Conjuro de dragones (19 page)

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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

BOOK: Conjuro de dragones
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Dhamon abrió los ojos con un parpadeo. Silvara estaba frente a él. Al Dragón de las Tinieblas no se lo veía por ninguna parte.

—El dragón dijo que nos podíamos quedar hasta la mañana. ¿Cómo te sientes?

—Helado.

—Hay un poco de agua allí. —La elfa lo ayudó a incorporarse—. Será mejor que te limpies y laves la sangre de tus ropas. Luego será hora de vestirse.

—Silvara...

—Puedes entrar.

Gilthanas penetró en el interior. La cueva estaba iluminada tenuemente por la refulgente esfera plateada que seguía flotando en el aire.

Dhamon se encontraba en el fondo de la cueva, vestido con unas andrajosas polainas negras y la negra túnica de piel que había llevado bajo la armadura de los Caballeros de Takhisis. Sostenía la alabarda, que todavía le provocaba un cierto calorcillo en la mano, aunque en absoluto molesto. La apoyó en la pared de la cueva y se puso la negra capa. Las ropas, recién lavadas, estaban húmedas.

—¿Dhamon? ¡Es Dhamon! ¡Usha, mira! —Ampolla penetró como un torbellino y casi derribó a un Gilthanas cogido por sorpresa. La seguía Usha Majere, que se detuvo justo delante del elfo, en tanto que la kender corría al fondo de la cueva, parándose sólo un instante para mirar con asombro la esfera de luz y rodear con cautela el charco de sangre—. ¿Qué les ha sucedido a tus cabellos? Tienes el cabello negro. —Se llevó las manos a las caderas—. Antes era rubio.

Dhamon echó una mirada al charco de sangre del Dragón de las Tinieblas que se extendía por el suelo. Sus ojos tenían motas plateadas.

—¿Qué ha sucedido? —insistió la kender.

—Es sangre de dragón —respondió por fin Dhamon—. No hubo forma de lavar la sangre.

Silvara dedicó un saludo a Usha, y se unió a Gilthanas en la entrada de la cueva. Leyó en su rostro las innumerables preguntas que deseaba hacer, y sus ojos le contestaron que las respuestas las tendría más tarde.

—¿Las envió Palin? —preguntó la elfa en voz baja.

Gilthanas asintió con un gesto.

—¿Crees que podrás transportarnos a todos? —preguntó a su vez.

—Desde luego. —Silvara sonrió de oreja a oreja, y sus dedos elfos envolvieron los de él. Él le oprimió la mano y la atrajo hacia sí—. ¿Adónde vamos?

—Todavía no lo sé —repuso Gilthanas—. Palin se pondrá en contacto con nosotros por la mañana. Sospecho que primero querrá que nos encaminemos hacia la costa de Khur. Tal vez quiera que busquemos a Feril y Rig.

—¿Y que luego encontremos el reino de los dimernestis? —inquirió ella, ladeando la cabeza.

Gilthanas asintió.

—Allí habita un dragón marino, como ya sabes —repuso Silvara—. Uno muy grande.

12

Intrigas azules

El Dragón Azul no podía oler a los escorpiones gigantes, y eso le molestaba. Sin embargo, los oía claramente, ya que las mandíbulas de las criaturas castañeteaban entre sí sin motivo aparente, y las patas tintineaban sobre el suelo de piedra de la guarida de Khellendros. Percibía la magia que los envolvía y escuchaba los latidos de sus corazones si se concentraba: aquellos ritmos que sonaban idénticos no variaban jamás.

Los centinelas obedecían a Ciclón a rajatabla, sin darle motivos para dudar de ellos; pero al dragón ciego no le gustaban, y en especial le disgustaba que hubieran sido creados por Fisura, el huldre.

