Conjuro de dragones (16 page)

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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

BOOK: Conjuro de dragones
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—Sólo estaba comprobándolo todo —dijo.

El marinero se sentó a su lado. El suelo resultaba agradablemente blando.

—Iban a cenar jabalí esta noche en el pueblo.

—Nos podríamos haber quedado y esperado a Gilthanas.

—De todos modos no tengo hambre. —El retumbante estómago del marinero contradijo sus palabras. Rig escudriñó las sombras—. ¿Dónde están Jaspe y Groller?

La mujer indicó con la cabeza el fondo de la cueva.

—Hay un pasadizo allí atrás, y decidieron investigar. El lobo ha ido con ellos. Jaspe dijo que sólo tardarían unos minutos.

—Creía que Jaspe estaba cansado.

—Los enanos se sienten a gusto en las cuevas. Supongo que resultaba demasiado tentador.

Rig también estaba agotado, pero no deseaba dejar morir la conversación.

—Está muy oscuro ahí dentro —dijo.

—Los enanos ven bien en la oscuridad —respondió ella con una risita—. ¿Dónde has estado toda tu vida, Rig Mer-Krel?

—Casi siempre en un barco. No hay enanos en el mar. —Ella se aproximó un poco más, y Rig sintió la agradable calidez de su brazo contra el suyo; luego observó que tenía el entrecejo fruncido—. ¿Qué sucede? —inquirió con suavidad.

Ella sostuvo en alto una pieza de metal de forma cóncava, una que tenía que ajustarse sobre la rodilla.

—Está abollada. Es de tanto dar tumbos dentro del saco. No tenía nada con lo que proteger las piezas.

El marinero extendió la mano para cogerla. Sus dedos rozaron los de ella y permanecieron así unos instantes; por fin se movieron para coger la pieza de metal.

—No creo que sea muy difícil arreglarla. —Volvió el rostro para mirarla. La solámnica era fuerte, como lo había sido Shaon; pero no era Shaon, ni tampoco era un substituto de ésta. Era una Dama de Solamnia: inflexible, disciplinada, y todo aquello que él no era. Pero resultaba irresistible a su manera. Una cabellera roja del color del atardecer le enmarcaba el rostro. Y estaba tan cerca...

Fiona volvió la cara pegándola casi a la de él, y abrió los labios. Sintió el contacto de su aliento en la mejilla.

—¡Rig! Salid de aquí. ¡Rápido! —Feril estaba de pie en la entrada de la caverna.

—¿Encontraste a Dhamon? —El marinero se incorporó, entregando la pieza de armadura a Fiona.

—No. —La kalanesti meneó negativamente la cabeza—. Perdí su rastro. Pero he encontrado problemas.

* * *

Feril los condujo a una empinada elevación, difícil de ascender. La kalanesti se movió veloz y los esperó en la cima. Cuando la alcanzaron, no les dio ni tiempo para recuperar aliento, ya que los condujo a través de una estrecha quebrada entre las montañas.

Desde el exiguo puesto de observación se divisaba una ladera llena de grava y, al fondo, un pequeño valle salpicado de matorrales que la puesta de sol teñía de color naranja. Más de dos docenas de criaturas de color fuego vagaban por el valle; de vez en cuando se detenían para hurgar en montones de porquería y estiraban los cuellos para espiar en el interior de grietas.

—¿Dracs rojos? —musitó Fiona.

—Jamás había visto ninguno como éstos, pero Palin me contó que existían —respondió Feril.

—Sin duda la progenie de Malystryx —indicó Rig.

Las piernas de las criaturas parecían columnas de fuego; las alas onduladas tenían el color de la sangre, y los rostros eran humanoides, con fauces que sobresalían. Una cresta de púas descendía desde lo alto de la cabeza hasta la punta de la cola. Resultaban seres parecidos a los dracs azules con los que habían combatido Rig y Feril meses atrás en el desierto de Khellendros, pero su espalda era más ancha y el torso más musculoso. Incluso desde esta distancia, resultaban más atemorizadores que los azules.

