Ahí afuera había más de diez mil de esas malditas cosas. ¿Hasta qué punto estas criaturas se iban a volver violentas e impredecibles?
A medida que se arrastraba el largo día, la tensión empeoró por las muchas horas de argumentos y contraargumentos, que provocaron que las frustraciones salieran a la superficie. El ambiente en la sala de reuniones se estaba deteriorando con rapidez. A última hora de la tarde quedaba ya poca paciencia.
—¿Habéis mirado recientemente por la ventana? —gritó enfadado Jack, habitualmente tranquilo—. ¿Sabéis lo que está pasando ahí fuera?
—Más aún —añadió Donna—, ¿habéis visto lo que nos queda aquí? ¿Habéis comprobado la cantidad de suministros? Sólo os digo que no vamos a durar mucho si no hacemos algo ahora...
—Tiene razón —la apoyó Cooper desde el otro lado de la sala, desde donde había sido testigo de cómo empeoraba la situación—. Quedarse aquí ya no es una alternativa.
—¿Y qué demonios sabes tú? —le chilló Nathan, con la voz ronca de ira. Este argumento se había estado esgrimiendo durante la mayor parte de la última hora con, lo que parecía, mucho veneno dirigido personalmente en contra de Cooper—. Estoy seguro de que sabes mucho más de lo que nos estás contando. Me apuesto algo a que sabes lo que provocó todo este jodido caos.
—Ya me gustaría saberlo —contestó el soldado, esforzándose por permanecer profesional y tranquilo—, entonces al menos sabría qué hacer.
Caras asustadas espiaban desde todos los rincones de la sala, iluminada por numerosas velas, linternas y lámparas. La luz en la sala era mortecina y desigual, y dejaba a muchas personas ocultas en la oscuridad. Por una vez, casi todos los supervivientes refugiados en el edificio se habían reunido, incluso los más solitarios habían surgido de su escondite a causa de los acontecimientos que rodeaban la llegada reciente del soldado. Seguir solos en sus habitaciones se había vuelto cada vez más difícil para la mayoría. Mejor arrancar unos pocos instantes de sueño en compañía de los demás que pasar horas interminables solo en la oscuridad, despierto y al borde de la locura. Las únicas personas que no prestaban atención eran los niños, que dormían o seguían jugando, y un hombre en la esquina, que estaba tendido bajo una manta y se mecía como siempre.
—Mira —continuó Donna—, Phil considera que en un plazo de seis meses los cuerpos se habrán descompuesto hasta no quedar en nada. ¿No es así, Phil?
Donna escrutó la oscuridad, intentando encontrar al médico. Estaba sentado en el suelo a sólo unos pocos metros, pero pretendía evitar que lo arrastraran a la conversación.
—Algo así —asintió Phil, reticente —poco más o menos...
—Entonces esperaremos aquí durante seis meses —anunció Nathan.
Donna movió la cabeza desesperada. En su momento, había estado cargado de prepotencia machista, pero ese hombre detestable ya estaba dejando ver de qué madera estaba realmente hecho. Sus planes de salir del edificio y tomar lo que quisiese de la ciudad muerta hacía tiempo que se habían olvidado. Estaba tan aterrorizado como todos los demás, pero no tenía la inteligencia o la madurez de aceptar sus sentimientos. Su miedo se manifestaba como antagonismo y rabia.
—¿Qué parte de todo esto no comprendes, Nathan? —preguntó Donna—. No tenemos suficientes reservas para aguantar seis días más, mucho menos seis meses. Tenemos que volver a la ciudad ahora.
—Tiene razón —la apoyó Jack, surgiendo de las sombras, a las que se había retirado a medida que se iba calentando la discusión—. No tenemos alternativa. Si paras y...
—¿Qué demonios sabrás tú? —chilló Nathan.
Donna lo intimidaba, pero Nathan sabía que podía manejar a Jack Baxter. Negándose a ponerse a su altura, Jack se pasó los dedos por el cabello y se lo quedó mirando a través de las sombras.
