versiones, la de Séneca el Retórico, el padre del filósofo cordobés, parece la más plausible, si tenemos en cuenta la avanzada edad de Tiberio y el cuadro clínico de su última enfermedad, seguramente, una neumonía. No es posible decidir, en todo caso, si los tétricos detalles con que se adorna el final de una vida sombría como la de Tiberio, en una atmósfera siniestra, son inventados o ciertos. Más importancia tiene que la resolución de Sertorio Macrón, con la complacencia de la guardia pretoriana, de resolver la sucesión en favor de Cayo, tendría desastrosas consecuencias para la propia idea del principado.
Es preciso, en un último juicio sobre el sucesor de Augusto, separar al hombre del administrador. Si carácter y desgraciadas circunstancias condujeron su vida privada al fracaso, su acción al frente del imperio fue, en líneas generales, positiva. Excelente general, apreciado por su cuerpo de oficiales, prefirió no obstante, como político, resolver los problemas del imperio por vía pacífica y diplomática. El rencor de Tácito, que ha marcado indeleblemente su memoria, no ha podido, entre líneas, silenciar algunos de sus principales rasgos positivos: espíritu de trabajo, fidelidad a sus deberes públicos, imparcialidad, sentido de la justicia, clemencia y moderación, entre otros. Pero es difícil juzgar de forma separada la vida pública y privada de un hombre de estado. Y fue la segunda la que acabó inclinando la balanza en el juicio sobre Tiberio de sus contemporáneos y aun de la posteridad.
El cuerpo de Tiberio fue trasladado a Roma, donde el 29 de marzo se celebraron las honras fúnebres. Fue Cayo el encargado de pronunciar el discurso de alabanza del difunto y, tras su incineración, sus cenizas fueron depositadas con gran pompa en el mausoleo de Augusto. Pero el Senado no perdonó al extinto emperador su incapacidad de comunicación con el colectivo y cargó sobre sus espaldas las miserias, las humillaciones, las muertes y los envilecimientos de los que sus miembros eran en gran parte responsables. Por ello, le negó la
consecratio
, el reconocimiento de su divinidad. Fue el único deseo del
princeps
que se cumplió, cuando en un discurso ante el Senado expresaba cómo deseaba ser recordado:
Una juventud azarosaYo, senadores, quiero ser mortal, desempeñar cargos propios de los hombres y darme por satisfecho con ocupar el lugar primero; os pongo a vosotros por testigos de ello y deseo que lo recuerde la posteridad, que bastante tributo, y aun de sobra, rendirá a mi memoria con juzgarme digno de mis mayores, vigilante de vuestros intereses, firme en los peligros e impávido ante los resentimientos por el bien público. Éstos son mis templos, los edificados en vuestros corazones; éstas son las más bellas estatuas y las duraderas. Pues cuando se construyen en piedra, si el juicio de la posteridad se torna adverso, reciben el mismo desprecio que los sepulcros. Por tanto, suplico a los aliados, a los ciudadanos y a los propios dioses y diosas: a éstos, que me den hasta el final de la vida un espíritu en paz y entendedor del derecho humano y divino; a aquéllos, que cuando yo haya desaparecido, acompañen mis hechos y la fama de mi nombre con alabanza y buenos recuerdos.
E
n la elección de Cayo como sucesor de Tiberio fue decisiva la acción de Macrón, el prefecto de pretorio, quien, inmediatamente después de la muerte de Tiberio en Miseno, tras hacer jurar a los soldados y marineros de la flota fidelidad al nuevo
princeps
, se dirigió a Roma para convencer al Senado de la conveniencia de tal decisión. La cámara se puso pronto de acuerdo en invalidar el testamento de Tiberio, so pretexto de una enfermedad mental, y así, el 18 de marzo del año 37 d.C., Cayo César Augusto Germánico se convertía en el nuevo
princeps
con los títulos usuales. De este modo, el principado, pacientemente edificado por Augusto como lenta consagración personal, desembocaba en una entidad constitucional, una institución monárquica, dependiente de los soldados de Roma y de la investidura formal del Senado.
La elección, tan precipitadamente impuesta a un Senado sin excesiva capacidad de resolución por el hombre fuerte de Roma, tenía un claro sentido de reacción frente al reinado anterior, porque, con el joven
princeps
, subía al poder la familia de Germánico y la propia descendencia directa de Augusto y, con ello, aun sin conocerse las dotes del soberano, se albergaba la esperanza de que en él se personificarían las virtudes y excelencias del fundador del imperio, tras los largos días, tristes e inciertos, del misántropo Tiberio. Estas esperanzas iban a trocarse bien pronto, sin embargo, en la amarga realidad de una salvaje tiranía, que, tras cuatro años de terror, provocó finalmente la necesidad del magnicidio como único remedio practicable, ante la falta de cualquier garantía constitucional contra los poderes excesivos del
princeps
, el más peligroso aspecto del sistema creado por Augusto.
El trágico interludio de Calígula, convertido por las fuentes en morbosa sucesión de disparates vergonzosos y sádicos, tiene, sin embargo, los suficientes puntos oscuros para merecer un análisis que, por encima de la anécdota sensacionalista, intente profundizar en datos y problemas de contenido histórico.