—Exhalan fuego —explicó Feril—. Vi cómo uno quemaba un arbusto sólo con abrir la boca.

—Son demasiados para nosotros tres. —Fiona mantuvo el tono quedo—. Pero con Jaspe y Groller, y
Furia,
a lo mejor podríamos vencerlos.

—¿Y qué hay de los otros? —Rig señaló en dirección al final del valle, donde una docena o más de dracs rojos permanecían apiñados, y luego indicó una grieta en la ladera situada al otro extremo; era la entrada de una cueva, y se veían más dracs entre sus sombras—. La montaña está repleta de ellos. Apuesto a que buscan a Dhamon.

—Hay un par más no muy lejos por debajo de donde estamos. —La voz de Feril sonó aun más queda—. Están subiendo. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo o nos verán. Dhamon no tiene la menor posibilidad.

—Tal vez no van tras Dhamon. —Fiona dio un golpecito a Rig en el hombro—. Dijiste que a Dhamon lo controlaba la hembra Roja. Si ése es el caso, el Dragón Rojo no enviaría a sus crías en su busca, ¿no es verdad? Sabría exactamente dónde está.

—Entonces, ¿qué crees que buscan? —inquirió Rig.

Fiona se encogió de hombros.

Una docena de dracs situados en el centro del valle conferenciaban entre ellos, gesticulando con los largos brazos y haciendo centellear las afiladas zarpas. Uno de los seres señaló en dirección a la grieta en que estaban ellos.

—Quizá deberíamos salir de aquí —sugirió Feril.

Media docena de criaturas se elevaron por los aires en el preciso momento en que Rig, Feril y Fiona abandonaban, gateando, su escondite, y se lanzaban por la rocosa ladera, en parte corriendo, en parte deslizándose. Sus manos se llenaron de arañazos y escoriaciones al usarlas para frenar la caída.

—¿Creéis que nos vieron? —preguntó Fiona.

—Tal vez —gruñó Rig.

—Sí —insistió Feril; la kalanesti señaló a una pareja de dracs rojos que acababan de aparecer encima de sus cabezas.

—¡Maldición! —exclamó el marinero—. Son veloces. —Sacó su alfanje—. ¡Regresad a la cueva!

Se escuchó el siseo de otra espada al ser desenvainada.

—Lucharé a tu lado —anunció Fiona, y lanzó una mirada furiosa a las criaturas.

—¡Vamos, vosotros dos! —escupió Feril—. Estáis demasiado al descubierto aquí.

Fiona y Rig empezaron a correr; pero, para cuando la entrada de la cueva apareció ante ellos, un tercer drac se había unido a la persecución.

—¡Adentro! —Feril penetró como una exhalación por la abertura de la caverna.

Rig y Fiona tomaron posiciones justo frente a la entrada.

—¡Adentro! —repitió la kalanesti—. Rig, no discutas conmigo. ¡Deprisa!

El marinero estaba demasiado ocupado extrayendo dagas de su cinturón. Sujetó tres con la mano izquierda, mientras aferraba el alfanje con la derecha. Uno de los tres dracs se abalanzó sobre él al mismo tiempo que el marinero lanzaba los cuchillos.

Las dagas atravesaron una bola de fuego que brotó de la boca del ser, y las llamas envolvieron el lugar que Rig y Fiona acababan de abandonar.

—No pude ver si le hice algún daño —refunfuñó Rig mientras se deslizaba al interior de la cueva un segundo después que Fiona.

—No puedo decírtelo —respondió la dama solámnica arriesgándose a echar una ojeada—. Pero los tres siguen ahí fuera. Y vienen más.

—Somos blancos fáciles —gruñó el marinero—. Nos van a asar aun más que al jabalí del poblado.