Cuando Khellendros se convirtiera en el consorte de la renacida Malystryx —la nueva Takhisis, como ella osaba denominarse—, cuando esta guarida y este reino fueran de Ciclón, los escorpiones gigantes morirían. El dragón disfrutaba con aquel pensamiento, del mismo modo que pensaba ya con ansiedad en el destierro del enigmático duende. Si Khellendros conseguía abrir el Portal, al huldre lo dejaría en Krynn, de eso Ciclón no tenía duda. Pero el duende no permanecería en los Eriales del Septentrión. El Dragón Azul menor no toleraría la presencia de un ser en el que no confiaba. Los dracs custodiarían el cubil de Ciclón y le serían leales sólo a él.

El Dragón Azul se tumbó sobre la arena del desierto de Tormenta; los escorpiones permanecían a su espalda ante la entrada de la cueva, sin dejar de chasquear las mandíbulas y agitar las patas. Cuatro mujeres bárbaras estaban ante él. Ciclón olió la dulzura de la persistente lluvia de la tarde, mancillada por el olor de las pieles húmedas de animal que las humanas vestían. Por encima de todo, el dragón olía su miedo; una humana se había hecho sus necesidades encima. Ciclón sonrió feroz. Imaginaba su aspecto: humanas musculosas, la piel tostada por el sol, los cabellos enmarañados. Mentalmente, veía sus ojos, muy abiertos y fijos, temerosos de parpadear o de apartar la mirada de él. Sin duda les dolían las piernas, se dijo muy satisfecho. No les había permitido sentarse desde hacía horas.

Detestaba a los humanos.

Le recordaban a Dhamon Fierolobo, el hombre que le había quitado la vista, que en el pasado lo había engañado haciéndole pensar que los dos podían ser aliados. Dhamon le había hecho creer que un humano podía ser amigo de un dragón.

Los odiaba con toda su alma.

Ciclón había estado ocupado, dedicándose a asaltar los pequeños poblados bárbaros que salpicaban los Eriales del Septentrión. Confiaba en su oído para seleccionar aquellos individuos cuyos corazones latían con más fuerza, los más jóvenes, los más sanos y más apropiados para convertirse en dracs. De estas humanas saldrían mejores dracs que de las que Khellendros había capturado. Tormenta sobre Krynn había decidido que era necesario un cuerpo femenino para Kitiara. El señor supremo podía transformar a estas mujeres en dracs y escoger a uno de ellos para la transformación definitiva.

Ciclón pensaba prestar mucha atención al proceso. Cuando los Eriales del Septentrión fueran suyos, y él fuera señor supremo, crearía su propio ejército de dracs.

El Azul deseó que Dhamon Fierolobo estuviera allí.

¿Cómo olería el miedo de Dhamon al verse transformado en drac, cuando su envoltura humana se deshiciera para quedar reemplazada por escamas? Pero, antes, tenía la intención de cegar a su antiguo compañero, robarle el más preciado de sus sentidos.

La lluvia empezó a caer con más fuerza mientras el dragón estudiaba a las mujeres. Ahora caía en forma de cortina de agua. El viento era más fuerte, también, y aullaba para anunciar la inminente llegada del señor supremo Azul. Ciclón imaginó el centelleo del relámpago, olió los vestigios de calor en el aire; sabía casi con precisión cuándo retumbaría el trueno, impulsado por el violento cambio en la temperatura ambiente.

Los truenos eran ahora más seguidos y sonoros, y ya podía escuchar, aunque lejano, el batir de las alas del señor supremo.

—Khellendros —saludó Ciclón, agitando la cabeza mientras el Azul aterrizaba.

Tormenta sobre Krynn estudió a las cuatro humanas, cuyo miedo creció sensiblemente con la llegada del dragón de mayor tamaño.

—Lo has hecho muy bien —anunció el señor supremo al cabo de unos instantes—. Son recipientes muy apropiados.

—¿Apropiados para tu Kitiara?

Khellendros entrecerró los ojos, mientras paseaba la mirada de un espécimen a otro. Cuatro mujeres, todas musculosas, jóvenes y fuertes.

