Ciudad Zombie (26 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

BOOK: Ciudad Zombie
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—Ten cuidado —advirtió Emma, sentándose con rapidez cuando se dio cuenta de que estaba a punto de salir.

—No pasará nada —contestó Michael mientras abría la puerta y salía al exterior.

El aire matutino era tonificante y fresco. El cielo era profundo, de un azul claro y muy brillante. Michael se cubrió los ojos para protegerlos del sol.

El primer cuerpo se encontraba a menos de dos metros y ya se tambaleaba hacia él, torpe y desganado, pero aun así desplazándose a una velocidad preocupante. Michael se quedó quieto y lo miró durante un instante. Parecía que había sido joven cuando murió. Un hombre blanco de cabello castaño rojizo (pensó), cubierto con los restos harapientos del mono de trabajo de un obrero de la construcción; su cara era fría y vacua, y la piel azul verdosa estaba muy estirada sobre los huesos.

—Buenos días —saludó Michael mientras levantaba la palanca y la hundía profundamente en la sien derecha del cuerpo. Sintió cómo cedía la carne fina como el papel sin ofrecer apenas resistencia. Al igual que el tiempo transcurría lentamente, pensó Michael, las criaturas putrefactas se estaban volviendo cada vez más débiles y eran más fáciles de destruir. Su empuje y obsesión aumentaba de forma ominosa, pero con cada día que pasaba los cadáveres vacíos se estaban volviendo más inestables y frágiles.

El cuerpo trastabilló hacia atrás, meciéndose sobre los talones y después se quedó quieto durante un instante antes de caer de rodillas delante de él. Michael le arrancó la palanca del cráneo y después lo golpeó en la parte trasera de la cabeza. La figura descompuesta se derrumbó en la hierba empapada de rocío, con el cuello retorcido en un ángulo antinatural.

El segundo cuerpo era más pequeño (había sido un niño, pero Michael se obligó a no pensar en ello). Su interés se había despertado con los ruidos que acompañaron la brutal eliminación del otro cadáver, le hizo desplazarse con torpeza alrededor del capó de la autocaravana y se acercó tambaleándose. Michael caminó con rapidez hacia él, despachándolo con un solo golpe en el lado de la cabeza con la pesada palanca de metal.

Destruir a los muertos se estaba volviendo perturbadoramente fácil. Sólo lo hacía cuando no tenía más remedio, pero lo podía hacer siempre que lo necesitaba, sin dudar. Tan sólo la semana pasada aún le había sido difícil. A pesar de su condición y por muy peligrosos, repulsivos y extraños que se hubieran vuelto estas cosas, resultaba difícil no seguir pensando en ellas como personas. Pero su situación estaba cambiando y la vida que habían llevado antes del desastre se estaba difuminando rápidamente en la memoria. Esta existencia incómoda y carroñera se había convertido en la nueva normalidad. Su sencilla existencia anterior, con todas sus ceremonias, rutinas y trivialidades le parecía distante y a veces casi incomprensible. Se dio cuenta de que cuanto más lejanos sentía estos recuerdos, más débiles se volvían sus lazos emocionales con los cuerpos. Ya no significaban nada. Sólo eran un inconveniente, una amenaza ocasional.

Arrastró los cadáveres fuera del camino, los dejó al pie de un árbol al otro lado del campo y después regresó hacia la autocaravana. Estaba a punto de subir los escalones y entrar cuando oyó el motor. Emma también lo oyó.

—Voy a comprobarlo —comentó.

Emma asintió. Una rápida carrera hasta el camino que habían seguido durante los últimos días, y Michael fue capaz de ver y seguir el trayecto de otro transporte lleno de soldados. Se estaban alejando de donde creía que debía de estar la base. Sin duda regresarían más tarde. Los estuvo mirando hasta que desaparecieron.

«Hoy es el día —decidió—. Hoy los seguiremos a la vuelta».

39

Croft, Donna, Jack y los demás casi no habían dormido. La conversación acerca de resistir o intentar algo positivo les había forzado a entrar en acción. Durante la mañana que estaba llegando a su fin, varias de las ideas y sugerencias que se habían discutido en la oscuridad de la pasada noche poco a poco fueron adquiriendo forma y empezaron a encajar en algo que tenía la apariencia de un plan coherente. Los que se habían presentado voluntarios para tomar parte activa conocían los riesgos, pero también sabían que lo que les quedaba de vida no valdría la pena si no aprovechaban la oportunidad. Cooper lo había dejado claro cuando les explicó antes que sus opciones eran simples: a) esperar a que los cuerpos entrasen en el edificio, b) quedarse quietos y morir lentamente de hambre, o c) arriesgarlo todo (y posiblemente ganar) en el intento de salir de la ciudad. Y con el número de cuerpos en el exterior en constante aumento, las probabilidades de que su refugio se viera finalmente asaltado aumentaban con el paso de las horas.

