Césares (2 page)

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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

BOOK: Césares
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Si bien es cierto que la historia no la hacen los individuos, sino la sociedad en la que se insertan, también es verdad que ciertos individuos, convertidos en mitos, han marcado el carácter de un tiempo, de una época. Aunque el imperio fundado por Augusto mantuvo su vigencia durante cinco siglos, fueron, no obstante, los primeros césares, todos ellos integrantes de una misma familia, los que marcaron la impronta que el imaginario popular ha conservado sobre la Roma imperial. Sin duda, han confluido en esta imagen una serie de elementos, y de ellos, el más importante es la propia tradición histórica y, en especial, las obras de Suetonio y Tácito, que constituyen la base principal de nuestro conocimiento. Las biografias, escandalosas y plagadas de anécdotas, del primero y el relato tenso y dramático, año por año, del segundo, complementarios en su misma diferencia, han trazado la senda de los cientos de interpretaciones que, desde la historia, la novela, el teatro, la plástica o el cine han intentado reconstruir o recrear, en una buena cantidad de casos con exageraciones y deformaciones, la imagen tanto de los portadores del poder y de muchos de los personajes de su inmediato especial, de las mujeres de la domas imperial: Livia, las dos Julias, Drusila, Mesalina, Agripina, Popea…, como del escenario inmediato o remoto en el que cumplieron su existencia: Roma y su imperio, en los decenios anteriores y siguientes al cambio de era.

Pero también el carácter absoluto del poder imperial, el mayor que haya ejercido jamás un hombre solo, y los excesos cometidos en el ejercicio de ese poder han estimulado la transformación de los primeros césares en personajes míticos o, cuanto menos, en estereotipos difíciles de desmontar, a los que se les ha adjudicado una precisa «etiqueta»: César, de ambicioso conquistador; Augusto, de moderado y reflexivo hombre de Estado; Tiberio, de resentido misántropo; Calígula, de excéntrico demente; Claudio, de sabio distraído; Nerón, en fin, de sádico comediante.

Hay razones suficientes para volver una vez más, desde una óptica estrictamente histórica, sobre estos personajes. Aunque se les ha dedicado un número casi inabarcable de obras y artículos, siguen siendo, como la propia época en la que se inscriben, un terreno fecundo para la controversia. Por otra parte, el análisis de sus reinados permite reflexionar sobre el difícil ejercicio del poder y sobre el destino de quienes, impotentes, se ven obligados a soportar las ambiciones y miserias de aquellos que, justa o injustamente, han sido escogidos para ejercerlo. He elegido para redactarlo el género biográfico, del que se sirvió Suetonio en su
De vita XII
Caesar
um (Sobre la vida de los doce Césares)
, ya que, a mi entender, cala de forma más inmediata y con mayor frescura en el lector interesado en la historia. Y lo he hecho de la mano de los textos clásicos, a los que he dejado a menudo hablar directamente, porque contribuyen a transmitir el efecto de lo inmediato, de lo directo, sin pasarlo por el tamiz de la interpretación. Pero también me he servido del resto de las fuentes primarias que la investigación histórica ha reunido y ordenado pacientemente, así como de una escogida bibliografía. La historia es interpretación y, como tal, difícilmente puede renunciar a la subjetividad. No obstante, mediante la comparación entre las múltiples fuentes y el cotejo de las interpretaciones, desde ópticas y ambientes muy diversos, que los estudiosos han ofrecido en las últimas décadas, he procurado elaborar esta síntesis de los seis primeros césares con el espíritu que el propio Tácito, al comienzo de sus
Historias
, considera lema de todo historiador: «De ninguno hablará con afecto o rencor quien hace profesión de honestidad insobornable».

Agradezco a los editores de La Esfera de los Libros haberme animado a redactar este trabajo, que dedico a Liana, mi más crítica lectora, en humilde reconocimiento al más preciado regalo que jamás he recibido: mis nietos, Oscar y Alberto.

INTRODUCCIÓN

La república agonizante

L
a Roma en la que nació Cayo julio César era, desde más de medio siglo antes, el centro neurálgico de un imperio que, extendido por gran parte de las riberas del Mediterráneo, justificaba que sus dueños lo hubiesen rebautizado orgullosamente como «nuestro mar» (
mare nostrum
).

La Ciudad había surgido de la concentración de varias aldeas de chozas, levantadas sobre las colinas que rodean el último codo que forma el río Tíber antes de desembocar en el mar Tirreno. La estratégica situación de la comunidad romana en la ruta terrestre que ponía en comunicación a los ricos y poderosos etruscos de la Toscana con los griegos establecidos en torno al golfo de Nápoles decidió su fortuna, elevándola por encima de las ciudades vecinas del Lacio. Roma, bajo influencia etrusca, a lo largo del siglo VI a.C. se transformó en una floreciente ciudad, dirigida por una aristocracia agresiva. Y este gobierno, con el instrumento de un ejército ciudadano disciplinado, en los primeros decenios del siglo III a.C. logró imponer su efectivo dominio a la mayor parte de las comunidades de la península Itálica. Las Guerras Púnicas, dos largos y sangrientos enfrentamientos a lo largo de ese mismo siglo contra la potencia norteafricana de Cartago, que controlaba el comercio marítimo en el Mediterráneo occidental, proporcionaron a Roma la hegemonía indiscutida sobre este lado del mar; cincuenta años después, a mediados del siglo II a.C., Roma dominaba también sus riberas orientales, imponiendo su voluntad sobre los reinos helenísticos surgidos del efímero imperio levantado por Alejandro Magno.