—Las mujeres —dijo Tormenta—; prepáralas.

Ciclón condujo a las cuatro humanas al interior de la guarida, y los dos escorpiones se hicieron a un lado con un sonoro tintineo de patas.

El temor de las mujeres había alcanzado un punto febril, y el olor que desprendían resultaba embriagador para el Dragón Azul menor.

Khellendros se quedó en la entrada y se concentró en la tormenta, para exigir que el viento aullara más fuerte. Estas mujeres eran los mejores sujetos humanos que había visto. Kitiara se habría sentido satisfecha, se dijo.

Clavó la mirada en la torrencial lluvia y volvió a imaginarse a la mujer: armadura de escamas azules, capa hasta los tobillos, los negros rizos ondeando al aire, los ojos muy abiertos y fijos en él. Rememoró lo que había sentido al perderla: un vacío inconmensurable, aunque en realidad no mayor del que sentía ahora. No haber podido impedir su muerte lo había llenado de amargura, de un sentimiento de inutilidad. Con su desaparición, se había quedado sin una motivación para hacer algo importante... excepto mantener la palabra dada a su compañera.

Recordó cómo se sentía cuando buscaba su espíritu al otro lado de los Portales de Krynn. La había perseguido durante siglos, aunque en Krynn habían transcurrido tan sólo unas décadas. Hacia el final, había perdido la esperanza y se había resignado a seguir viviendo de un modo incompleto; pero, cuando regresaba a Ansalon a través de El Gríseo —el reino entre los reinos donde habitaban los duendes y flotaban los espíritus de los hombres—, volvió a percibir su presencia. Su espíritu le dio la bienvenida, lo abrazó. El dragón dejó entonces muy claro que regresaría a buscarla cuando tuviera un cuerpo apropiado, y su espíritu pareció complacido.

—Pronto —siseó Tormenta sobre Krynn—, La hora llegará pronto. —Cerró los enormes ojos y sintió cómo la lluvia le golpeaba las escamas. La energía de los relámpagos fluyó a su interior.

Malystryx no podía comprender lo que lo ataba a esta humana, y se enfurecería si descubría que ocultaba reliquias que pensaba utilizar para recuperar a Kitiara. No estaba dispuesto a entregar los preciados objetos a la Roja para su transformación en diosa; que fueran los otros señores supremos los que renunciaran a sus tesoros.

La señora suprema era incapaz de entender que pudiera amar a una humana más de lo que probablemente pudiera amarla a ella. Tormenta tenía que admitir que la oferta de la Roja era tentadora. Gobernar Krynn a su lado como consorte de una diosa dragón significaría un poder inimaginable. —Sin embargo, aquel poder no podía llenar todo el vacío que sentía.

—Ah, Kitiara —suspiró Khellendros. Una idea cosquilleó en el fondo de su mente, y la saboreó mientras sus mandíbulas se torcían hacia arriba en una sonrisa maliciosa—. Habrías sido mejor cónyuge que Malys. —Pasó una garra por la arena y observó cómo la lluvia llenaba con rapidez el hueco—. Tal vez los dioses te hicieron una mala pasada. Kitiara uth Matar, al hacerte humana. Pero a lo mejor Tormenta sobre Krynn podrá remediarlo.

Elevó la testa hacia el cielo, abrió las fauces, y sintió cómo la energía de su interior crecía y estallaba en forma de relámpago. El cielo tronó a modo de respuesta.

—Colocaré tu espíritu en el cuerpo de Malys, querida Kit. Ascenderás a la categoría de divinidad y te convertirás en la única diosa de Krynn. Y yo gobernaré a tu lado. Ahora es sólo cuestión de escoger el momento oportuno.

Dio media vuelta y se introdujo en la oscuridad de su cubil.

