Dos días más tarde, a falta todavía de confirmación oficial para la sentencia sobre Quinn, el
Trojan
levó anclas y se hizo a la mar.
Por lo que parecía, el asunto todavía se alargaría.
Dos días y medio después de dejar English Harbour, el
Trojan
trazaba su ruta hacia el oeste empujado por el recio viento que llenaba sus gavias rizadas y su mayor de trinquete. Con el foque del navío de doble cubierta apuntando hacia el brumoso horizonte y nubes de espuma que saltaban por encima de la toldilla y el alcázar, era una ocasión excelente para ejercitar en la maniobra de las velas a la nueva dotación, y conjuntarla así con los hombres más veteranos.
Dejando aparte algunas minúsculas islas atisbadas a lo lejos por la amura de estribor, el mar aparecía vacío. Un inacabable desierto de azul profundo sobre el que viajaban las olas coronadas por blancas crestas, testimonio de la potencia del viento.
Bolitho esperaba recostado en el pasamanos de babor. El aroma cálido del café reconfortaba su estómago. Se preparaba para su guardia de la tarde, que debía empezar dentro de quince minutos. No había gozado de un momento de descanso. Tenía a sus órdenes numerosas caras nuevas que precisaba reconocer, memorizar y clasificar junto a los nombres correspondientes. Representaba un esfuerzo constante la necesidad de distinguir a los marinos hábiles de los torpes, los cuales parecían disponer igualmente de cinco dedos en cada mano. Pero eso no le impedía captar la atmósfera que reinaba a bordo del navío. En la cubierta baja de cañones palpitaba una mezcla de resignación y confusión, mientras que en popa se respiraba un aire de amargura.
Las órdenes recibidas enviaban el
Trojan
hacia Jamaica. Sus cubiertas inferiores se hallaban abarrotadas por un contingente de infantes de marina que el almirante enviaba a aquella isla, tras la urgente petición de su gobernador, para restablecer allí la ley y el orden. El mal tiempo había hecho naufragar numerosas embarcaciones de comercio local de Jamaica, mientras que, para colmo de males, llegaban noticias de un nuevo levantamiento de los esclavos en dos de las plantaciones mayores. La rebelión parecía contagiarse y estar en el aire por todas partes. Si Gran Bretaña quería mantener el poder en sus posesiones del Caribe, no tenía más remedio que actuar de inmediato, en vez de esperar y dejar que los franceses —y posiblemente los españoles— bloqueasen las rutas marítimas e invadiesen algunas de las islas.
Pero Bolitho sospechaba que Pears debía de ver el papel de su intervención bajo un prisma distinto. El grueso de la flota se preparaba para un inevitable despliegue, listo para una guerra en toda regla. En un momento en que todos los navíos de línea disponibles eran necesarios, a él le mandaban a Jamaica. Su
Trojan
era utilizado como poco más que buque de transporte.
Ni siquiera la explicación del almirante, según el cual el
Trojan
no precisaba de ningún buque de escolta, por lo que su uso dejaba libres otras unidades necesitadas en misiones alejadas, había tenido efecto alguno. Diariamente, Pears salía para su paseo a lo largo y ancho del alcázar, siempre vigilante en su atención al navío y a la disciplina con que era manejado, pero solo y ajeno a lo que ocurría con el resto de la gente.
Bolitho pensó que no ayudaba a los ánimos de su comandante el saber que, escondida tras el horizonte, se hallaba la costa sureste de la isla de Puerto Rico, vecina del lugar donde Coutts había comprometido a toda la dotación en un combate sin esperanzas. Según cómo se mirase, hubiese sido mucho mejor que el
Argonaute
no hubiese planteado batalla. Por lo menos así se podría contar con una victoria completa y contentarse con ella. ¿Acaso el almirante francés también había usado a su comandante como cabeza de turco para justificar una misión fallida?
Pero, como ya dijo Cairns, era preferible hallarse en el océano y navegar que verse obligado a girar en torno a un fondeo, gruñendo y suspirando sobre lo que hubiese ocurrido si las cosas hubiesen sido distintas.
Estudió la cubierta del combés, abarrotada de agitados uniformes escarlatas y montones de armas. D'Esterre y el capitán de infantería al cargo del contingente pasaban revista y comprobaban los preparativos por centésima vez.
—¡Atención, cubierta!
Bolitho alzó la mirada contra el sol que abrasaba su piel como si fuese un chorro de arena.
—¡Una vela, señor! ¡Por la amura de estribor!
Dalyell estaba todavía al cargo de la guardia; era precisamente en ocasiones como aquella cuando su inexperiencia se hacía más patente.
—¿Qué? ¿Dónde? —gritó fuera de sí el joven teniente antes de arrancarle el catalejo de las manos al guardiamarina Pallen y precipitarse hacia los obenques de estribor.
El viento se llevaba la voz del vigía apostado en el tope del mástil:
—¡Una vela pequeña, señor! ¡Quizá sea un pescador!
Sambell, que era el asistente del piloto adjudicado a la guardia, comentó con acidez:
—¡Por suerte no está a bordo el almirante Coutts! ¡Todavía nos obligaría a perseguir a ese desgraciado!