—Sé lo mismo que tú, Nathan —replicó con calma—, pero si te olvidas de cómo te sientes y miras la situación en conjunto, parece que no tenemos alternativa.
Muchas horas después, las voces que habían llenado la sala estaban temporalmente silenciadas. Nathan Holmes había desaparecido en las profundidades del edificio, y con él también se había ido la mayor parte de la hostilidad. Excepto por algunas conversaciones en susurros y el ruido apagado, pero siempre presente, de los cuerpos en el exterior, la sala de reuniones estaba prácticamente en silencio. Jack, sentado con la espalda apoyada en la pared, estaba intentando fundirse con el fondo anodino y discreto. Lo mejor de la oscuridad, pensó para sí mismo, era que te podías esconder sin necesidad de moverse. Podía observar lo que ocurría a su alrededor a una distancia prudencial.
Jack estaba sentado en un rincón de la sala, cerca de Cooper, Croft y Donna. Clare estaba tendida a su lado en una cama improvisada formada por sábanas dobladas. Estaba durmiendo relativamente bien. Con frecuencia, la observaba mientras dormía, sintiéndose responsable de ella, quizá por ser quien llevaba más tiempo a su lado. Era una chica guapa con unos rasgos suaves y delicados que, por una vez, parecía despreocupada y relajada. No resultaba frecuente que tuviera esa apariencia y...
—¿Qué piensas tú, Jack? —oyó que le preguntaba Phil Croft. A la mención de su nombre levantó con rapidez la mirada—. ¿Qué?
—No estabas con nosotros, ¿verdad? —comentó Donna.
—No tengo nada contra vosotros —contestó—, pero me gustaría estar en cualquier otro sitio en lugar de aquí.
—Estamos hablando de irnos a la base de Cooper y ver si nos dejan entrar.
—El problema es —explicó Croft, recapitulando para poner al día a Jack— que probablemente llevamos encima lo que sea que provocó todo esto. Si fue una enfermedad, estamos cargados de ella. Puede estar en los pulmones o en la sangre. No nos dejarán entrar si existe la más mínima posibilidad que la llevemos con nosotros.
—Entonces dependerá de lo bueno que sea el proceso de descontaminación, ¿no te parece? —añadió Cooper.
—¿Y tú crees que será lo suficientemente bueno?
—Era soldado, no científico.
—Por supuesto, existe otro problema —añadió Croft, ahogando un bostezo. Estaba increíblemente cansado, pero sabía que no iba a poder dormir.
—¿Qué es? —preguntó Cooper.
—¿Cómo vamos a llegar allí?
—¿Cuántas personas hay aquí?
—Entre cuarenta y cincuenta —contestó.
—¿Y cuántos se vendrán con nosotros?
—Ni idea. Trabajemos con la teoría de que lo harán todos, supongo.
—Tendremos que ver qué podremos encontrar en la ciudad —intervino Donna.
—¿Como qué? —preguntó Cooper—. Tenemos que ser conscientes de esto. No vamos a poder salir tranquilamente de la ciudad en un convoy de coches, ¿no te parece?
—Entonces, ¿cómo llegaste tú aquí? Lo oímos, pero no lo vimos.
—En un transporte blindado de reconocimiento. Probablemente podría conducir uno si lo tuviéramos, pero no vas a encontrar nada igual por aquí cerca...
—Te podrías llevar una sorpresa —lo interrumpió Donna.
—¿Tienes algo en mente?
—No demasiado lejos se encuentran unos juzgados.
—¿Y?
—Y en la parte trasera hay un muelle de carga.
—¿Un muelle de carga? —murmuró Croft, sin saber muy bien adonde quería ir a parar Donna.
—Lo podíamos ver desde la oficina en la que trabajaba. Solíamos verlos descargar cuando estaba en marcha un gran juicio —explicó Donna—. Los vehículos penitenciarios solían entrar por la parte trasera y marcha atrás para entregar y recoger a los prisioneros.