Donna estaba lista. Se encontraba en la oscuridad del quicio de una puerta y miraba hacia el otro lado de la recepción en dirección a los vidrios de las puertas de entrada al edificio. Ya nadie iba por allí, y resultaba evidente el porqué. Un millar de caras muertas le devolvieron la mirada. Sabía que no la veían, y por eso se quedó donde estaba y estudió la horrible masa de criaturas que se encontraban en el exterior. Era una escena infernal. En cualquier momento, una puerta o una ventana en alguna parte cedería inevitablemente bajo la presión. Pensó que lo que ocurriría entonces sería demasiado horrible para considerarlo. El edificio se llenaría en pocos segundos de una oleada imparable de cadáveres desesperados y tambaleantes. Donna sabía que estaban haciendo lo correcto al intentar salir. Contemplar a la putrefacta multitud le hizo reafirmarse en su convencimiento.

La muralla de cuerpos impedía la entrada de la luz natural que, en condiciones normales, podía haber bañado la recepción. Era difícil distinguir caras y rasgos entre el interminable mar de carne gris verdosa en descomposición; si miraba una zona concreta durante el tiempo suficiente, a veces podía vislumbrar algo reconocible. Era el movimiento lo que la perturbaba en realidad. La masa descolorida parecía que se agitaba constantemente. A pesar de estar contra los vidrios, los cuerpos aplastados no dejaban de agitarse y balancearse continuamente: ojos en movimiento, labios burlones, lenguas negras colgando, bocas abiertas... Donna se obligó a apartar la mirada.

El plan que había decidido el grupo parecía claro y simple. Seis supervivientes abandonarían la universidad por la salida posterior, donde solía haber menos cuerpos. A través de los pasajes subterráneos que había usado Cooper para entrar (en la confianza de que los movimientos serían lentos y la ocultación de las emociones serían suficientes para engañar a los cadáveres), regresarían a la ciudad en dirección al edificio de los tribunales. Allí tendrían que forzar la entrada, encontrar el muelle de carga, conseguir los vehículos que pudieran y después regresar a la universidad a la mayor velocidad posible.

¿Y si no funcionaba? Todos sabían que había mil cosas que podían ir mal. ¿Y si el subterráneo estaba bloqueado? ¿Y si entraban en el edificio de los juzgados y descubrían que no había ninguna furgoneta penitenciaria? ¿Y si las furgonetas no arrancaban? No había nada que pudieran hacer ante cualquier imponderable que ocurriera y tuvieran que enfrentarse al fracaso. Salir seguía siendo el mayor riesgo. El resto de la ciudad era teóricamente suya en cuanto llegaran allí, y como cada vez más cuerpos se encontraban alrededor de la universidad, había sugerido Jack, menos quedarían en otro sitio. Si no encontraban lo que necesitaban en los juzgados, seguirían adelante y buscarían en otro lugar. Había sido una población grande y extensa, y Donna confiaba en que al final podrían conseguir lo que necesitaban.

Lentamente se encaminó hacia la sala de reuniones, mareada a causa de los nervios. Intentó seguir siendo positiva y centrarse en su parte del plan. Habían acordado que en cuanto los otros hubieran regresado con suficientes transportes, aparcarían los vehículos en el interior del complejo universitario, lejos de la masa de cuerpos, en un campo de fútbol de hierba artificial rodeado por una alambrada muy alta. La responsabilidad de Donna era organizar al resto de los supervivientes de manera que pudieran salir del edificio y subir a los vehículos con la mayor rapidez y seguridad posibles.

Iba a resultar difícil mover a esas personas. Donna atravesó la sala, mirando a cada uno de los silenciosos supervivientes sentados a lo largo de los bordes de la habitación. Un poco antes, Cooper y Croft habían anunciado el plan al resto del grupo, pero se habían producido pocas reacciones. Ella no sabía cuántos tenían intención de abandonar la universidad y cuántos se quedarían en el edificio, paralizados por el miedo y la incertidumbre, e incapaces de moverse. No podían forzar a nadie a marcharse. Se llevaban a los niños, porque no parecía correcto dejarlos allí, pero los demás eran libres de tomar su decisión.

A Donna le pareció que muchas de las personas que se escondían en el edificio se estaban pareciendo cada vez más a los cuerpos del exterior. Carcomidos por el dolor amargo y la rabia sin objeto, exentos de toda energía y atrapados en una existencia aparentemente inútil e interminable, algunos de los vivos tenían un aspecto poco mejor que el de los muertos.

40

Tras diversos retrasos y salidas en falso, al final estaban dispuestos y había llegado la hora. Los seis supervivientes voluntarios se encontraban en el exterior de la parte posterior del bloque de alojamientos, en un cuartucho pequeño y protegido donde se guardaban numerosos cubos de basura rebosantes y apestosos. En los alrededores no se veían cuerpos. Diversas alas de los edificios, muros, vallas y otros obstáculos parecían impedir que las criaturas encontraran una forma de entrar.

—¿Listos? —preguntó Phil Croft.

Los demás parecían muy poco seguros. El médico cerró la cremallera de la chaqueta polar que llevaba puesta. Aunque lucía el sol, amenazaba lluvia y el fuerte viento arrastraba espesas nubes desde el este.

—Supongo —respondió Paul Castle cuando nadie más lo hizo—. Nunca habrá un buen momento para hacer esto, ¿no os parece?