Dalyell le miró severamente.
—Trepe a la arboladura, señor Sambell. Infórmeme de todo lo que vea. —Luego divisó a Bolitho y sonrió con incomodidad, para confesar—. Llevamos tanto tiempo sin avistar un buque o una vela, que me ha pillado a contrapié.
—Así parece, señor mío. —Ésa era la voz de Pears, cuyos zapatos chirriaban al desplazarse sobre las tablas de la cubierta del alcázar. El comandante escudriñó el reglaje de las velas y luego echó un vistazo a la aguja magnética—. ¡Hummm!
Dalyell miró hacia el asistente del piloto, cuya ascensión por la jarcia del mastelero parecía interminable.
Pears se acercó a la barandilla del alcázar y observó a los infantes de marina antes de hablar.
—¿Pescador? Podría ser. En esta zona se hallan numerosos islotes. Excelentes refugios donde reponer agua y leña con que hacer fuego. Y no hay mucho peligro, mientras se mantenga uno alerta.
El hombre frunció el ceño al oír que Sambell avisaba desde las alturas:
—¡Cambia el rumbo para no cruzarse con nosotros! ¡Se dirige hacia uno de los islotes!
Dalyell, con la mirada fija en su comandante, se humedeció los labios:
—Será porque nos ha avistado, ¿no le parece, señor?
Pears se encogió de hombros:
—Es poco probable. Nuestros vigías en la perilla ven a mucha más distancia que una gente sobre un casco de bajo francobordo.
Se frotó el mentón. A Bolitho le pareció descubrir un súbito y extraño brillo en su mirada.
Luego, Pears ordenó con brusquedad:
—Hombres a las brazas, señor Dalyell. Vamos a caer tres cuartas. Gobiernen hacia el noroeste—norte. —Sus manos entrechocaron con furia—. ¿Bien? ¿Qué espera? ¡No se quede quieto! ¡De un oficial se espera algo más que eso, señor mío!
El alboroto de gritos y pasos de hombres que se desplazaban hizo salir a Cairns a cubierta. Sus ojos parecían posarse en todos los lugares a la vez, al tiempo que oteaba el horizonte en busca del velero.
—Una vela por la amura de estribor, señor Cairns —explicó Pears—. Podría ser un pescador, pero yo no lo creo. Lo normal es que, con los tiempos que corren, los pescadores naveguen en grupos.
—¿Será otro corsario, señor?
Cairns se expresaba con extremada cautela. Bolitho dedujo que en las últimas semanas el primer teniente había tenido que soportar en más de una ocasión la viperina lengua de Pears.
—Posiblemente.
Pears hizo un gesto dirigido a D'Esterre, quien avanzaba dando codazos por entre los grupos de infantes de marina suplementarios, apretujados en un intento de apartarse del trabajo de los marinos trasegando con brazas y drizas.
—¡Capitán D'Esterre!
Pears alzó la mirada en el mismo instante en que las vergas pivotaban colgadas de sus centros y la cubierta modificaba su ángulo de escora tras el cambio de rumbo.
—Me dirá usted cómo planea desembarcar a sus hombres en la isla de Jamaica, en el caso de que se haya producido una nueva rebelión.
—A bordo de los botes, señor —replicó D'Esterre—. Les dividiré en columnas, que alcanzarán la costa más allá del puerto para adentrarse en la montaña antes de buscar al comandante local.
La expresión de Pears se metamorfoseó en una especie de sonrisa.
—Estoy de acuerdo —dijo apuntando a las bancadas de los botes—. Esta tarde, a la puesta de sol, haremos un ejercicio de desembarco. —Ignoró la mirada sorprendida de D'Esterre y aclaró—: El destino será uno de esos islotes que hay más adelante.
Bolitho le oyó luego explicar a Cairns:
—Si hay algún maldito pirata en estas latitudes, nuestros infantes de marina se encargarán de aplastarlo. En cualquier caso, la misión les servirá de ejercicio. Ya que quieren que el
Trojan
sirva de transporte de tropas, lo haremos bien. No, mucho mejor que bien.
Cairns sonrió, alegre de ver que Pears recuperaba su antiguo entusiasmo.
—A la orden, señor.
El timonel avisó:
—¡Noroeste, una cuarta norte, señor!
—¡Tal como va, no se desvíe ni un grado!
Cairns esperó con impaciencia a que la guardia de Bolitho relevase a Dalyell. En cuanto eso hubo ocurrido, explicó:
—Por Dios, ¡daría cualquier cosa por atrapar a uno de esos forajidos! ¡Sólo para que el contraalmirante Coutts aprendiese la maldita lección!
Pears, que le había oído, murmuró desde su rincón:
—Calma, calma, señor Cairns. Con eso basta. —Pero no dijo más.
Bolitho observó la rutina con que sus hombres ocupaban sus respectivas posiciones mientras los francos de guardia descendían al sollado para comer. Seguía creyendo que la aventura emprendida por Coutts era correcta. Sus motivos, sin embargo, le parecían menos justos.
