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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Cetaganda (7 page)

BOOK: Cetaganda
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—De acuerdo, veamos los daños —exigió Iván. Apoyó una de las pantorrillas de Miles sobre su rodilla y enrolló la pernera del pantalón—. Jo, esto tiene que ser muy doloroso.

—Bastante —aceptó Miles.

—No puede haber sido un intento de asesinato, eso no —dijo Vorob'yev, con los labios apretados, la mente febril, buscando respuestas.

—No —confirmó Miles.

—Según Bernaux, su gente examinó la escultura antes de instalarla. La registraron pero, claro, andaban buscando bombas y micrófonos.

—Seguro que la examinaron. Esa cosa no puede hacer daño a nadie… excepto a mí…

Vorob'yev seguía el razonamiento sin dificultades.

—¿Una trampa?

—Demasiado elaborada, me parece —hizo notar Iván.

—No estoy seguro —dijo Miles.
Se supone que no debo estar seguro. Ésa es la gracia del asunto
—. Tiene que haberles llevado días, tal vez semanas, prepararlo todo. Ni siquiera nosotros sabíamos que íbamos a venir hasta hace dos semanas. ¿Cuándo llegó ese trasto a la embajada marilacana?

—Según Bernaux, anoche —dijo Vorob'yev.

—Antes de que llegáramos nosotros. —
Antes del pequeño encuentro con el hombre sin cejas. No pueden estar relacionados… ¿o sí?
—. ¿Desde cuándo saben que asistiríamos a esta fiesta?

—Las embajadas prepararon las invitaciones hace unos tres días —dijo Vorob'yev.

—Muy poco tiempo para tratarse de una conspiración —observó Iván.

Vorob'yev lo pensó un poco.

—Creo que tengo que aceptar su punto de vista, lord Vorpatril. ¿Lo consideramos un desgraciado accidente entonces?

—Por ahora —dijo Miles.
No fue un accidente. Me tendieron una trampa. A mí, personalmente. Cuando llega la primera salva, hay que darse cuenta de que ha estallado la guerra
.

Excepto que, generalmente, uno conocía las razones por las que se había declarado la guerra. La idea de jurar que no volverían a atraparlo con la venda sobre los ojos era excelente, pero ¿quién era el enemigo? ¿Quién lo había atrapado esa primera vez?

Apuesto a que sus fiestas son excelentes, lord Yenaro. No me perdería la próxima por nada del mundo
.

3

—El nombre correcto de la residencia imperial cetagandana es Jardín Celestial —dijo Vorob'yev—, pero en toda la galaxia lo conocen como Xanadú. Enseguida verán por qué. Duvi, por favor, por la entrada panorámica.

—Sí, milord —dijo el joven sargento que conducía. Alteró el programa de control. El auto de la embajada barrayaresa se elevó en el aire y se lanzó hacia un brillante conjunto de torres.

—Despacio, por favor, Duvi. A estas horas de la mañana mi estómago…

—Sí, milord. —El piloto hizo una mueca de decepción y puso el vehículo a una velocidad más sensata. Se elevaron, rodearon un edificio que, según calculaba Miles, debía de tener más de mil metros de altura y se elevaron de nuevo. El horizonte desapareció.

—Uauuu —dejó escapar Iván—. Es la mayor cúpula de fuerza que he visto en toda mi vida. No sabía que se podían expandir hasta este tamaño.

—Consume la energía de toda una planta generadora —dijo Vorob'yev—. Toda la planta dedicada a la cúpula. Y otra planta para el interior.

Una burbuja aplastada y opalescente de seis kilómetros de ancho reflejaba el sol vespertino de Eta Ceta. Se alzaba en el centro de la ciudad como un enorme huevo en un bol, una perla de valor incalculable. Estaba rodeada por un parque de un kilómetro de ancho lleno de árboles y luego por una calle plateada, seguida de otro parque y una calle normal muy transitada. Desde ahí, se abrían ocho anchas avenidas dispuestas como los radios de una rueda. La cúpula quedaba en el centro de la ciudad. En el centro del universo, fue la impresión de Miles. Una impresión intencional, buscada.

—El acto de hoy es una especie de ensayo general para la ceremonia que se desarrollará dentro de una semana y media —siguió diciendo Vorob'yev—. Asistirá todo el mundo: ghemlores, hautlores, visitantes de la galaxia y demás. Seguramente se producirán retrasos de organización. Eso no tiene importancia… siempre que no sean por culpa nuestra. Me pasé más de una semana negociando para conseguirles un rango oficial y un lugar.

—¿Y consiguió…? —preguntó Miles.

—Ustedes dos estarán entre los ghemlores de segundo orden. — Vorob'yev se encogió de hombros—. Más, imposible.

Entre la multitud pero bien situados. El mejor lugar para observar los acontecimientos sin llamar la atención, consideró Miles. Parecía una buena idea. Los tres, Vorob'yev, Iván y él se habían puesto los uniformes funerarios de las Casas correspondientes, con galones y condecoraciones en seda negra sobre tela negra. El máximo de formalidad, porque estarían frente a la presencia imperial. A Miles le gustaba el uniforme de la Casa Vorkosigan, todos, el original marrón y plata o la versión que usaba en este momento, severa y elegante. Le gustaba porque las botas altas no sólo le permitían dejar los hierros sino que se lo exigían. Pero esa mañana ponerse las botas sobre las quemaduras había sido… doloroso. A pesar de que había tomado calmantes, seguramente iba a cojear más que de costumbre. No me olvido, Yenaro.

