Césares (37 page)

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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

BOOK: Césares
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Finalmente, los restos de Germánico fueron depositados en el mausoleo de Augusto. Cayo tenía siete años cuando murió su padre. En una edad en la que, con los inicios del raciocinio, se graban indeleblemente en el alma sentimientos y experiencias, el huérfano se vio arrastrado por las violentas circunstancias que, en su más íntimo entorno, imponían una madre soberbia, rencorosa y amargada, y una tétrica acumulación de desgracias, cuyos inductores tenían nombres y apellidos.Agripina llenaba la mente del muchacho con desfigurados relatos, que, al tiempo de agigantar la figura de su padre, le inculcaban un desmedido orgullo por su propio linaje. Pero tampoco podía dejar de oír las conversaciones que, en la mansión materna, Agripina y su círculo de amigos mantenían con el sempiterno argumento de las felonías cometidas por el viejo Tiberio y su valido Sejano. En sus oídos debían de martillear a diario los ecos de conspiraciones, denuncias, asesinatos y ejecuciones que, si convergían en las dos odiadas figuras, alcanzaban también a un Senado agarrotado por el miedo, servil y rastrero, más todavía por servir de obediente corifeo a tanta vileza.

No tenemos datos sobre los años que Cayo pasó en la casa materna, entre la muerte de Germánico y los fatídicos destierros de Agripina y de su hermano mayor Nerón. Sólo que, en el año 22, cuando el hijo de Tiberio, Druso, desaparecía, víctima también de las letales redes de Sejano, el
princeps
presentó y encomendó ante el Senado a los hijos de Germánico. Así lo relata Tácito:

Tiberio, durante todo el tiempo de la enfermedad de Druso… e incluso cuando ya había muerto y aún no había sido sepultado, no dejó de acudir al Senado… Se dolió de la avanzada ancianidad de
Augusta
[Livial, de la edad aún prematura de sus nietos y de la suya ya declinante, y pidió que se hiciera entrar a los hijos de Germánico, único consuelo de los males presentes. Salieron los cónsules, y tras dirigir a los muchachos unas palabras de ánimo, los llevaron y los colocaron en presencia del César. Tiberio, tomándolos de la mano, dijo: «Padres conscriptos, cuando estos niños se quedaron sin padre, los entregué a su tío y le rogué, aunque tenía su propia descendencia, que los cuidara como a su propia sangre y los ayudara,y que los hiciera semejantes a sí mismo para bien de la posteridad. Una vez que nos ha sido arrebatado Druso, a vosotros vuelvo mis ruegos y en presencia de la patria y de los dioses os emplazo: a estos bisnietos de Augusto, nacidos de los más esclarecidos antepasados, acogedlos, guiadlos, cumplid vuestro deber y el mío. Éstos ocuparán, Nerón y Druso, el lugar de vuestros padres. Habéis nacido en tal condición que vuestros bienes y vuestros males trascienden al Estado.

El discurso altisonante y solemne pronunciado por el
princeps
sólo podía interpretarse como una clara investidura, correspondiente a su deseo de considerar a los hijos de Germánico como sus futuros herederos. Tenemos un extraordinario documento gráfico de esta situación, en la que, muerto Druso, los hijos de Germánico y Agripina se convertían en los más firmes sucesores de Tiberio, en el llamado Gran Camafeo de Francia. Elaborado en ágata y el más grande en su especie —con una altura de 31 centímetros y anchura de 26,5—, esta preciada joya se conserva en el Gabinete de Medallas de la Biblioteca Nacional de París. Aunque no exento de problemas en la interpretación de algunas de las figuras que contiene, su fin es claro: afirmar la continuidad y la legitimidad dinástica de los Julio-Claudios como soberanos del imperio romano. En la parte superior se sitúan los muertos: Augusto, flanqueado de Druso, el hijo de Tiberio, y de Germánico, volando a lomos del caballo Pegaso. El registro central lo ocupa el mundo de los vivos: el emperador y sus posibles descendientes y herederos. En el centro, con los atributos de Júpiter, aparece Tiberio, sentado, acompañado de su madre, Livia. Ante ellos, Nerón y Druso, designados como herederos, y detrás, el tercer hijo de Germánico, el joven Cayo, y el propio nieto de Tiberio, Gemelo. La parte inferior muestra de forma alegórica la victoria sobre los más peligrosos enemigos externos de Roma, los germanos y los partos, representados como un grupo de cautivos
[22]
.