Feril empezó a abrazar las sombras, los dedos bien abiertos sobre la roca. Sintió su frialdad, las distintas texturas suaves y ásperas. Ya en una ocasión había fusionado sus sentidos con el suelo de piedra —en la cueva de Khellendros varios meses atrás— y había conseguido que la roca fluyera como el agua y cubriera a los guardianes del Dragón Azul. Ahora, una vez más, la piedra tenía un tacto líquido, maleable como la arcilla. Empezó a darle forma mentalmente.

—Muévete —le susurró—. Fluye como un río. —Sacó toda su energía. Sus sentidos se separaron del cuerpo y se fundieron con la pared de la cueva—. Muévete. Fluye —ordenó.

Rig se precipitó de nuevo al exterior y lanzó otras tres dagas al cabecilla de los dracs. Esta vez supo que había acertado. La criatura rugió y se llevó las manos al pecho, en tanto que batía las alas con furia para mantenerse en el aire. Sus zarpas se aferraron a las empuñaduras de los cuchillos; luego lanzó un grito y estalló en una enorme bola de fuego naranja. A pesar de encontrarse a varios metros de distancia, la piel del marinero se llenó de ampollas.

Dos dracs que se encontraban justo detrás recorrieron la distancia que los separaba de él y aterrizaron frente a la cueva. Rig asestó un mandoble al de la derecha que atravesó las rojas escamas y dibujó una línea de sangre aun más roja sobre el abdomen del ser.

Fiona apareció de improviso a su izquierda, lanzando estocadas con su espada. La mujer oyó cómo la criatura aspiraba, sintió el chorro de aire caliente, y saltó al frente, precipitándose contra el drac, al que hizo caer de espaldas, lo que le permitió esquivar por muy poco la bola de fuego que chisporroteó sobre su cabeza y cayó a su espalda.

El marinero no tuvo tanta suerte, ya que el drac lanzó una bocanada de aire, al mismo tiempo que él se aplastaba contra la pared lateral de la entrada de la cueva. Al notar el abrasador calor sobre sus piernas, Rig aulló y soltó el alfanje, dando manotazos a las llamas. Luego volvió a chillar cuando las ardientes zarpas le arañaron la espalda. El drac había saltado encima de él y lo aplastaba contra el suelo.

—¡Rig! —Fiona se atrevió a echar una ojeada por encima del hombro mientras alzaba la espada para defenderse de su adversario.

—Estoy bien —respondió el marinero, apretando los dientes, al tiempo que empujaba hacia arriba hasta conseguir librarse del drac. Sus dedos rebuscaron en el cinturón en busca de más dagas, que sacó y lanzó sin más dilación. Una se clavó en el pecho del ser. Las otras dos erraron ampliamente el blanco.

—¡Rig, Fiona! ¡Entrad en la cueva! —los llamó Feril—. ¡Ahora!

La dama solámnica se batía con una furia que contradecía su fatiga; había herido al drac y lo obligaba a mantenerse a respetable distancia.

El marinero echó una rápida mirada a la abertura, que le pareció más pequeña. Bajó la mano hacia las chamuscadas botas y extrajo otras dos dagas. Las empuñaduras ardían en sus manos, de modo que las lanzó contra el drac más próximo. Ambas dieron en el blanco, una en la garganta de la criatura, la otra en su hombro.

El alarido de la bestia fue inhumano, y desde las alturas le respondieron con gruñidos y siseos; otra docena de seres descendían ya. El drac agitó los brazos en un intento de arrancar los cuchillos, mientras por sus zarpas corría un río de sangre roja. Abrió la boca todavía más.

—¡Fiona! —chilló Rig—. ¡Entra en la cueva, ya!

La solámnica volvió a acuchillar a su presa, y la espada atravesó las rojas escamas y se alojó profundamente en el vientre del ser. Sin esperar a comprobar si había sido una estocada mortal, extrajo el acero y retrocedió. Rig se precipitó al interior de la caverna pegado a sus talones. El aire de la entrada de la cueva se tornó inmediatamente azufrado cuando uno de los dracs estalló con una tremenda explosión.