En sus orígenes, la ciudad del Tíber había estado gobernada por una monarquía, cuyo poder se vio obligada a compartir con los miembros de un consejo, constituido por los jefes de las familias que controlaban los hilos económicos y sociales de la comunidad romana. Cuando el último rey, Tarquinio el Soberbio, a finales del siglo VI a.C., trató de robustecer su poder apoyándose en los elementos menos favorecidos de la sociedad —los los dirigentes de estas poderosas familias desencadenaron un golpe de Estado, que expulsó al rey e impuso en Roma un gobierno oligárquico, la
res publica
. Desde la instancia colectiva del Senado, estos elementos aristocráticos, conocidos como patricios, se hicieron con el control del Estado, administrado por un número indeterminado de magistrados, de los que dos cónsules constituían la instancia suprema. Ambos cónsules estaban investidos durante su año de mandato, lo mismo que los magistrados inmediatamente inferiores en dignidad, los pretores, de
imperium
o poder de mando, que les autorizaba a dirigir tropas en nombre propio. Con este término se relaciona el de
imperator
, con el que los soldados aclamaban a su comandante en jefe tras una victoria y que daba al magistrado la posibilidad de que el Senado le otorgara el más ambicionado galardón, el triunfo.
[1]

Las guerras en las que el estado patricio se vio implicado en el contexto del complejo mosaico político de la Italia central obligaron a sus dirigentes a recurrir a los plebeyos para cubrir las crecientes necesidades del ejército. Pero entonces sus líderes, aquellos que contaban con abundantes bienes de fortuna, iniciaron una serie de reivindicaciones, que, con alternancia de episodios virulentos y períodos de calma, condujeron finalmente, hacia la mitad del siglo IV a.C., a la equiparación política de patricios y plebeyos. Se produjo entonces, paulatinamente, la sustitución de una sociedad basada en la preeminencia de unos grupos privilegiados gentilicios por otra más compleja, en la que riqueza y pobreza se erigían como elementales piedras de toque de la dialéctica social. Los plebeyos ricos pudieron acceder al disfrute de las magistraturas y a su inclusión en el Senado, el máximo organismo colectivo del Estado, dando así origen a una nueva aristocracia, la
nobilitas
patricio-plebeya.

Como aristocracia política, sus miembros consideraban como máxima aspiración vital el servicio al Estado, a través de la investidura de las correspondientes magistraturas. Los aspirantes eran elegidos en los comicios, las asambleas populares, que ofrecían así al ciudadano común la posibilidad de participar, aunque de forma pasiva, en el gobierno del Estado. Pero Roma, además de una ciudad-estado, se convirtió, como hemos visto, no en pequeño grado gracias a la tenacidad de su aristocracia rectora, en cabeza de un imperio mundial.

El sometimiento de amplias zonas del Mediterráneo, conseguido por Roma en la primera mitad del siglo II a.C., no se acompañó de una paralela adecuación de las instituciones republicanas, propias de una ciudadestado, a las necesidades de gobierno de un imperio. Tampoco el orden social tradicional supo adaptarse a los radicales cambios económicos producidos por el disfrute de las enormes riquezas obtenidas gracias a las conquistas y a la explotación de los territorios sometidos. Este doble divorcio entre medios y necesidades políticas, entre economía y estructura social, iba a precipitar una múltiple crisis política, económica, social y cultural, cuyos primeros síntomas se harían visibles hacia la mitad del siglo II a.C.

Fue en la milicia, el instrumento con el que Roma había construido su imperio, donde antes se hicieron sentir estos problemas. El ejército romano era de composición ciudadana, y para el servicio en las legiones se necesitaba la cualificación de propietario (
adsiduus
). El progresivo alejamiento de los frentes y la necesidad de mantener tropas de forma ininterrumpida sobre un territorio se convirtieron en obstáculos insalvables para que el campesino pudiera alternar, en muchas ocasiones, sus tareas con el servicio en el ejército, y generaron una crisis de la milicia. La solución lógica para superarla —una apertura de las legiones a los no propietarios (proletaria)— no se dio; el gobierno prefirió recurrir a medidas parciales e indirectas, como la reducción del censo, es decir, de la capacidad financiera necesaria para ser reclutado.

Las continuas guerras del siglo II a.C. hicieron afluir a Roma ingentes riquezas, conseguidas mediante botín, saqueos, imposiciones y explotación de los territorios conquistados. Pero estos beneficios, desigualmente repartidos, contribuyeron a acentuar las desigualdades sociales. Sus beneficiarios fueron las clases acomodadas y, en primer término, la oligarquía senatorial, una aristocracia agraria. Y estas clases encauzaron sus inversiones hacia una empresa agrícola de tipo capitalista, más rentable, la
villa
, destinada no al consumo directo, sino a la venta, y cultivada con mano de obra esclava.

Los pequeños campesinos, que habían constituido el nervio de la sociedad romana, se vieron incapaces de competir con esta agricultura y terminaron por malvender sus campos y emigrar a Roma con sus familias, esperando encontrar allí otras posibilidades de subsistencia. Pero el rápido crecimiento de la población de Roma no permitió la creación de las necesarias
infra
estructuras para absorber la continua inmigración hacia la Ciudad de campesinos desposeídos o arruinados. La doble tenaza del alza de precios y del desempleo, especialmente grave para las masas proletarias, aumentó la atmósfera de inseguridad y tensión en la ciudad de Roma, con el consiguiente peligro de desestabilización política. En una época en la que el Estado tenía necesidad de un mayor contingente de reclutas, éstos tendieron a disminuir como consecuencia del empobrecimiento general y de la depauperación de las clases medias, que empujaron a las filas de los
proletarii
a muchos pequeños propietarios. Así, a partir de la mitad del siglo II a.C., se hicieron presentes cada vez en mayor medida dificultades en el reclutamiento de legionarios.

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