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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (2 page)

BOOK: Col recalentada
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Le digo: «Tienes toda la razón.»

Así que justo cuando llega la ambulancia les digo a los críos: «Vuestra madre va a pasar una temporadita en el hospital, pero no le pasa nada.»

«Se ha quedado sin piernas», suelta la niña.

«Ya, eso ya lo sé, pero en realidad no le pasa nada. A ver, para cualquier persona normal, como vosotros o como yo, quedarse sin piernas sería una putada. Pero para vuestra madre no, porque está tan gorda que tampoco le quedaba mucho tiempo para seguir utilizándolas, ¿me entiendes?»

«¿Se va a morir mamá?», pregunta Jason.

«No lo sé. No soy un puto médico, ¿vale? No hagas preguntas idiotas, Jason. ¡Menudas preguntas de los huevos haces! Como se muera, y no estoy diciendo que se vaya a morir, pero suponiendo que se muera, ¿vale? Suponiendo que fuera a morirse, y sólo es un decir, que quede claro…»

«Como de mentira», suelta Claire. Ésta tiene más seso que su puta madre, menos mal.

«Eso es, cariño, como de mentira. Así que si se muriera, y que quede claro que sólo es un decir, tendríais que portaros bien y no complicarme la vida, porque ya sabéis cómo me pongo cuando empiezan a complicarme la vida, ¿no? No estoy diciendo que tenga razón ni que no la tenga; sólo digo que no me compliquéis la vida en un momento como éste si no queréis cobrar, ¿vale?» Y meneo el puño delante de sus narices pa que me entiendan.

Así que cuando los chicos de la ambulancia consigan subirla a la puta furgoneta con lo que pesa, coño, ya habremos acabado el primer tiempo. Le cojo las piernas a la cría y voy a meterlas en la parte de atrás para que vayan con ella, pero uno de los de la ambulancia las coge y las envuelve en una bolsa de plástico antes de meterlas en un cubo de hielo. Nos subimos a la parte de atrás con ella y el que conduce no pierde un segundo. Cuando estamos cerca de casa, le digo: «A mí me vas a dejar en la siguiente rotonda, colega.»

«¿Qué?», me suelta el tío.

«Que me bajo aquí», le digo yo.

«No vamos a parar aquí, amigo, ni vamos a parar hasta que lleguemos al hospital. No hay tiempo que perder. Tendrás que ingresar a tu mujer y ocuparte de los críos.»

«Ya, vale», le suelto, pero sin dejar de pensar en lo mío. «¿En el hospital hay alguna tele, colega? Fijo que sí, ¿no?»

El capullo me mira con una cara toda rara y me suelta: «Sí, sí que hay.»

Un puto listo. En fin, a ella le han puesto la máscara de oxígeno esa encima de la cara y el tío venga a decirle que procure no hablar mientras yo pienso: lo llevas claro, coño, llevo putos siglos intentando conseguir que no hable, ¿eh? La oigo y todo: venga a darme la brasa con que la culpa es mía, joder. Como siempre, fue ella, que quería seguir bebiendo, la vacaburra borracha. Le dije que si pasara tanto tiempo cuidando de los putos críos como estando de pedo, a lo mejor no irían tan mal en el colegio, sobre todo el cabrito de Jason. Me vuelvo hacia él y le digo: «Oye, no te creas que te vas a librar del cole sólo porque a lo mejor tu madre está en dique seco unas cuantas semanas. Más vale que te pongas las putas pilas, hijo, ¿me oyes?»

A veces pienso para mí que le doy demasiada caña a este capullín. Pero luego me digo: nah, porque a mí mi viejo me dio el mismo tratamiento y no me hizo ningún mal. Quien bien te quiere te hará llorar, dice el refrán. Yo soy la prueba viviente de que es lo mejor. A ver, que a mí nunca me verás tener problemas de ninguna clase con la poli desde hace ya mucho. Me aprendí la puta lección: no me meto en líos y los evito todo lo posible. Lo único que le pido a la vida es beber un poco, el fútbol y echar un polvo de vez en cuando.