Pero en los deseos del emperador iban a interferir, de un lado, el rencor y la intransigencia de su sobrina, y, del otro, los turbios manejos de Secano. Dos años después de estos acontecimientos, en el año 24 d.C., como consecuencia de una impulsiva trama preparada por Agripina y el círculo de sus amigos, los nombres de Nerón y Druso fueron incluidos con el de Tiberio en las plegarias anuales elevadas por los pontífices por el bienestar del emperador. El
princeps
, irritado por este acto de arrogancia, «se dolió resentido de que a dos adolescentes se los igualara a su ancianidad» y pronunció un discurso en el Senado «advirtiendo de que en lo sucesivo nadie pretendiera elevar a la soberbia los móviles ánimos de unos adolescentes con honores prematuros».

Desde entonces, Sejano no cejó en el objetivo de eliminar el obstáculo que Agripina y sus hijos representaban para sus desmedidos planes, mientras Tiberio asimilaba obedientemente el veneno que el valido vertía en sus oídos. Sus ataques tuvieron como objetivo inmediato el círculo de amigos de Agripina, para aislarla de su entorno. La viuda de Germánico, desesperada, intentó fortalecer su posición, en un mundo de hombres, donde la mujer, por mucha influencia que lograra acumular, tradicionalmente estaba relegada al papel de esposa y madre, con un nuevo matrimonio. Aprovechó una visita de Tiberio, que acudió a verla durante una enfermedad, para solicitar su permiso, alegando su juventud, el consuelo del matrimonio para una mujer honesta y la existencia de pretendientes que pudieran hacerse cargo de ella y de sus hijos. Pero Tiberio, desconfiado y a la defensiva, denegó la petición «consciente de su gran trascendencia política».Así lo reflejan las memorias de Agripina hija, la madre del emperador Nerón, que Tácito pudo consultar. A continuación, como sabemos, se precipitaron los acontecimientos que conducirían al exilio de Agripina y del hijo mayor Nerón y al encarcelamiento del segundo, Druso.

Un tiempo antes, Cayo había dejado la casa de su madre para vivir con su bisabuela Livia, la viuda de Augusto. La vida en contacto con la fría e influyente madre del
princeps
significó, sin duda, un choque para Cayo, privado de los afectos maternos, no obstante la corrección de las relaciones con su bisabuela. Pero Livia había superado los ochenta años, se encontraba, tras su intensa y larga vida, ya de vuelta de cualquier ambición, después de haber sido honorablemente relegada por su hijo —lo que jamás hubiera pensado después de sus titánicos esfuerzos por auparlo al poder—, y simplemente aceptó la presencia de Cayo, sin interesarse realmente por su educación o su futuro. Pero, al menos, con la bisabuela, el joven podía sentirse a salvo del incansable acoso de Sejano hacia su familia.

La vida en casa de Livia no duró mucho. En el año 29, la vieja dama moría y la ausencia del último manto protector precipitaba la ruina de Agripina y de sus dos hijos mayores. El resto de la familia, Cayo y dos de sus hermanas, Livila y Drusila —Agripina, entre tanto, se había casado—, se vieron obligados a buscar un nuevo hogar. Entonces Cayo tuvo su primera intervención pública, cuando, desde los
rostra
—la tribuna del foro romano adornada con las proas (
rostra
), de barcos capturados al enemigo—, pronunció el elogio fúnebre de su bisabuela.

Fue Antonia, la abuela materna, quien recogió a los huérfanos. Antonia era hija de Marco Antonio y de su cuarta esposa, Octavia, la hermana de Augusto. A sus setenta y tantos años era, tras la muerte de Livia, el personaje más influyente de la casa imperial, y atesoraba todo el orgullo de su noble ascendencia. Pero la influencia que Livia había invertido y, a veces, derrochado, en interferir en los destinos del imperio para apagar su sed de ambición, en Antonia sólo era un medio de mostrar, con el comportamiento intachable de una auténtica aristócrata, su lealtad hacia el
princeps
y la familia imperial. Y esta actitud le había granjeado un general respeto y estima, no obstante o precisamente por su franqueza, que la impulsaba a expresar sus opiniones de forma explícita y directa, sin temor a herir susceptibilidades o parecer impertinente.

En Antonia se había podido conjuntar armónicamente la imposible relación de los dos linajes antagónicos de los que procedía. Y así, al tiempo que disfrutaba de autoridad en la casa de los Julio-Claudios, extendía sus relaciones familiares y contactos al Oriente, donde otrora su padre Antonio había encarnado la majestad de Roma como triunviro. Mantenía estrechas relaciones con la casa real de Mauretania, a través de su medio hermana, la esposa del rey juba II, Cleopatra Selene, hija de Antonio y de la última reina de Egipto. En la capital de Egipto, Alejandría, contaba con extensas propiedades, que administraba en su nombre un potentado judío, Alejandro Lisímaco, hermano de Filón, una de nuestras fuentes principales y no de las menos negativas— para la reconstrucción del principado de Cayo. La familia real de Judea, en especial Berenice, nuera de Herodes el Grande, mantenía con Antonia una estrecha amistad, hasta el punto de enviarle a su hijo Agripa para ponerlo bajo su cuidado en Roma.También era su amigo Cotis, el rey de Tracia, cuyos tres hijos, igualmente, completaron su educación en Roma como huéspedes de la egregia dama.

