—¿Estás segura?
—Todo lo segura que puedo estar. En cualquier caso, sólo hay una forma de descubrirlo con toda seguridad, ¿no te parece? Ahora sé útil y reúne todas las lámparas.
Donna se dio la vuelta y salió del aula, dejando a Paul sentado solo en la oscuridad. Durante unos pocos segundos se quedó donde estaba, de repente demasiado asustado para moverse. No importaba el tiempo que hubieran dedicado a discutirlo, una vez llegado el momento de actuar sólo quería acurrucarse de nuevo y esconderse. Al darse cuenta de que Paul no se había movido, Donna regresó.
—¿Algún problema?
Paul tenía la boca seca y no pudo contestar.
—Yo... —empezó, sin saber qué estaba intentando decir.
—¡Levanta tu jodido culo y muévete! —maldijo Donna. Esperó durante un segundo, pero él seguía sin reaccionar—. ¡Ahora! —chilló.
Paul se puso en pie con dificultad, sobre todo porque el volumen de la voz de Donna había provocado un estallido de actividad frenética en el descansillo, cuando los cuerpos empezaron de nuevo a apelotonarse contra las puertas, intentado inútilmente forzar la entrada.
Paul y Donna avanzaron sigilosa y rápidamente a lo largo del perímetro de la oficina, recogiendo las linternas y las lámparas que Donna había colocado previamente. Después las reunieron sobre un escritorio en el rincón más alejado de la sala, a plena vista de los cuerpos que se encontraban detrás de la puerta.
—¿Preparado? —preguntó Donna cuando las luces estuvieron finalmente colocadas.
Paul tragó con fuerza.
—Eso creo.
—Bien —replicó Donna, y empezó a encender las lámparas y las linternas.
Se detuvo después de encender sólo cuatro. Las criaturas en el descansillo empezaban a agitarse de nuevo, porque la súbita aparición de una luz brillante en un rincón de la sala les había provocado un nuevo frenesí. Donna miró hacia atrás y vio los empujones constantes en el exterior.
—Maldita sea —gimió Paul—. ¡Todo lo que has hecho es encender unas malditas lámparas y míralos! ¿Qué demonios estamos haciendo?
—Lo que tenemos que hacer —replicó Donna, y volvió su atención a la tarea que tenía entre manos—. Ahora cállate y sigue adelante.
Temblando a causa de los nervios, Paul prendió una cerilla y empezó a encender las lámparas de gas. La sala se llenó con rapidez de más luz, el olor ligeramente ácido del gas y el rumor sordo de los quemadores en funcionamiento. El ruido en el descansillo se incrementó.
—Mierda —exclamó Paul—, escúchales. Esas malditas cosas se van a volver locas ahí fuera.
—Estupendo, eso es lo que queremos. Cuanto más excitados estén, mayor será la distracción y más fácil será salir.
Paul no estaba convencido. El rincón más alejado a la derecha de la oficina estaba iluminado por una luz brillante y por una calidez extrañamente reconfortante que hacía que se quisiera quedar.
—De acuerdo —susurró Donna, regresando de nuevo a las sombras—, vamos allá.
Paul empezó a andar hacia atrás.
—¿Estás completamente segura de esto? ¿Qué ocurrirá si salimos ahí fuera y...?
Donna se dio la vuelta y se lo quedó mirando, su rostro fuertemente iluminado desde la derecha. Su enfado era totalmente evidente.
—Deja de quejarte y muévete. Ahora ya es demasiado tarde para echarse atrás, por si no te habías dado cuenta. Vuelve al otro extremo y ten preparadas las bolsas.
Obedientemente, Paul se alejó hacia el otro extremo de la oficina.
—Y mantente fuera de la vista —gritó detrás de él—. No dejes que te vean. Si la jodes, estamos apañados.
Respirando profundamente para intentar calmar sus nervios crispados, Donna se alejó de la luz y se acercó a las puertas. A través de los pequeños paneles de vidrio podía ver que las criaturas en el exterior seguían reaccionando ante su presencia, de manera que la más cercana seguía empujando para acercarse a ella. La ferocidad de sus movimientos aumentó a medida que se acercaba, y Donna pudo ver que la reacción se extendía hacia la parte trasera de la multitud. El descansillo estaba lleno de movimiento y Donna se preguntó si pasaría algo, cualquier cosa, por sus cerebros en descomposición. ¿Ella los asustaba? ¿Querían hacerle daño? ¿O lo que querían era que les ayudase a terminar con sus sufrimientos? Fuera cual fuese la razón, sabía que en última instancia no importaba. Lo único que contaba era la autoconservación. Respiró hondo y abrió la puerta, utilizando el extintor cubierto de sangre para mantenerla abierta.
Durante una décima de segundo no pasó nada. Después, la fuerza de la masa de cuerpos en el descansillo y en las escaleras provocó que la multitud avanzase, invadiendo la oficina y derribando a una multitud de cadáveres, que tropezaron y cayeron delante de ella. Donna se apartó de un salto del camino de la marea repentina de apestosa descomposición. La claridad de la luz en el rincón de la sala era, por suerte, una atracción mayor que ella, y en la relativa oscuridad fue pudo darse la vuelta y regresar al aula.