Aunque eso me da que pensar: ¿cómo será follársela sin putas piernas…? Así que llegamos a urgencias y el capullo del médico venga a decirme que si estoy en estado de shock, cuando yo lo que estoy pensando es en el fútbol, y como los cabrones ya hayan marcado sí que voy a estar en shock, joder. Me vuelvo hacia el tío y le digo: «Eh, colega…, ella y yo, entiendes… ¿Cuando estemos juntos…?»

El capullo no me seguía.

«En la cama, ¿sabes?» El capullo asiente. «A ver, que si no tiene piernas, coño, ¿cómo voy a cepillármela?»

«¿Disculpe?», me suelta el capullo.

Más espeso que la madre que lo parió. Y encima médico: pa cagarse. Y yo que pensaba que pa hacer ese curro había que tener putos sesos. «Estoy hablando de nuestra vida sexual», le digo.

«Vaya, suponiendo que su esposa sobreviva, deberían ustedes poder llevar una vida sexual normal», me dice el capullo, mirándome como si fuera una especie de zumbao.

«Vaya», le suelto yo, «¡eso sí que es una buena noticia, coño, porque antes muy normal no se puede decir que fuera! A menos que echar un polvo cada tres meses o así sea algo normal, porque para mí no es normal ni de coña.»

Conque ahí estaba yo, intentando ver el puto partido en la tele de la sala de espera. Ni una cerveza ni nada, y todos los zumbaos aquellos agobiándome con formularios y preguntas, y mientras los putos críos venga a dar guerra con que si ella está bien y cuándo nos vamos a casa y toda esa mierda. Joder, se lo dije bien claro a los muy cabritos: ya veréis cuando lleguemos a casa.

Ahora, te digo una cosa: cuando salga del hospital, como no pueda hacer cosas en casa, me doy el piro que te cagas. Anda que no, joder. ¿Cuidar de una puta tocina sin piernas? ¡Sí, hombre, ésa sí que sería buena! Pero si fue culpa suya, encima, la muy foca. Mira que joderme así la tarde. Y no es que el partido fuera para tirar cohetes, ¿eh? Otro puto empate a cero, ¿sabes?

Sentido de culpa católico (Sabes que te encanta)

Hacía un día húmedo y bochornoso. El calor iba recociéndole a uno lentamente. Tenía los ojos llorosos que te cagas por los agentes contaminantes suspendidos en el polen que había en el ambiente. Lágrimas picantes en plan recuerdo para turistas. Puto Londres. Antes el sol y el calor me gustaban. Ahora me lo estaban sacando todo; me estaban chupando los jugos vitales. Y, bien mirado, menos mal que algo lo hacía. Porque hay que ver cómo van vestidas las chavalas en este tiempo. Una puta tortura, tío, una puta tortura.

Había estado ayudando a mi colega Andy Barrow a convertir dos habitaciones en una en un piso de Hackney y tenía la garganta seca por el curro y el polvo de yeso. Cuando llegué ya iba un poco desmayao, seguramente porque las dos noches anteriores me había cogido unos ciegos de campeonato. Decidí dejar de trabajar temprano. Cuando llegué a Tufnell Park y a mi piso de la segunda planta ya me encontraba mejor y con ganas de volver a salir. Pero no había nadie en casa; Selina e Yvette habían salido. No habían dejado ninguna nota, y en este caso ninguna nota en realidad significa una nota que dice: NOCHE DE CHICAS. QUE TE DEN.

Pero Charlie me había dejado un mensaje en el contestador. Estaba más volado que una cometa: «Joe, ya ha parido. Ha sido niña. Estoy en el Lamb and Flag. Estaré hasta las seis más o menos. Acércate si oyes esto a tiempo. Y cómprate un puto móvil, jodido
Jock
[3]
agarrao.»

Una mierda me voy a comprar yo un móvil. Los odio que te cagas. Y a los capullos que los llevan también. La desagradable impertinencia de esas voces desconocidas que en todas partes promocionan sus negocios restregándotelos por la cara. La última vez estaba en Covent Garden con un bajón brutal mientras todos esos putos gilipollas andaban por la calle hablando consigo mismos. Ahora los yuppies imitan a los borrachos de las esquinas, bebiendo en la calle y farfullándose chorradas a sí mismos o a los micrófonos pequeños y casi invisibles que tienen conectados al móvil.