Cayo, como sabemos, era el último descendiente varón por línea directa de Augusto, a través de su madre, Agripina, hija de Marco Agripa y de la desgraciada Julia, la hija única de Augusto. Nacido el 31 de agosto del año 12 d.C. en Antium, la localidad ancestral de la
gens Iulia
, era el octavo de los nueve hijos del matrimonio, de los que sobrevivirían a la infancia seis. Apenas con dos años, él y su madre se trasladaron a los campamentos de los ejércitos del Rin, cuyo mando había recibido el padre, Germánico, después de cumplir el consulado. El nuevo comandante, hijo del malogrado Druso, el hermano de Tiberio, había sido incluido en la construcción dinástica del principado como posible sucesor, y como tal, poco antes, su tío se había visto obligado, a instancias de Augusto, a aceptarlo como hijo adoptivo. Las fuentes coinciden en describirlo como una persona llena de encanto, afable y simpática, que conseguía atraerse espontáneamente el afecto de quienes le trataban. El pequeño Cayo, considerado como
filius castrorum
, «hijo de los campamentos», en el supersticioso ambiente del ejército, se convirtió, a su vez, en un fetiche para los soldados, que lo mimaban y adoraban. Su madre no dejaba de fomentar esta inclinación con gestos tales como mostrarlo vestido de legionario, calzado con unas diminutas botas reglamentarias (
caligae
), que le proporcionaron el cariñoso sobrenombre de Calígula, «Botitas», entre la tropa.
Apenas unos meses después de su llegada, moría Augusto y Tiberio subía al poder. Y uno de los primeros problemas con los que hubo de enfrentarse el nuevo
princeps
fue el amotinamiento de las legiones que defendían las fronteras septentrionales del imperio. Druso, el hijo de Tiberio, acudió a taponar la brecha entre los ejércitos del Danubio, mientras Germánico intentaba calmar a sus legiones, que, enardecidas, llegaron incluso a intentar proclamarle emperador. Germánico rechazó, ofendido, la posibilidad, mostrando su lealtad a Tiberio; pero, sin la suficiente energía para restablecer su autoridad, sólo consiguió una precaria calma, tras fallarle el recurso a gestos teatrales, como la amenaza de suicidio, después de enseñar a sus soldados una carta falsificada del emperador con la supuesta promesa de atender sus reclamaciones. Las legiones, que en ese momento se encontraban acampando al aire libre, aceptaron reintegrarse a sus campamentos permanentes, en Castra Vetera (Xanten) y
ara Ubiorum
(Colonia), donde se encontraban Agripina y Germánico. Allí el malestar volvió a recrudecerse, hasta el punto de que Germánico decidió poner a salvo a su familia, trasladándola a retaguardia. Y fue precisamente el impacto de contemplar la fila de mujeres y al pequeño Calígula abandonando el campamento, lo que, como revulsivo, impulsó a los soldados a reintegrarse a la disciplina. Así lo relata Suetonio:
Los soldados, que le habían visto crecer [a Cayo] y educarse entre ellos, le profesaban increíble cariño, y fue prueba elocuente de él el que, a la muerte de Augusto, bastó su presencia para calmar el furor de las tropas sublevadas. Y, en efecto, no se apaciguaron hasta que se convencieron de que querían alejarle del peligroso teatro de la sedición y llevarle al territorio de otro pueblo. Arrepentidos de su intento, se precipitaron delante del carruaje, lo detuvieron y suplicaron entonces encarecidamente que no les impusiese aquella afrenta.
Germánico trató de hacer olvidar el vergonzoso incidente con la reanudación de una actividad agresiva al otro lado del Rin, en varias campañas de dudosa oportunidad y ejecución, que terminaron cuando Tiberio reclamó la presencia del comandante en Roma. La ausencia de resultados brillantes no fue obstáculo para que el
princeps
concediera a su sobrino el derecho al triunfo, que se celebró con extraordinaria pompa el 26 de mayo del año 17. El pequeño Calígula, de apenas cinco años de edad, pudo en esa ocasión saborear por vez primera el entusiasmo de las masas, como centro de la atención popular, al lado de su padre y de sus hermanos, entre prisioneros germanos, piezas de botín y representaciones de los escenarios de la guerra.
Sólo unos meses iba a permanecer la familia en Roma. Germánico, que acababa de recibir de Tiberio el importante encargo de poner orden en los asuntos de Oriente, llevó consigo a Agripina, en avanzado estado de gestación, y a Cayo. Como sabemos, tras cumplir su misión, Germáni co se sintió inesperadamente enfermo y al poco murió, denunciando en la agonía que había sido envenenado por el gobernador de la provincia, Cneo Calpurnio Pisón, un hombre de confianza de Tiberio, a quien el rumor popular señaló como instigador y último responsable.
Agripina, desgarrada por la pena, pero también llena de un sentimiento de odio y venganza contra el causante de toda la desgracia familiar, se embarcó, con Livila y Cayo, rumbo a Italia, portando las cenizas de su amado Germánico. Tras una larga travesía en pleno invierno, la triste comitiva desembarcó en Brindisi, donde una gran multitud expectante se unió al dolor de las víctimas. Según Tácito:
Tan pronto como se avistó a la flota en el horizonte, no sólo el puerto y la marina, sino también las murallas y tejados y cuantos lugares permitían ver más lejos, se llenaron de una turba de gentes en duelo que se preguntaban si al desembarcar Agripina debían recibirla en silencio o con alguna aclamación.Aún no aparecía bastante claro lo que resultaba más oportuno, cuando una flota entró lentamente en el puerto; los remos no se movían con la alegría habitual, sino que todo se acomodaba al duelo. Después de que, acompañada de dos de sus hijos, llevando en sus manos la urna fúnebre, desembarcó y se quedó con los ojos clavados en la tierra, uno solo fue el gemido de todos, y no era posible distinguir entre allegados y extraños, entre los llantos de los hombres y los de las mujeres; a no ser que en el séquito de Agripina, fatigados ya por su largo luto, los superaban los que habían salido a recibirlos, por estar más reciente su dolor.