—¿Todo bien? —susurró Paul—. ¿Está funcionando?
—Mantén la boca cerrada —le cortó enfadada—. Si nos oyen, empezarán a venir hacia este lado.
Lo empujó hacia delante y salieron en silencio del aula, en dirección a las puertas del otro extremo del descansillo. Al otro lado de la oficina vieron una gran masa de cuerpos que seguían diseminándose por la sala, todos ellos dirigiéndose hacia la luz. Los más avanzados extendieron las manos y agarraron curiosos las lámparas. Incapaces de coger bien con dedos poco hábiles, uno de ellos derribó una lámpara; el cristal de protección se rompió exponiendo el quemador en llamas. En unos pocos segundos, la moqueta y una pila de papeles estaban ardiendo.
—Maldita sea —exclamó Donna en voz muy baja mientras contemplaba cómo el fuego se extendía con rapidez.
—Vámonos.
—No, espera. Esto es mejor que lo que habíamos planeado. Vamos a darles un poco más de tiempo.
La luz en el otro extremo de la planta iba cambiando de un blanco amarillento estable a un naranja rojizo parpadeante, a medida que se extendía el fuego y crecían las llamas. Algunas de las lastimosas criaturas se precipitaron hacia el fuego, ignorantes del calor y del peligro. Sus ropas harapientas estaban tan secas como la yesca, y empezaron a arder con rapidez.
—Nos tenemos que ir —insistió Paul—. Dios santo, el fuego se va a extender por todo el edificio. Y cuando las bombonas de gas de las lámparas empiecen a...
—Lo sé —le interrumpió Donna; se puso en pie y recogió sus cosas.
Ya había numerosos cuerpos ardiendo (pero aun así se seguían moviendo), y el escritorio, la silla y la persiana de una ventana también se habían incendiado. Un humo marrón y espeso se estaba elevando hacia el techo y se empezaba a desplazar hacia ellos siguiendo el techo bajo, iluminado por las llamas.
Donna deslizó su pase de seguridad despreocupadamente por el panel de control a un lado de la puerta y la abrió en silencio. Incluso en ese momento, después de que los cuerpos estuvieran inundando la sala desde hacía bastantes minutos, seguía habiendo muchos en el descansillo, avanzando desesperadamente hacia las puertas abiertas de la oficina en el extremo opuesto. Donna miró hacia atrás durante un instante para comprobar que Paul iba con ella y después fueron hacia la escalera. En silencio avanzaron por el descansillo con la espalda contra la pared, aterrorizados ante la idea de que las hordas putrefactas los pudieran ver, que seguían avanzando hacia el calor y la luz. Donna se detuvo justo delante de la puerta abierta que daba a las escaleras.
—¿Preparado? —articuló en silencio.
Paul asintió.
—No te pares hasta que salgamos. Nos encontraremos en el aparcamiento.
Tras esperar a que otro cuerpo pesado y torpe consiguiese pasar por la puerta, Donna se volvió y se abrió paso hacia las escaleras. Empezó a bajar a oscuras, empujando cuerpos a un lado y a otro en su carrera hacia la planta baja, mientras apartaba incontables manos engarfiadas que intentaban agarrarla. Las pesadas pisadas de los supervivientes despertaron ecos a lo largo de todo el edificio muerto, mientras corrían escaleras abajo, daban un giro de ciento ochenta grados al pie de cada corto tramo de escalera y afrontaban el siguiente. Numerosos cuerpos seguían surgiendo de la oscuridad, algunos atrapados en los descansillos inferiores y en los lavabos, incapaces de subir, pero la fuerza bruta, la velocidad y el miedo, tanto de Donna como de Paul, era demasiado para que ningún cadáver pudiera resistirlos. Los apartaban a golpes y caían al suelo como muñecas de trapo deshechas.
Cruzaron otra puerta y alcanzaron la recepción, mientras que aún más cuerpos avanzaban en su dirección. Donna condujo a Paul por un tramo final de escaleras y penetraron en el aparcamiento de las oficinas por una entrada del sótano. El aparcamiento estaba prácticamente vacío de cadáveres. Bajo la seguridad de los sombras y de la oscuridad, finalmente se pudieron parar.
—¿Estás bien?
Donna asintió, temblando y respirando pesadamente.
—Estoy bien —contestó—. ¿Y tú?
—Bien.
Donna avanzó unos pasos hacia el centro del aparcamiento y levantó la mirada. Podía ver la planta de la que acababan de escapar, con las ventanas a lo largo de dos tercios de su longitud iluminadas por feroces llamas. Incluso desde donde se encontraban, muchos metros por debajo, oían los crujidos y los estallidos del fuego a medida que consumía la oficina y los cientos de cuerpos que seguían pasando por las puertas. El estallido repentino y apagado de la explosión de un cilindro de gas y el crujido de un vidrio hizo que ambos retuvieran el aliento.