—Si no lo puedes soportar, vuelve adentro —replicó Jack nervioso—. Deja de lamentarte.

—No me estoy lamentando, sólo...

—De acuerdo, ya es suficiente —cortó Cooper, elevando la voz para que lo pudieran oír por encima del viento racheado—. Dejad de refunfuñar y callaos. Si uno solo habla y llama la atención en cuanto estemos ahí fuera, estamos listos. Os lo repito, esos cuerpos no son rápidos ni fuertes individualmente, pero si hacéis algo estúpido y acabáis con un centenar de ellos encima, vais a tener un problema de verdad.

Jack metió las manos en lo más profundo de los bolsillos de su chaqueta y se recostó contra la pared de ladrillos rojos. Estaba aterrado. Quizás ésa fuera la razón de que hubiera reaccionado de forma desproporcionada cuando Paul había hecho su comentario. Había estado a punto de arrojar la toalla a causa de los nervios antes de que abandonasen el edificio. No se lo había dicho a los demás, por supuesto, porque pretendía mantener el aire de seguridad. Todos estaban tan seguros del plan cuando lo habían discutido la pasada noche y esa mañana... Hacerlo había parecido una buena idea hasta que habían tenido que salir al exterior.

Un cuerpo solitario se tambaleaba por un sendero peatonal a corta distancia. Los seis supervivientes se lo quedaron mirando en silencio, aguantando la respiración y quedándose quietos, contemplándolo con atención hasta que se alejó con torpeza. Steve Armitage, un camionero con sobrepeso, que casi no había hablado con nadie hasta ese día, pero que se había presentado voluntario porque sabía conducir un camión y porque no podía seguir soportando estar atrapado en el interior, se lamió los labios secos y nervioso encendió un cigarrillo.

—Apaga esa maldita cosa —le recriminó Croft—. Estamos intentando camuflarnos, jodido idiota. ¿A cuántas de esas malditas cosas has visto fumando?

Steve tiró el cigarrillo y lo aplastó con el pie.

—Lo siento —murmuró disculpándose—. No lo he pensado. Estoy un poco nervioso.

El entrenamiento militar de Cooper se puso de manifiesto. Aunque era posible que estuviera tan asustado como los otros cinco hombres, no se le notaba en absoluto. Permanecía tranquilo y controlado, como si eso fuera algo que hiciera todos los días.

—No te preocupes, Steve —comentó, haciendo todo lo que podía para tranquilizar al dubitativo camionero—. Lo podemos conseguir, sabes. Todo lo que tenemos que hacer es controlar los nervios y seguir juntos. Tomaos vuestro tiempo, no hagáis nada estúpido y todo irá bien.

Bernard Heath era, sorprendentemente, el sexto y último superviviente que se había atrevido a salir al exterior. Aunque su cobardía y sus nervios habían ido aumentando durante los días y semanas de confinamiento, en el fondo seguía siendo un hombre inteligente y racional. Poco a poco había llegado a aceptar que sus protestas y exigencias de que debían quedarse en el interior habían estado impulsadas más por el miedo que por cualquier proceso de pensamiento racional. Por mucho que siguiese prefiriendo la idea de continuar encerrado en el bloque de alojamientos, comprendía que ya no era una alternativa viable y, quizás intentado enmendar el conflicto y las discusiones que recientemente había ayudado a prolongar, se había presentado voluntario para salir. Miró a su alrededor los rostros de los demás antes de que Cooper los condujera en dirección al centro de la ciudad. Iniciaron el desplazamiento hacia el corazón muerto de la ciudad en una lenta y vacilante fila india.

La puerta por la que habían salido estaba escondida en la parte trasera del edificio. Como la gran mayoría de los cuerpos habían llegado a la universidad desde la dirección de la ciudad, los supervivientes se cruzaron al principio con pocos de ellos. Los cuerpos que vieron estaban golpeando y arañando sin pausa los lados del edificio para entrar. Cooper mantuvo la cabeza agachada, haciendo todo lo que podía para imitar los movimientos cansinos y lentos de los muertos. Sin su entrenamiento y después de llevar bastante tiempo encerrados en el interior, los otros hombres eran incapaces de igualar su autocontrol inculcado por los militares y les resultaba difícil suprimir sus emociones a flor de piel. No podían evitar mirar la escena de pesadilla hacia la que se estaban encaminando.

El ruido fue lo primero que notaron. El mundo exterior no sonaba como esperaban. Dentro de la universidad habían estado aislados y se habían acostumbrado al silencio. En el exterior, sin embargo, las cosas eran muy diferentes. Continuaba un silencio inquietante y vacío donde antes se podía oír el ruido del tráfico, de las charlas y las quejas de miles de personas, y del resto de la vida cotidiana, pero en su lugar el aire estaba lleno de un rumor y unos gruñidos bajos y constantes: el sonido de los cuerpos arrastrando los pies por el suelo y el zumbido de millones de insectos atiborrándose en la proliferación repentina de carne putrefacta. El olor de los cuerpos en descomposición era sobrecogedor. Jack sintió que la bilis le subía desde el estómago. No sabía si iba a ser capaz de soportarlo.

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