Descendieron en espiral hasta una pista de aterrizaje junto a la entrada sur de la cúpula, frente a un estacionamiento lleno de vehículos. Vorob'yev hizo un gesto para que se retirara el auto de superficie.

—¿No tenemos escolta, milord? —dijo Miles, con dudas, mirando cómo se iba la gente de la embajada mientras cambiaba de una mano a otra la larga caja de madera de abeto pulida.

Vorob'yev meneó la cabeza.

—De seguridad, no. Sólo el emperador cetagandano puede urdir un asesinato dentro del Jardín Celestial y si él quisiera eliminarle, lord Vorkosigan, ni un regimiento de guardaespaldas lograría sacarlo de ahí con vida.

Unos hombres altos de la Guardia Imperial Cetagandana, enfundados en uniforme formal, los llevaron hacia la puerta cerrada de la cúpula y los desviaron hacia una serie de plataformas flotantes dispuestas como autos abiertos, con asientos de seda blanca, el color del duelo imperial en Cetaganda. Cada uno de los grupos de las embajadas se ubicó en uno de los vehículos junto a sirvientes de la más alta jerarquía, vestidos de blanco y gris. Aunque, a pesar de su aspecto, tal vez no eran sirvientes. Las plataformas, programadas automáticamente para seguir una ruta predeterminada, arrancaron a paso tranquilo a unos diez centímetros del suelo, sobre senderos pavimentados de jade blanco que se bifurcaban en un jardín vasto poblado de arbustos de distintas especies. Aquí y allá, Miles vislumbraba los techos de los pabellones esparcidos por el parque, asomando por detrás de los árboles, como espiándolos. Todos los edificios eran bajos y privados, excepto algunas torres muy elaboradas que surgían en el centro del círculo mágico, a casi tres kilómetros de distancia. Aunque en el exterior el sol de la primavera de Eta Ceta brillaba con fuerza, el clima dentro de la cúpula estaba programado para simular una humedad gris, nubosa, apropiada para el luto, un cielo que prometía lluvia y que sin duda se negaría a cumplir su promesa.

Finalmente flotaron hacia un extenso pabellón al oeste de las torres centrales, donde otro sirviente se inclinó cuando bajaron de la plataforma y los condujo hacia el interior, junto con otra docena de delegaciones. Miles miró a su alrededor, tratando de identificarlas.

Los marilacanos, sí, ahí estaba la cabeza plateada de Bernaux, alguna gente vestida de verde que tal vez procedía de Jackson, una delegación de Aslund, que incluía al jefe de Estado —hasta tenían dos guardias, aunque desarmados—, los embajadores betaneses ataviados con casacas de brocado púrpura sobre negro y sarong del mismo color, todos presentes en honor de una mujer muerta que nunca los habría recibido cara a cara cuando estaba con vida. Surrealista era una palabra suave en estas circunstancias. Miles sentía que había cruzado la frontera hacia el País de las Maravillas y que cuando emergiera, apenas unas horas más tarde, habrían pasado cien años en el exterior. La galaxia entera tuvo que detenerse en el umbral para dejar pasar a la escolta del gobernador hautlord de una satrapía. Miles reconoció la pintura formal que le cubría la cara, anaranjada, verde, con líneas blancas.

La decoración interior era de una sobriedad sorprendente —de buen gusto, supuso Miles— y se basaba en motivos orgánicos: arreglos de flores frescas y plantas y pequeñas fuentes, como para llevar el jardín al interior. Los salones estaban silenciosos, sin ecos, y sin embargo la voz se difundía fácilmente: el lugar tenía una acústica extraordinaria. Circularon más sirvientes del palacio ofreciendo comida y bebida.

Un par de esferas color perla pasaron lentamente por el otro extremo del salón y Miles parpadeó mirando a las hautladies por primera vez. Mirándolas… o algo parecido.

Cuando no estaban en sus habitaciones privadas, las hautmujeres se escondían detrás de escudos de fuerza personales, que en general utilizaban la energía de sillas-flotantes, según le habían dicho. Los escudos cambiaban de color según el humor o el capricho de sus dueñas, pero en ese día todos estarían teñidos de blanco. La hautlady disfrutaba de una excelente visión pero nadie veía lo que había tras el escudo. Nadie podía tocarlas ni penetrar la barrera con bloqueadores, plasma, fuego de destructor nervioso, armas de proyectiles o explosiones menores. Desde luego, la pantalla también impedía disparar hacia el exterior, pero al parecer este detalle no preocupaba a las hautladies. El escudo podía cortarse en dos con una lanza de implosión gravitatoria, suponía Miles, pero las armas de implosión, siempre voluminosas debido a los equipos de energía, que pesaban varios cientos de kilos, eran estrictamente de campo, nunca de mano.

