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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (40 page)

BOOK: Césares
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También los miembros vivos de la familia recibieron sus correspondientes honores. A la abuela, Antonia, se le otorgaron los mismos derechos de que había disfrutado Livia, entre ellos, el título de
Augusta
. Iba a tener poco tiempo de ostentarlo, porque apenas un mes después moría, a la edad de setenta y tres años. Que Cayo hubiera acelerado su muerte con disgustos e indignidades o, incluso, que la asesinara envenenándola, como insinúa Suetonio, no parece probable, a tenor del breve tiempo transcurrido entre la llegada de Cayo a Roma y la muerte de la anciana.

Pero los principales honores iban a ser tributados a sus tres hermanas, Drusila, Livila y Agripina. Recibieron el título, con los privilegios que comportaba —entre ellos, el de asistir a los juegos de circo desde la tribuna imperial—, de «Vírgenes Vestales honorarias», lo que no dejaba de ser un curioso honor, concedido por quien supuestamente les había arrebatado antes la virginidad. Además, sus nombres fueron incluidos en las fórmulas públicas de juramento y en las oraciones ofrecidas anualmente por los magistrados y sacerdotes por el bienestar del emperador y del Estado.

Ni siquiera su tío Claudio, ignorado por la familia imperial como deficiente mental, fue dejado de lado en el reparto de honores: Cayo lo eligió como colega para su primer consulado. Más aún: los temores por la suerte de Tiberio Gemelo, el otro heredero de Tiberio, al que la invalidación del testamento había privado de su calidad de coheredero, se mostraron infundados cuando Cayo decidió adoptarlo —no importa que sólo fuese siete años mayor que él—, haciéndole investir la
toga virilis
. Añadió además un insólito privilegio, al otorgarle el título de «Príncipe de la Juventud», un antiguo honor reservado a los jóvenes de la nobleza republicana, que Augusto había desempolvado para sus nietos, Cayo y Lucio, como sus futuros sucesores y que, desde entonces, designaría a los herederos al trono.

Tras los honores familiares llegó el turno a los primeros actos de gobierno. Cayo aprovechó el discurso de investidura del consulado para presentar su programa, con unas líneas maestras marcadas por la moderación, la clemencia y el deseo de cooperación con el Senado, de acuerdo con el programa de Augusto y bien diferente del que Tiberio había desarrollado durante su principado. Esta diferencia quedó enfáticamente marcada cuando, para sorpresa y alegría de los senadores, declaró la abolición de los procesos de lesa majestad, que durante el gobierno de Tiberio habían causado tantos estragos entre los miembros de la Cámara. Calígula proclamó su buena voluntad hacia todos aquellos que se habían visto involucrados en ataques contra miembros de su familia y, para demostrarlo, ordenó quemar en público —según su propia declaración, sin haberlos leído— los documentos y las cartas inculpatorias adjuntas a los respectivos procesos. Anuló los que todavía se hallaban en curso e hizo volver a Roma a los condenados al exilio. Mandó perseguir a los delatores, la odiosa plaga que envenenaba los procesos judiciales, y, en un gesto populista, devolvió las elecciones al pueblo, el inmemorial privilegio que Tiberio, sin duda, con buen criterio, había trasladado al Senado para acabar con la corrupción y los sobornos que los procesos electorales fomentaban en Roma, pero que proporcionaban a la plebe parasitaria ciudadana una sustanciosa fuente de ingresos. En suma, una nueva era de libertad parecía disipar finalmente las nubes del tenebroso principado de Tiberio, impresión que se extendió incluso al mundo del intelecto con el gesto de Cayo de volver a permitir la libre circulación de escritos, suprimidos por decreto senatorial, por su contenido republicano o difamatorio contra miembros de la familia imperial.

Sería difícil no ver en el populismo y la magnanimidad de estos primeros días una mano mentora que guiaba los actos de Cayo y que no podía ser otra que la del prefecto Macrón. Ya desde la época de Capri, si hemos de creer a Filón de Alejandría, Macrón velaba por que Cayo mostrase la dignidad de su condición, evitando gestos, actitudes y actos que pudieran llamar la atención negativamente sobre su futuro de príncipe: despertarle, si le veía dormirse en los banquetes, reconvenirle si mostraba excesivo entusiasmo o reía a carcajadas en las danzas y espectáculos o aconsejarle sobre las virtudes que debían adornar al buen gobernante, movido no tanto por afecto hacia Cayo, sino, como dice Filón, «por el deseo de que su propia obra perdurase y no fuese destruida ni por su propia mano ni por otro». La ascendencia de Macrón continuó en los primeros meses del principado y la absoluta confianza que Cayo le dispensaba queda manifiesta en la anécdota, transmitida por Suetonio, de la negativa del príncipe a conceder a su propia abuela Antonia una audiencia privada sin la presencia del prefecto, alegando que no había nada que hubiera de esconder a su fiel consejero.