Sin decir ni una palabra, Paul y Donna abandonaron el aparcamiento y se dirigieron hacia el centro de la ciudad.
El ambiente en el bloque de alojamientos universitarios era tenso y expectante. Los supervivientes que habían decidido salir de sus habitaciones individuales se habían agrupado en la sala de reuniones, donde permanecían sentados en silencio y esperaban. La mayor parte del tiempo a todos ellos les resultaba imposible descansar o dormir, pero esta noche era especialmente difícil. En lo más hondo de las entrañas del edificio, Sonya Farley estaba llegando a la fase final de un largo y difícil parto. Su dolor se podía oír y sentir en todos los rincones de las habitaciones, habitualmente silenciosas.
La sala de partos de la planta superior estaba brillantemente iluminada. En realidad, brillante en comparación con el resto del edificio a oscuras. Numerosos supervivientes habían entregado voluntariamente linternas para permitir que Phil Croft, la única persona con experiencia médica, pudiera atender el parto del bebé de Sonya. Phil estaba nervioso e inquieto. Llevaba algún tiempo sin hacer nada parecido y se trataba sólo del tercer parto en el que participaba de forma activa. Paulette, la señora alta y sorprendentemente brillante y entusiasta que tenía a su lado, había presenciado tres veces más partos y más de la mitad de esos nacimientos habían sido los de sus propios hijos. Croft estaba encantado de tenerla allí. Al haberse encontrado no menos de cinco veces en la nada envidiable posición de Sonya, esa noche, Paulette era esencial para el bienestar de la madre primeriza. Aunque Croft conocía todos los términos técnicos y podía controlar y reaccionar ante los signos vitales de la madre y del bebé, Paulette era capaz de hacer algo mucho más importante. Podía tranquilizarla. Podía hablar con Sonya. Podía indicarle cuándo empujar y cuándo relajarse, cuándo inspirar y cuándo espirar. Comprendía por lo que estaba pasando, y podía anticipar y explicar el dolor, y podía decirle lo bien que lo estaba haciendo y cuánto le quedaba por hacer. Croft admiraba su habilidad para, de alguna forma, olvidar durante un rato sus temores personales y su pérdida, e ignorar la devastación más allá de los muros de la universidad, para concentrarse totalmente en la joven tendida a su lado sobre una cama, empapada de sudor y padeciendo.
—Vamos, querida —la animó Paulette en voz baja, acariciándole con suavidad la frente a Sonya, y al mismo tiempo sosteniéndole con fuerza la mano—. Ya no falta mucho. Este bebé nacerá dentro de nada.
El rostro de Sonya se contrajo por el dolor cuando le asaltó otra contracción. Croft estaba agachado al final de la cama, sintiéndose por el momento prescindible e inútil, y deseando haber podido utilizar parte del equipo de monitorización del hospital. Pero como había fallado la electricidad, las máquinas eran inútiles. Le administraba los medicamentos que podía, pero parecía que surtían poco efecto. Sonya estaba totalmente dilatada. Ya llegaba a ver los primeros mechones del cabello oscuro y grasiento en la coronilla de la cabeza del bebé.
—Casi está aquí —informó él en voz baja.
Sonya se relajó por el momento al desaparecer el dolor. Excepto por el dolor y la emoción del nacimiento, se sentía sorprendentemente tranquila. Era como la comadrona le había dicho que sería, en las clases de preparación al parto a las que había asistido. Aunque dolía más que cualquier dolor que hubiera sentido antes, de alguna manera se sentía bien. Era un dolor positivo, y ella sabía que eso era lo correcto. Nada de lo que quedaba de su vida tenía sentido excepto eso. Su marido se había ido. Sus amigos y su familia estaban casi con toda seguridad muertos. Había perdido su hogar y sus bienes, y ya no le quedaba nada más que esa preciosa personita en su interior, que estaba a punto de nacer. Y parecía que era lo correcto. Por primera vez desde que había empezado esta pesadilla, algo estaba ocurriendo de la forma en que se suponía que debía ocurrir.
Otra fuerte contracción. Se estaban volviendo insoportables. Sonya chilló de dolor y apretó la mano de Paulette con tanta fuerza que la mujer bizqueó a causa del dolor.
—Vamos —la consoló Paulette, con la voz tranquila, agachada de forma que su cara quedaba muy cerca de la de Sonya—. Ahora el bebé está a punto de llegar.
Treinta y cinco minutos más tarde llegó el momento. El dolor de Sonya aumentó de nuevo en un
crescendo
casi insoportable antes de sentirse completamente aliviada cuando su bebé nació con una liberación repentina de la presión y con un estallido de actividad y emoción. Croft bajó el niño con seguridad hasta la cama entre las piernas de su madre, y con suavidad le limpió la sangre y los fluidos corporales de la cara. Pinzó y cortó el cordón umbilical, y después se llevó el bebé con rapidez hacia la cuna improvisada que habían preparado. Su rostro era la imagen de una concentración intensa mientras reconocía las señales vitales del niño y esperaba ansioso a que respondiese.