¿Por qué Pears iba ahora a tomarse la molestia de desembarcar varias columnas de infantes de marina en busca de un barco avistado tan poco importante? ¿Le impulsaba su orgullo herido, o el temor de verse enfrentado a un consejo de guerra instigado por el almirante Coutts tras el combate con el
Argonaute
?
Pears habló con Bunce:
—Mi intención es apartarme de la costa en cuanto los infantes de marina hayan desembarcado. Conozco bastante bien estas aguas. Tengo algunas ideas acerca de lo que nos deparan.
—No lo dudo, señor —replicó Bunce con una media carcajada—. Creo que es el Señor quien nos ha traído hoy aquí.
—Es muy probable, señor Bunce —respondió Pears con una mueca—. Habrá que verlo —añadió antes de darse la vuelta y concluir—: y rogar a Dios.
Bolitho se dirigió intrigado a Cairns:
—¿Qué significa eso?
Cairns se encogió de hombros:
—Conoce estas aguas, no lo dudo. Tan bien como las conoce el Sabio o más, diría yo. Pero también me he estudiado la carta de navegación, y aparte de arrecifes y corrientes, no veo razón para tanto alboroto.
Ambos se volvieron para observar a Pears, que continuaba paseando de un costado al otro del alcázar.
—Me retiro a popa para comer —explicó de repente Pears—. Esta tarde haremos formar a toda la dotación y prepararemos los botes. Quiero cañones giratorios en la bancada de proa de las yolas y los lanchones. Elijan cuidadosamente a los hombres que embarquen. —Se interrumpió para escrutar a Bolitho y continuó—: Usted se ocupará de los detalles del desembarque. Puede tomar de segundo al señor Frowd. Las fuerzas terrestres estarán al mando del capitán D'Esterre.
Tras ello, el comandante abatió la cabeza y anduvo lentamente hacia la toldilla, cruzando las manos a su espalda.
—Me alegro por él —dijo quedamente Cairns—, pero no estoy seguro de que actúe con prudencia.
Bunce murmuró:
—Mi madre, señor, me enseñó una frase cuando era niño: se refería a las cabezas demasiado brillantes colocadas sobre hombros demasiado jóvenes. No daban buen resultado, según contaba.
El piloto, tras terminar la frase, se encaminó a su vez hacia la toldilla escondiendo una sorda risa. Cairns agitó su cabeza desconcertado:
—¡Jamás se me habría ocurrido que ese maldito tuviese madre!
El
Trojan
se acercó a menos de una milla del islote más próximo y facheó sus velas para ponerse a la capa mientras se comenzaba el proceso de arriar botes al agua y ocuparlos con los soldados de infantería.
La mayoría de esos infantes llevaban mucho tiempo destacados en Antigua; únicamente sabían de la guerra de Norteamérica por las noticias que llegaban en los navíos en tránsito. Si bien pocos de ellos sabían por qué eran enviados a una isla desconocida, y los que lo sabían se lo tomaban más bien como una broma, todos respondieron con buena voluntad y mejor humor.
El ambiente desenfadado llevó al sargento Shears a exclamar con cólera:
—¡Maldita sea, señores míos, esto parece un viaje de placer!
Había oleaje, por lo que se tardó más de lo previsto en completar los botes. Cuando, por fin, se liberaron de sus amarras y pusieron rumbo hacia el litoral, la luz menguaba ya por el oeste, desde donde los últimos rayos de sol pintaban las crestas de las olas de colores ambarinos y dorados.
Bolitho viajaba de pie sobre la bancada de popa de la yola que abría la marcha. Con una mano se apoyaba en el hombro de Stockdale, firme al control de la caña del timón. Por más que la ensenada donde debían tomar tierra había aparecido muy clara en el dibujo de la carta, con aquella luz no era fácil distinguirla del resto de la costa. La cruda realidad era que nadie allí conocía con exactitud las posiciones de todos los arrecifes y bancos de arena sumergidos. Varias veces atisbaron el brillo misterioso de alguna roca medio sumergida, cuya visión en la extraña luz del atardecer había despertado ansiedad entre los apretujados soldados. Estos, equipados con sus pesadas botas, y cargados con sus armas y bolsas de municiones, sabían que si su bote volcaba y caían al agua serían los primeros en ir a parar al fondo del mar.
—De hecho, Dick —estaba diciendo D'Esterre—, no me extrañaría que en este preciso momento nos estuviesen vigilando. Nos deben de haber visto a lo lejos. Imagino que no tendrán valor para enfrentarse a una columna de infantería, ¡pero tampoco vamos a encontrarles!
Una nueva roca que afloraba sobre la superficie del agua desfiló cerca de las palas de los remos de estribor. Bolitho hizo señales mediante una bandera blanca al bote que le seguía. Éste repitió a su vez el mensaje, y así toda la fila. Para entonces el
Trojan
no era ya más que una borrosa sombra, pues a medida que los botes se apartaban de su costado había largado más trapo para recuperar su arrancada. Según lo planeado, el navío usaría el viento portante para dirigirse hacia el costado de sotavento del islote; allí esperaría señales o mensajes sobre el resultado de la misión.