—¡Qué calor! —jadeó Fiona, mientras intentaba recuperar el aliento. Hurgó en los cierres del peto, haciendo revolotear los dedos por las ataduras de los hombros hasta que la armadura cayó al suelo—. ¡Un calor horrible! —El calor había dejado ampollas en sus brazos, y tenía los hombros en carne viva en los lugares donde el metal del peto le había producido quemaduras.

—Mi alfanje está ahí fuera —dijo Rig. Introdujo dos dedos en la faja de la manga, sacó otro estilete y se agazapó en la abertura. Soltó un apagado silbido y retrocedió apresuradamente—. Y se va a quedar ahí. Tenemos compañía en abundancia. Hay un ejército ahí fuera.

Fiona avanzó para colocarse a su lado y observó cómo la cueva se oscurecía a medida que la piedra resplandecía bajo los dedos de la kalanesti. La roca parecía fundirse como mantequilla grisácea y luego se hinchaba para tapar la abertura. El rostro de un drac apareció por la pequeña abertura que aún quedaba, y la criatura inhaló con fuerza.

—Muévete. Rápido —imploró Feril a la piedra—. Como el agua.

La piedra se fusionó y los encerró dentro de la cueva; los envolvió en un capullo de oscuridad impenetrable y los protegió del chorro de fuego que el drac había lanzado. La kalanesti se recostó contra la pared, jadeante por el esfuerzo.

—Los oigo ahí fuera —susurró—. Patean la roca. Debe de haber docenas ahora. Hablan. Pero no consigo entender del todo lo que dicen. Hay demasiadas voces. —Aspiró con fuerza—. Aguarda. Algo sobre un hombre del color del lodo, sobre que quieren atraparlo. Uno mencionó a Malystryx. Malys quiere al hombre de lodo y a sus amigos. Muertos.

—Un hombre negro —dijo Rig por fin—. Yo. Los dracs no buscaban a Dhamon: nos buscaban a nosotros.

—Eso es imposible —replicó Fiona—. Nadie sabe que estamos aquí ni lo que buscamos.

—Excepto los aldeanos. Sabían que veníamos a las montañas —indicó Feril.

—No nos habrían traicionado —repuso Fiona con brusquedad.

—A menos que los dracs no les dieran la posibilidad de elegir —argumentó la kalanesti.

—Pero esas criaturas estaban por delante de nosotros, no nos seguían.

—¿Lo habrán sabido por Dhamon? —sugirió la solámnica tras meditarlo unos instantes.

—Él no podía saber que lo seguíamos. Al menos, no creo que pudiera. Además, se hubiera enfrentado a nosotros personalmente. No habría tenido necesidad de los dracs. No con esa alabarda.

—Entonces ¿quién? ¿Cómo? —insistió Fiona.

—No lo sé.

—Hemos de escapar de aquí y regresar a Brukt —dijo Fiona. Había temor en su voz—. El pueblo está desprotegido y desconocen la presencia de los dracs. Hemos de hacer algo para que esos monstruos no destruyan a esa gente.

Rig gimió mientras cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro; sentía terribles punzadas en las piernas.

—Si esas criaturas van tras nosotros, correr a Brukt no hará más que poner en peligro a aquellas gentes. Conduciríamos a los dracs directamente hasta ellos.

—Los dracs los matarán —añadió Fiona.

—Y también a nosotros, si los conducimos hasta allí —continuó Rig—. Había al menos cuarenta dracs ahí fuera en el valle, Fiona. Y ésos fueron sólo los que pudimos ver. Podemos ocuparnos de un grupito, uno pequeño, claro; acabar con ellos. Pero no podemos vencer a un ejército. —La Dama de Solamnia se recostó contra él, y el marinero le pasó un brazo por los hombros—. Nos iremos cuando Feril esté segura de que se han marchado —dijo—. Podemos echar un vistazo al pueblo entonces.

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