13

Escollos y revelaciones

Jaspe estaba cansado. Le dolían los pies, su estómago retumbaba, y necesitaba desesperadamente un baño. Pero no se quejaba; al menos no de modo que los otros pudieran oírlo. El jabalí del poblado habría sido delicioso, lo sabía, y quedarse a ayudarlos a devorarlo no los habría retrasado tanto, además de permitirle pasar algunas horas más junto a Garta Quijadapedrosa, que era el nombre de la jerarca del pueblo. Hacía más de un año que no se relacionaba con otro miembro de su raza.

El enano pasó los rechonchos dedos sobre las paredes calizas. Le gustaba el tacto de la roca; siempre le había gustado. De joven había aprendido a valorar la piedra en sus visitas a Thorbardin. Le encantaba su olor.

Avanzaba por el pasadizo despacio, en parte porque disfrutaba de lo que lo rodeaba, pero principalmente porque estaba cansado. Sabía que debería haberse quedado descansando con los otros cerca de la entrada de la cueva; eso habría sido lo sensato. Pero este pasadizo resultaba... tentador. A su espalda, oyó el crujido de guijarros bajo las gruesas botas de Groller, y de algún punto sobre su cabeza le llegaron chillidos de murciélagos. Aquello era música para sus oídos. Hacía demasiado tiempo que no estaba bajo tierra. Echaba enormemente de menos aquellos viajes a Thorbardin.

Furia
se encontraba a poca distancia, y el enano oía el sordo jadeo del lobo. No había pedido a Groller y
Furia
que lo acompañaran, aunque no había puesto objeciones cuando lo siguieron. El enano sospechaba que, tras el incidente entre Feril y la serpiente, el semiogro no quería que nadie deambulara solo.

El corredor se estrechó y se torció hacia abajo. Se hallaban ya tan lejos de la entrada que ni un atisbo de luz llegaba hasta ellos. Los ojos del enano podían ver en la oscuridad, de modo que echó una mirada a su espalda. Groller palpaba el camino con los largos dedos de la mano derecha, en tanto que mantenía la izquierda al costado para acariciar la cabeza de
Furia.

Hilillos de agua descendían por la pared, indicando que existía un río de montaña en algún punto por encima de ellos. Jaspe se llevó el agua a los labios. Era dulce. «No seguiremos adelante mucho más —se dijo el enano—. Sólo doblaremos esta esquina.» Extendió las manos para tocar la roca, que era mucho más fina aquí; a juzgar por el modo en que el pasadizo se curvaba y descendía, imaginó que lo había formado mucho tiempo atrás algún río subterráneo.

—En épocas pasadas —musitó—. Quizás incluso antes de los dragones. Me pregunto hasta dónde llega este túnel... Deberíamos regresar. Sí, deberíamos regresar. Espera. ¿Qué es esto?

El corredor se dividía; un lado ascendía de forma pronunciada y se estrechaba visiblemente, mientras que el otro seguía descendiendo en espiral. Las paredes del pasillo estaban veteadas de minerales, y Jaspe descubrió marcas de picos en ella. «Así que de este pasillo se extrajeron minerales —pensó—. Tal vez lo hicieran enanos. Quisiera saber cuándo fue eso.»

Una capa de pizarra sobresalía de la roca. El enano partió un trozo con el pulgar y se metió la piedra en la boca para chuparla.

—Sólo un poco más adelante —dijo Jaspe a Groller, tirando de la raída túnica del semiogro para indicarle la dirección que pensaba tomar.

—Vas dema... siado le... jos —protestó él.

El enano buscó las manos de Groller. Las ahuecó y las juntó frente al semiogro; luego las separó muy despacio. Era el gesto que su amigo le había enseñado para indicar «más». Enseguida volvió a juntar las manos de Groller: el símbolo de «pequeño».

«Sólo un poco más», se dijo Jaspe.

—No mucho más, Jas... pe. —Groller captó la idea—. Feril preocupa... da.

El enano siguió adelante, hurgando aquí y allá con los dedos para intentar averiguar cuándo se había excavado en el corredor.

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