Pero Filón también menciona a otro personaje que, durante cierto tiempo, tuvo una fuerte ascendencia sobre Cayo. Se trata del consular Marco junio Silano, cuya hija había desposado el príncipe y que había muerto poco después de parto. En palabras de Filón:

La temprana muerte de su hija no interrumpió su adhesión a Cayo, y continuaba profesándole un afecto más propio de un legítimo padre que de un suegro, convencido de que al hacer de su yerno un hijo alcanzaría la reciprocidad que el principio de equidad reclama… Sus palabras eran en todo momento las propias de un protector, y no ocultaba cosa alguna de las que tocaban al mejoramiento y provecho de los hábitos, la conducta y el gobierno de Cayo, contando para su franqueza con la gran autoridad que le venía de la sobresaliente nobleza de su linaje y la estrecha vinculación nacida del matrimonio de su hija y Cayo

Uno y otro contribuyeron a facilitar la subida de Cayo al trono y a configurar las líneas maestras con las que debía presentarse el nuevo
princeps
. Si Macrón podía inclinar a favor de Cayo tanto a las fuerzas militares de la Urbe como a los jefes de los ejércitos provinciales, Silano, como primer miembro de la lista de senadores, con el privilegio de prelación en las discusiones, estaba en la mejor posición para ejercer de correa de transmisión entre el poder fáctico y el no por ficticio menos trascendental del Senado.

Aparte de honores dispensados a familiares y amigos y de los discursos programáticos de buena voluntad, no hay duda de que el esfuerzo principal de los primeros meses de gobierno lo dirigió Calígula a fortalecer su posición de legítimo heredero del principado, mostrando ante la opinión pública, como importante elemento de propaganda, los fuertes lazos que le ligaban a su fundador, Augusto. Al renombrar el mes de septiembre con el de su padre, se establecía una cadena, que, en sucesión, proclamaba la propia ascendencia de Cayo: César (julio),Augusto (agosto) y Germánico (septiembre). No obstante, el punto culminante de estos intentos fue la ceremonia de consagración del templo de Augusto, que, decretado tras su divinización, en el mismo año de su muerte, 14 d.C., había sido construido a lo largo del reinado de Tiberio. Se trataba de una magnífica ocasión para mostrar de forma clamorosa la continuidad de su reinado con el del fundador del principado. Y, naturalmente, estuvo acompañada de espléndidos espectáculos, para que la celebración quedara para siempre impresa en el recuerdo de los romanos: carreras de caballos, sesiones teatrales y juegos circenses como hasta entonces no se habían visto en Roma, que incluían una cacería de fieras salvajes, en la que fueron sacrificados cuatro centenares de osos y otros tantos leones, traídos de Libia. No obstante, el punto culminante debía ser la propia consagración, en la que Calígula, en hábito de triunfador y acompañado por un coro de jóvenes nobles y doncellas, cumplió el preceptivo sacrificio.

Si en el inicio de su gobierno Cayo había mostrado una actitud de falsa modestia, con la renuncia a los honores dirigidos a su persona y a cualquier exhibicionismo de su condición imperial, ahora, en conexión con el nuevo simbolismo ligado a la figura de Augusto, se hizo otorgar finalmente el título de Padre de la Patria y el derecho a utilizar la corona cívica —la guirnalda de hojas de roble que en época republicana se concedía al soldado que en batalla hubiese salvado la vida de otro ciudadano—, un honor que, precedentemente, había sido votado a César, Augusto y Tiberio. Todavía, en adición a ambas distinciones, el Senado añadió el ofrecimiento de un escudo de oro, que cada año debería ser llevado en solemne procesión hasta el Capitolio, y cuyo precedente, una vez más, se remontaba a Augusto, a quien la cámara se lo había concedido el año 27 a.C.

La enfermedad de Cayo

H
asta el momento, Calígula había cumplido su papel a la perfección y la atmósfera exultante de los primeros meses, transcurridos entre actos, espectáculos y ceremonias, mantenían aún cubierto el velo de una verdadera gestión de gobierno. A finales del verano de 37 d.C., Cayo y su tío Claudio, dos meses después de investir el consulado, depusieron el cargo a favor de los correspondientes
suffecti
, los sustitutos que, según la costumbre implantada en el principado, se sucedían durante el mismo año para permitir a otros miembros de la nobleza disfrutar, al menos unos meses, del privilegio de la más alta magistratura. Y fue entonces cuando Cayo fue atacado por una grave enfermedad.