Pero con la puta sed que tengo no necesito que me convenzan demasiado para que vaya para allá. Salgo escopeteao y me quedo sin fuelle por el calor a los pocos metros, cuando noto que la mugre y los gases de la ciudad me atraviesan la piel. Cuando llego al metro, estoy más sudado que el queso de una pizza vieja. Menos mal que aquí abajo se está más fresquito, al menos hasta que se sube uno al puto vagón. Hay un par de maricones sentados enfrente de mí; son de los amanerados y sus voces me taladran el cráneo. Veo dos pares de ojos de Boy Scout, mortecinos e inhumanos; muchos sarasas los tienen así. Me juego algo a que estos cabrones llevan móviles.

Eso me recuerda un par de meses atrás, cuando Charlie y yo estuvimos en el Brewers Inn, en Clapham, en el pub de mariquitas ese que hay junto al parque. Entramos, pero sólo porque estábamos por la zona y estaba abierto hasta tarde. Error. Tanto mariconeo y tantos aspavientos, las voces chillonas y estridentes de los sarasas: me dio asco. Noté que la náusea que se me acumuló en las entrañas me subía lentamente por la garganta, estrechándomela e impidiéndome respirar con normalidad.

Le hice una mueca a Charlie; apuramos las consumiciones y nos marchamos.

Caminamos por el Common en silencio, abochornados y avergonzados, bajo el peso de nuestra curiosidad y nuestra desidia. Entonces vi como uno de ellos se aproximaba a nosotros. Empezó a hacerme mohínes con su boca infecciosa, a saber qué cojones se habría metido en ella. Aquellos ojos asquerosos y semisuplicantes de maricona parecían asomarse directamente a mi alma, alterando mi esencia.

El muy cabrón. Me estaba mirando.

¡A mí!

Arremetí contra él sin más, joder. La presión de mi cuerpo tras el impacto me indicó que había sido un buen golpe. Me abrí el nudillo contra sus dientes de maricona mientras el puto bujarrón se tambaleaba hacia atrás sujetándose la boca. Al examinar los desperfectos, aliviado de que la piel no hubiera empezado a sangrar y a mezclarse con la esencia apestosa de mariquita, Charlie entró a saco sin hacer preguntas; le metió al muy cabrón un hostión guapísimo en un lado de la cara que lo tumbó. El maricón cayó como un fardo en el camino de hormigón.

Charlie es un buen colega; siempre se puede contar con ese cabrón para que te respalde; no es que en este caso me hiciera falta, pero supongo que lo que quiero decir es que le gusta implicarse. Se interesa. Eso se agradece. Pateamos al mariquita caído. De su boca de maricona reventada escapaban gemidos y gritos ahogados. Yo quería borrar los rasgos retorcidos de marioneta del sarasa y lo único que pude hacer fue patearle la cara sin parar hasta que Charlie me apartó.

Charlie tenía los ojos desorbitados; estaba hiperexcitado y con cara de malas pulgas. «Ya basta, Joe, ¿dónde tienes la puta cabeza?», me regañó.

Eché un vistazo al pederasta aporreado y caído, que no dejaba de gemir. Ya estaba servido. Así que vale, había perdido los papeles, pero es que no me molan los maricones. Se lo dije a Charlie mientras nos largamos cruzando el parque, esfumándonos rápidamente entre la oscuridad de la noche, dejando aquello allí tirado y lloriqueando.

«Nah, así no es como veo yo la cosa para nada», me dijo, desbordante de adrenalina. «Si todos los demás tíos fueran maricones, para mí el mundo sería ideal. No tendría competencia: podría elegir entre todas las pibas.»