—¿Y?
—Piensa en ello. Los vehículos penitenciarios están diseñados para llevar personas. Más que eso, son fuertes y seguros. Son lo más cercano a tu maldito transporte blindado de reconocimiento que vamos a conseguir.
—¿Hay allí alguno de estos vehículos?
—¿Cómo lo voy a saber? Es bastante probable. Todas las mañanas podías ver llegar al menos uno. Lo más normal es que haya alguno.
—Conozco los juzgados —intervino Jack—, pero ¿cómo vamos a llegar allí? Están a un buen trecho de aquí. No veo cómo vamos a pasar a través de la multitud de ahí fuera. E incluso si consiguiéramos atravesarla, ¿cómo se supone que vamos a volver? Dios santo, imaginad lo que les provocará el ruido de un montón de furgonetas penitenciarias.
Cooper tomó un trago de la taza de café negro que se había servido hacía al menos una hora. Hizo una mueca por su regusto amargo.
—Me parece que hagamos lo que hagamos los vamos a volver locos —comentó—, pero no tenemos alternativa.
—Podríamos salir de noche —sugirió Croft.
—No es una buena idea —replicó Cooper—. Sé lo que quieres decir, pero tendrías que sumar los riesgos y valorarlos en conjunto, ¿no te parece? Hagamos lo que hagamos, lo más seguro es que llamemos la atención aunque sólo sea por el ruido que hagamos. Si salimos a oscuras nos lo pondremos más difícil. Seguirán reaccionando ante nuestra presencia, de manera que podemos salir a plena luz del día y darnos la mayor cantidad de oportunidades posibles.
—Si realmente lo vamos a hacer —continuó Donna—, entonces nos lo tenemos que pensar con mucho cuidado antes de poner un solo pie ahí fuera. Nos tenemos que llevar todo lo que necesitemos en un solo viaje.
—Lo podemos conseguir —insistió Cooper—. Sólo tenemos que salir de aquí los suficientes de nosotros, coger lo que necesitemos y después volver lo más rápido posible.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Donna miró a su alrededor y vio a Nathan Holmes de pie a su espalda. Estaba sentada en un banco de madera en un pequeño patio cerrado justo al lado de la sala de reuniones. Con frecuencia se sentaba allí a solas para pensar, y después de las largas conversaciones de las últimas horas necesitaba un cambio de ambiente y aclararse la cabeza. Los cinco metros cuadrados de hormigón profundamente enterrados entre los edificios universitarios eran lo más cerca que podía estar con seguridad del aire libre sin salir afuera. Esta noche no quería la compañía de nadie, y mucho menos la de Nathan Holmes, de manera que le volvió a dar la espalda. Impertérrito y sin que lo invitasen, se sentó a su lado.
—¿Qué quieres, Nathan?
—Nada. Sólo pensé en venir a decir hola.
—¿Y por qué ibas a hacer algo así? Son las tres de la madrugada, por amor de Dios.
Él se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.
—¿Por qué no? No tenía nada mejor que hacer —contestó, reclinándose y levantando la mirada hacia un trozo de cielo oscuro y nublado que se veía entre los altos edificios que rodeaban el patio.
—No tengo nada que decirte —murmuró Donna.
—Antes tenías mucho que decir.
—Tú también. En cualquier caso, lo estabas pidiendo a gritos. Eres un gilipollas.
Holmes movió la cabeza simulando su desaprobación.
—No sé por qué la has tomado conmigo. Sólo porque hablo por mí mismo y no quiero arriesgarme...
—Tu jodido problema —le cortó Donna, poniéndose en pie y alejándose de Holmes— es que no piensas en nadie más que en ti mismo. Y peor que eso es que todo lo que dices y las decisiones que tomas se fundamentan en el miedo. Estás demasiado aterrorizado para ni siquiera pensar con cordura.