Se ha especulado mucho con la naturaleza de esta enfermedad y, sobre todo, con la posibilidad de considerarla causa inmediata de la su puesta locura de Cayo. Las fuentes mencionan síntomas, como continuos insomnios, ataques de epilepsia y, en general, delicado estado de salud, y la investigación ha intentado traducirlos a términos patológicos, tanto físicos como psíquicos. Una teoría —la del doctor Esser— considera que los desórdenes de Calígula no pueden explicarse desde un punto de vista puramente físico —encefalitis o hipertiroidismo—, sino desde una patología de tipo esquizofrénico. Sus síntomas: palidez de piel, insomnio, agitación durante emociones fuertes, actitudes caprichosas, impulsos contradictorios, relaciones agrias con el entorno…, indican una alteración psíquica progresiva, que condujo a Calígula a la psicosis, con estados esquizoides transitorios, aunque sin evolucionar hasta el estadio final de confusión mental, la esquizofrenia. La opinión predominante, no obstante, entre los especialistas que se han ocupado del caso de Calígula, es considerarlo como un psicópata, de acuerdo con las características que les son comunes: pérdida de la capacidad de autodeterminación, movimientos violentos y descoordinados, perversión del principio moral y desconocimiento del orden de valores sociales, problemas de temperamento, de costumbres y de sentimientos y, en fin, ausencia de esfuerzos por integrarse socialmente, rasgos todos que se ajustan al temperamento del emperador.

Pero también existe en la investigación una fuerte tendencia a poner en duda la ilación entre enfermedad y locura. Hay razones para dudar del contraste simplista entre unos primeros días llenos de esperanza y un reinado posterior caracterizado por la tiranía y el despotismo, como consecuencia de la trágica secuela de una inesperada enfermedad. Esos comienzos son demasiado idílicos para no ver en ellos la infantil intención de los anecdotistas antiguos de acumular toda la serie de acciones laudables del
princeps
al principio de su reinado para hacer más dramático e inesperado el punto en el que Cayo, con una transformación de su personalidad, se convierte en un monstruo de perversión y locura, capaz de cualquier crimen.Tampoco han faltado otras explicaciones: los comienzos habrían estado fríamente calculados para confirmar, tanto entre las clases altas de los senadores y caballeros como en el ejército y el pueblo, las esperanzas de un principado dorado, de un ideal de gobierno simbolizado en la memoria de Germánico, o simplemente habrían estado inspirados en la vaga benevolencia universal de Cayo, producida por el inesperado bie nestar de hallarse en posesión del poder. Pero, ficción literaria, espíritu de cálculo o capricho, las fuentes coinciden en un espectacular cambio en la actitud del
princeps
, caracterizada desde ahora por la arbitrariedad y el despotismo, y lo ponen en conexión con esta grave enfermedad, seis meses después de su acceso al trono, superada con la fatal secuela de una irrecuperable locura.

La investigación, no obstante, tiende a minimizar las diferencias entre los
periodos
anterior y posterior a la enfermedad y a atribuir los excesos de Cayo no tanto a una perturbación mental como a la aparición de una especie de exasperación, producida por la concentración de un poder ilimitado en las manos de un hombre débil, vacío de principios morales y falto de preparación para el responsable uso de una inmensa autoridad. La supuesta locura pudo ser sólo el resultado de la intemperancia desatada en un espíritu intoxicado por el poder y lanzado a la materialización de un completo absolutismo, cuyas raíces habría que buscar en la tradición familiar y en la atmósfera de intriga vivida en la niñez y adolescencia. Caligula, acostumbrado desde niño al calor de la popularidad y el orgullo de una ascendencia privilegiada, hubo de sufrir en una edad fácilmente influenciable un trágico destino: dos hermanos sacrificados a la intriga, la madre desterrada y él, entre el temor y el disimulo, obligado a vivir en el entorno del responsable directo de tanta desgracia, el odiado Tiberio. No es improbable que las posibilidades de poder, concentradas de forma inesperada en manos de un joven inexperto, con una general disposición de ánimo inestable y débil, le llevaran a actuar con creciente irresponsabilidad. Las acusaciones que hacen de Cayo un monstruo de diabólica crueldad en búsqueda de retorcidos placeres, un tirano de tendencias megalómanas en el que se acumulan atropelladamente crimen sobre crimen, disparate sobre disparate, sin un hilo conductor fuera del imposible intento de un análisis clínico-patológico, son, sin embargo, susceptibles de ordenación para hallar un común denominador, una conducta lógica, que elimine la posibilidad de aceptar la tesis de pura y simple locura, en el sentido de alteración patológica de su organismo como consecuencia de la enfermedad. No se trata de justificar un carácter o desautorizar a unas fuentes que sólo acumulan anécdotas escandalosas, con todo su fondo de verdad: sin duda, Cayo ha llevado sobre sus hombros la carga fisica de una debilidad hereditaria y de un temperamento neurasténico, agravada por la carga moral de una adolescencia falta de educación y sobrada de malos ejemplos. Se pretende más bien superar la anécdota y analizar el gobierno del joven
princeps
en el contexto de las coordenadas históricas en las que su reinado se inserta. Quizás de esta manera, si no puede levantarse el juicio que lo califica de tirano, es posible al menos hallar una clave que explique tal juicio y, con ello, profundizar en los problemas del régimen del principado.

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