Dentro de las burbujas, las hautmujeres podían estar vestidas de cualquier forma. ¿Hacían trampa alguna vez? ¿Se ponían cualquier pingajo y zapatillas cómodas aunque la ocasión fuera muy formal? ¿Iban desnudas a las fiestas del Jardín? ¿Quién podía decirlo?

Se acercó un hombre alto, mayor, con el traje blanco que se reservaba a los haut y ghemlores. Tenía los rasgos austeros, la piel casi transparente, con arrugas muy finas. Tenía que ser el equivalente cetagandano de un mayordomo imperial, aunque con un título mucho más rimbombante: después de recoger las credenciales de manos de Vorob'yev, les dio instrucciones exactas sobre el lugar y los tiempos de procesión. La actitud del hombre revelaba sus prejuicios: por ejemplo, la seguridad de que si repetía las instrucciones en tono firme y las exponía con tranquilidad y sencillez, habría alguna posibilidad de que la ceremonia no quedara interrumpida por faltas o errores graves debidos a la extrema torpeza de los bárbaros extranjeros.

El hombre miró la caja pulida con la nariz aguileña.

—¿Este es su regalo, lord Vorkosigan?

Miles consiguió destrabar la caja y abrirla sin que se le cayera. En el interior, en un nido de terciopelo negro, había una antigua espada niquelada.

—El emperador Gregor Vorbarra ha elegido este regalo de su colección privada para honrar a su emperatriz. Es la espada que llevó su antepasado Dorca Vorbarra el justo en la Primera Guerra Cetagandana. —Una de las muchas espadas de Dorca Vorbarra… pero no hacía falta entrar en detalles—. Un artefacto histórico de valor incalculable e irreemplazable. Aquí está la documentación que acredita sus orígenes e historia.

—Ah. —Las cejas blancas y pobladas del mayordomo se alzaron en un gesto inconsciente. Tomó el paquete, sellado con la marca personal de Gregor, con mucho más respeto—. Por favor, exprese el agradecimiento de mi amo imperial al suyo. —Les dirigió una leve inclinación y se retiró.

—¡Bueno, bueno! Eso sí que funcionó —dijo Vorob'yev con satisfacción.

—Más vale que funcione, diablos —gruñó Miles—. Estos cetagandanos me rompen el corazón. —Le entregó la caja a Iván para que la llevara un rato.

Aparentemente, seguía sin pasar nada… retrasos en la organización, supuso Miles. Se alejó de Iván y Vorob'yev en busca de un trago caliente. Estaba a punto de coger algo que emitía vapor y que, según esperaba, no produciría efectos demasiado sedantes. Justo cuando extendía la mano hacia una bandeja que pasaba, una voz tranquila entonó junto a él:

—¿Lord Vorkosigan?

Miles se volvió y casi dejó escapar un suspiro. Un… una… mujer… no, un hombre… de baja estatura y rasgos andróginos y ancianos. Estaba de pie a su lado, ataviado con la ropa gris y blanca del personal de servicio de Xanadú. Tenía la cabeza calva como un huevo y era completamente lampiño. Ni siquiera tenía cejas.

—¿Sí… señor… señora?

—Ba —dijo aquella persona, en el tono de quien corrige con amabilidad el error de un ignorante—. Una dama desea hablar con usted. ¿Me acompañaría, por favor?

—Ah… claro, claro.

Su guía empezó a caminar sin hacer ruido y él siguió sus pasos, alerta. ¿Una dama? Con suerte, sería Mia Maz de la delegación vervani, que seguramente estaba en medio de esa multitud de mil personas. Miles sentía que estaba desarrollando algunas preguntas urgentes para Mia.
¿Sin cejas? Yo esperaba un contacto, sí, pero… ¿en este lugar?

Salieron del vestíbulo. Cuando perdió de vista a Vorob'yev e Iván, Miles se puso aún más nervioso. Siguió a su guía, que se deslizó por una serie de corredores y atravesó un jardín lleno de musgo y pequeñas flores cubiertas de rocío. Los ruidos del vestíbulo de recepción llegaban todavía hasta ellos en el aire húmedo. Entraron en un pequeño edificio, abierto hacia el jardín a los dos lados, con un suelo de madera negra que hacía sonar las botas de Miles con el ritmo irregular que correspondía a su cojera. En un rincón oscuro del pabellón flotaba una esfera color perla del tamaño de una persona, quieta, unos pocos centímetros por encima del suelo encerado que reflejaba el halo invertido de la luz interior del aparato.

—Déjanos solos —dijo una voz desde el interior de la esfera y Miles vio que su guía se inclinaba y se retiraba con los ojos bajos. La transmisión de la voz a través de la pantalla de fuerza le daba un timbre plano, monótono.

El silencio se prolongó. Tal vez la mujer de la burbuja nunca había visto a nadie tan imperfecto físicamente hablando. Miles se inclinó y esperó, tratando de parecer tranquilo y cómodo, en lugar de impresionado y sacudido por una curiosidad impresionante.

—Bueno, lord Vorkosigan —dijo la voz otra vez—. Aquí estoy.

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