—No sabes de lo que estás hablando —gruñó él. El tono de su voz había cambiado. Sonaba enfadado y a la defensiva. Resultaba evidente que Donna le había tocado la fibra—. No sabes nada de mí.
—Y ya te he dicho antes —continuó ella— que así es como quiero que siga. Seamos sinceros, la única razón por la que estás armando tanto jaleo para que nos quedemos aquí es que estás demasiado asustado para irte. No te puedes enfrentar a la perspectiva de...
—Tonterías —le cortó—. ¿Lo dices en serio? La razón por la que sigo aquí es...
—La razón por la que sigues aquí es porque no tienes huevos de irte a ninguna otra parte.
—No quiero que me ataquen miles de malditos cuerpos muertos, por eso no me muevo.
—Basura.
—Como des un solo paso en el exterior te tragarán. Son miles, ¿o es que no te has dado cuenta?
—Entonces, ¿qué harás si consiguen entrar?
—No lo harán.
—Lo podrían conseguir.
—Entonces me ocuparé de eso cuando ocurra. Ahora te digo de nuevo que no voy a arriesgar mi cuello hasta que no tenga otra alternativa.
—Me parece que ninguno de nosotros tiene más opciones.
—Yo decidiré cuándo haré mi jugada. Nadie me va a decir lo que debo hacer.
—Entonces no lo harás nunca. Eres un maldito cobarde, Nathan. Te quedarás aquí sentado y te pudrirás hasta...
—Cierra la puta boca o te...
—¿Qué es lo que harás? Va, hombretón, ¿qué es exactamente lo que vas a hacer? Seguirás aquí sentado cuando el resto de nosotros se haya ido. Morirás en este jodido lugar.
Nathan saltó del banco y se abalanzó sobre Donna. Ella se tambaleó hacia la puerta que conducía a la sala de reuniones y chocó con Phil Croft, que estaba de pie en el quicio de la puerta, mirando.
—¿Va todo bien? —preguntó, cogiendo a Donna por los hombros.
Ella recuperó el equilibrio, se dio la vuelta y pasó a su lado.
—Bien —respondió, y desapareció en la oscuridad.
Nathan y el médico intercambiaron miradas antes de que Croft se diera la vuelta y siguiera a Donna de regreso al interior.
El sonido de manos pesadas y putrefactas golpeando los lados de la autocaravana despertó a Michael. Había ocurrido antes, quizá tres o cuatro veces en los últimos días,
y
se había acostumbrado a librarse con rapidez de los cadáveres asquerosos y molestos. La mayoría de las veces se trataba de un cuerpo solitario que tropezaba con el vehículo por casualidad, pero esta mañana podía oír al menos a dos de ellos en el exterior. Cansado y helado, se sentó al borde de la cama y se puso las botas.
A través de un estrecho hueco en uno de los pesados cortinajes vio que fuera el día era radiante. Decidió que por eso habían aparecido los cuerpos. Con frecuencia parecía que se sentían atraídos por la autocaravana cuando había pocas nubes y brillaba el sol. Michael había deducido que el sol reflejado en el metal y el vidrio les llamaba la atención. Estaban aparcados al borde de un gran campo y no había ningún otro objeto obra del hombre que pudiera atraer o distraer a los muertos.
Emma se estaba removiendo en la cama, el ruido también la había molestado. Se cubrió la cabeza con una almohada para amortiguar el golpeteo mientras Michael descorrió la cortina y miró hacia fuera. Apretó la cara contra el vidrio, intentando localizar los cuerpos. Uno de ellos estaba cerca de la puerta (lo podía ver de refilón desde donde estaba) y por la dirección del ruido supuso que el otro se encontraba en la parte delantera de la autocaravana, golpeando incansable el capó. Bostezando, se levantó y se acercó a la puerta, deteniéndose a coger una palanca que había dejado al lado de un hornillo de gas en la abarrotada zona de cocina.