Eché una mirada furtiva a nuestro alrededor y tuve la impresión de que nos habíamos escabullido sin ser vistos. Estaba anocheciendo y al parecer Clapham Common seguía estando desierto. Mi ritmo cardíaco se fue serenando. «Fíjate en el sarasa tirado en el suelo», le dije, señalando con el pulgar a mis espaldas mientras el aire nocturno me refrescaba y me tranquilizaba. «Tu chica está esperando un crío. ¿Te gustaría que a tu hijo le diera clase en el colegio un pervertido como ése? ¿Querrías que ese maricón le comiera el tarro diciéndole que lo que hace él es normal, coño?»

«Venga, hombre, al tío le metiste y te ayudé, pero yo soy partidario de vivir y dejar vivir.»

Lo que Charlie no entendía era el lado político de la cosa, el modo en que esos cabrones se estaban apoderando de todo. «Nah, pero escucha», le intenté explicar. «En Escocia quieren deshacerse de la sección 28 de la ley municipal, que es lo único que impide que putos maricones como ése les coman el tarro a los críos.»

«Eso es una chorrada monumental», dijo Charlie sacudiendo la cabeza. «Cuando yo iba al colegio no había ninguna puta sección nosecuántos, ni la había cuando mi viejo ni cuando el suyo tampoco. No nos hacía falta. Nadie te puede enseñar con quién te apetece follar, joder. O lo llevas dentro o no.»

«¿Qué quieres decir?», le pregunté.

«Pues que a menos que ya seas un poco así para empezar, sabes que follar con tíos no te apetece», dijo, mirándome durante uno o dos segundos y sonriendo acto seguido.

«¿Y eso qué se supone que quiere decir?»

«Hombre, que igual los
Jocks
sois distintos por aquello de que lleváis putas faldas», me suelta riéndose. Vio que yo no estaba para bromas, así que me dio un puñetazo cariñoso en el hombro. «Venga, Joe, que sólo te estoy tomando el pelo, cabrito picajoso», me dijo. «Nos hemos pasado pero ha salido bien, joder. Pasamos página y a otra cosa.»

Recuerdo que aquello no me dejó muy satisfecho. Hay cosas con las que no se bromea, ni siquiera entre colegas. Pero decidí no darle importancia, sólo estaba un poco paranoico por si alguien nos había visto patear al maricón. Charlie era un gran colega, un tío echao palante; nos vacilábamos un poco el uno al otro para echar unas risas, pero la cosa se quedaba ahí. Charlie era un tipo legal, joder. Así que fuimos a otro sitio: a un local nocturno que conocíamos, y no le dimos más vueltas.

Pero ahora que estoy viajando en el metro me vuelve todo. Con sólo mirar a los asquerosos mariquitas que tengo enfrente. ¡Puaj! Se me revuelven las tripas cuando uno de ellos me sonríe de una manera que a mí me parece un tanto ladina. Aparto la vista e intento controlar la respiración. Clavo los dedos en la tapicería del asiento. Los dos maricones se bajan en Covent Garden; mi parada, coño. Les dejo salir primero hacia el ascensor que tiene que llevarnos a nivel de calle. Está atestado y el solo hecho de estar en las inmediaciones de esos bujarrones me da repelús, así que decido esperar al siguiente. Ya estoy más que asqueado cuando salgo y me dirijo al Lamb and Flag.

Me acerco a la barra; Charlie está hablando por el móvil. Gilipollas. Parece que está con una tía; me suena de algo. Él no me ha visto entrar. «Una niña. A las cuatro y veinte de la madrugada. Dos kilos seiscientos. Las dos están bien. Lily…» Me ve y esboza una sonrisa de oreja a oreja. Le pongo una mano en el hombro y él le hace un gesto a la piba, que deduzco de inmediato que es su hermana.

«Te presento a Lucy.»

Lucy me sonríe, ladeando la cabeza y ofreciéndome la mejilla para que la salude con un beso que estoy encantado de darle. Mi primera impresión es que está en forma que te cagas. Tiene el cabello largo y castaño oscuro y lleva las gafas encima de la cabeza. Lleva vaqueros y un top azul cielo. Mi segunda impresión (que debería ser contradictoria) es que se parece a Charlie.

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