No conocemos las relaciones de Cayo con su abuela, cuyo orgullo e integridad se avenían mal con las exteriorizaciones de cariño, la dispensa de mimos o la permisividad en los caprichos. Se achaca a Cayo que, una vez emperador, la había obligado a suicidarse, harto de sus críticas y reproches. Sin posibilidad de confirmarlo, no es, en todo caso, extraño que las relaciones no fuesen excesivamente afectuosas. Pero durante los tres años que pasó en casa de Antonia, Cayo iba a vivir experiencias que marcarían profundamente su vida. Una de ellas, la profunda admiración por Marco Antonio, el padre de su abuela, que la dama veneraba y que presentaba al nieto como modelo, tan alejado del ofrecido por Augusto. El rechazo a los tradicionales moldes romanos, excesivamente rígidos y encorsetados, frente a la libertad de acción, el individualismo, la búsqueda de nuevos horizontes o la afirmación del yo hasta los límites sobrehumanos de la mitificación heroica, presentados como objetivos vitales del idealizado gran perdedor de Actium, debieron despertar en la imaginativa mente del joven Cayo anhelos que podrían explicar algunos de sus comportamientos cuando, andando el tiempo, se convirtió en emperador. Pero también influyó, y mucho, en el moldeo de su personalidad la estrecha relación, como compañeros de juegos y amigos, con los pupilos de Antonia, Marco julio Agripa y los hijos del rey de Tracia, educados en un concepto, extraño al mundo romano, de monarquía autoritaria, al estilo oriental, en la que el término de ciudadano, tan impreso en la idiosincrasia romana, quedaba sustituido por el de simple súbdito, donde la voluntad omnímoda del rey era la única ley, y su persona, no sólo sagrada, sino divina. Otras muchas personalidades que frecuentaban la casa de Antonia trabaron relación en esta época con el joven Cayo, que, como hijo de Germánico, despertaba interés y simpatía.

Pero aún hay otra relación durante la estancia en casa de Antonia en la que es preciso detenerse, que, si bien confirmada por las fuentes antiguas, ha despertado en la investigación dudas sobre su autenticidad, o al menos pasa de puntillas sobre su alcance. Se trata de la acusación de incesto de Cayo con sus tres hermanas y, en particular, con Drusila, que se prolongaría tras su elevación al trono. Según Suetonio:

Tuvo comercio incestuoso y continuo con todas sus hermanas… Se dice que llevaba aún la pretexta [el vestido de la niñez] cuando arrebató la virginidad a Drusila, y un día le sorprendió en sus brazos su abuela Antonia, en cuya casa se educaban los dos.

Una anécdota, transmitida por otra fuente, incide en la noticia. Ya emperador, preguntó Cayo a Pasieno Crispo, un personaje conocido por su ingenio, si él también había practicado el sexo con sus hermanas. La ingeniosa y diplomática respuesta, «todavía no», superó la embarazosa pregunta, que pretendía involucrarle como cómplice en las mismas prácticas incestuosas de las que Cayo se jactaba.

De hecho, el incesto en Roma era considerado tan obsceno y degradante como hoy, aunque se conocieran casos famosos como el de Clodio, el tribuno de la plebe aliado de César, con sus dos hermanas. Se ha invocado como justificación el precedente de los matrimonios entre hermanos, frecuentes en el Egipto de los Ptolomeos, que, para Cayo, en su obsesiva imitación del Oriente helenístico, habrían constituido un modelo a seguir. Pero más bien, al menos en esta etapa de su vida, no puede considerarse otra cosa que la desviación sexual de un adolescente, tan hambriento de experiencias como ayuno de un sólido código moral.

Fue en esta época cuando, con un evidente retraso con respecto a sus hermanos, Cayo se inició en la vida pública, elegido, con el hijo de Sejano, como miembro del colegio de los pontífices por recomendación del propio Tiberio, que en la carta redactada a este propósito, según Dión Casio, alababa su lealtad, pareciendo mostrar su intención de hacerle su sucesor en el trono. Ello, como es lógico, le convertía en el próximo objetivo de Sejano. Pronto hubo de darse cuenta de los riesgos que entrañaban la popularidad y el afecto del
princeps
. El prefecto del pretorio inició el acostumbrado camino con el que había logrado eliminar a Nerón y Druso, preparando contra Cayo intrigas y denuncias. Pero fue el propio Tiberio quien rompió la ominosa tela de araña, cuando, a finales del año 30, reclamó la presencia de su bisnieto en la isla de Capri, a su lado.

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