Aquel día de octubre de 1979, Quinn era interrogado por un tribunal de justicia militar en la cámara de Pears. Era un procedimiento casi tan grave como un consejo de guerra.
Bolitho observó el resto de los navíos fondeados en la protegida rada de English Harbour. Sus inmóviles cascos se reunían con las imágenes invertidas que el agua reflejaba. Las lonas y toldos se hallaban desplegadas sobre las cubiertas. Las escotillas, abiertas, intentaban atrapar el menor soplo de brisa. Muy pronto esos navíos, y otros parecidos, se enfrentarían a lo que el
Trojan
había tenido que sufrir bajo el fuego artillero del
Argonaute
. Ya no iban a vérselas con rebeldes valerosos, pero inexpertos, sino con la flor y nata de la Armada de Francia. Habría que reforzar la disciplina, no se podría tolerar ni un fallo. Todo eso reducía, si cabe, las esperanzas de Quinn.
Se volvió al oír que el teniente Arthur Frowd, oficial de la guardia, cruzaba la cubierta para reunirse con él. Frowd, como Libby, había logrado su codiciado ascenso; ahora esperaba ser destinado a otro navío más propicio. Pese a ser el teniente más novato, era todavía el de más edad de todo el grupo. Bolitho, viéndole andar erguido en su nuevo uniforme, con su mata de pelo cuidadosamente atada en una cola sobre la nuca, pensó con admiración que tenía tan buen aspecto como un comandante.
—¿Qué piensa usted que le harán? —dijo Frowd incómodo.
No parecía atreverse a mencionar directamente a Quinn. Al igual que ocurría a otros hombres de la dotación, probablemente tenía miedo de sentirse vinculado a él en cualquier forma.
—No estoy seguro.
Los dedos de Bolitho juguetearon con la vaina de su sable. Se preguntaba por qué el tribunal se demoraba tanto. Ya Cairns había pasado por la cámara de popa, al igual que D'Esterre y Bunce. Era un momento desagradable y odioso, casi tanto como lo sería ver la horca del consejo de guerra erigida en un buque militar, o asistir al ritual de la procesión de botes que pasaban de buque en buque para asistir al castigo por azotes ante toda la escuadra.
—Yo pasé miedo —explicó—. Para él, por tanto, debía de ser mucho peor. Pero…
—Usted lo ha dicho, señor —replicó Frowd con vehemencia—: Pero. Esa palabra lo cambia todo. ¡Si en lugar de él, se tratase de un marinero sin familia en este momento ya estaría colgado de la verga del mayor!
Bolitho no respondió, sino que esperó a que Frowd se marchase hacia la borda y hablase con el retén de guardia de botes que laboreaba en el costado. Frowd no lo entendía. ¿Cómo iba a entenderlo? Bastante difícil era para cualquier joven de buena familia alcanzar el rango de teniente. Pero para alguien de la cubierta de cañones resultaba mucho más difícil, casi imposible. Frowd lo había logrado contando únicamente con su sudor y su escasa educación. Veía el fracaso de Quinn como una traición, no como una debilidad.
El sargento Shears cruzó el alcázar con paso marcial y saludó a Bolitho con un elegante gesto.
Bolitho se volvió hacia él.
—¿Mi turno?
Shears oteó con una mirada toda la cubierta, los hombres de guardia, los mozos y los centinelas, y musitó:
—Sí, señor. No está yendo muy bien, señor. —Su voz descendió hasta el nivel del murmullo antes de añadir—: Mi capitán ha presentado su testimonio y uno de los del tribunal, altivo como un gallo, le ha respondido: «¡Qué va a saber un oficial de infantería sobre los marinos!» —Shears parecía seriamente ofendido—. ¡Jamás había oído algo parecido, señor!
Bolitho se encaminó hacia popa con pasos rápidos y apretó con la mano la empuñadura de su espada para sentirse más preparado.
El salón de día del comandante Pears estaba completamente despejado. El lugar normalmente destinado a los muebles estaba ocupado por una gran mesa desnuda junto a la que se sentaban los tres capitanes.
También se hallaban presentes otros militares, desconocidos en su mayoría para Bolitho, que ocupaban sillas colocadas a ambos lados de la mesa. Vio a los hombres que habían testificado antes que él: Cairns, D'Esterre. En un rincón, sentado y con las manos cruzadas sobre el regazo, estaba el comandante Pears.
El capitán de mayor rango le dirigió una severa mirada:
—¿El señor Bolitho?
Bolitho sujetó su sombrero bajo el brazo y respondió:
—Sí, señor. Segundo teniente.
El capitán situado en el extremo derecho, un hombre de facciones afiladas y labios muy delgados, preguntó:
—¿Se hallaba usted presente en cubierta cuando los acontecimientos que provocaron esta investigación tuvieron lugar?
Bolitho vio la pluma del secretario apoyada sobre el montón de papeles blancos. Y enseguida, por primera vez, advirtió la presencia de Quinn.
Se hallaba inmóvil, erguido y en posición de firmes, junto a la puerta de la cabina comedor. Por su aspecto parecía que le costase respirar.
—Así es, señor. —Qué absurdo era eso, pensó. Todos sabían perfectamente dónde se hallaba cada cual en aquel momento. Probablemente supieran hasta la posición del cocinero de a bordo. A pesar de ello, añadió—: Tenía bajo mi mando la cubierta del combés cuando nos enfrentamos al enemigo por la banda de estribor.
El presidente del tribunal, un capitán de navío a quien Bolitho recordaba haber visto en Nueva York, le reprendió con voz tajante:
—Si es posible olvide las formalidades. No es a usted a quien estamos investigando. —Dirigió luego su mirada hacia el capitán de los labios delgados y añadió—: Convendría no olvidar eso. —Finalmente se volvió de nuevo hacia Bolitho—: ¿Qué vio usted?
Bolitho sintió el peso de las miradas de los que, tras él, le observaban y esperaban. Si por lo menos supiese lo que había ya sido dicho en aquella sala, especialmente por parte del comandante.
Carraspeó para aclararse la garganta:
—No teníamos previsto entrar en combate, señor. Pero el
Argonaute
desarboló a la balandra
Spite
sin que mediase provocación o aviso. No nos quedaba otra opción.
—¿Quiénes eran ustedes? —La pregunta encerraba alguna malicia.
Bolitho se ruborizó y se sintió torpe e inhábil ante los tres pares de ojos que parecían taladrarle.
—Oí al almirante expresar su opinión de que combatiríamos si hacía falta, señor.
—¡Ah! —El interrogador mostró una tenue sonrisa—. Prosiga.
—Fue un combate sangriento, señor; ya antes de empezar nos hallábamos faltos de hombres con experiencia. —Notó el sarcasmo que aparecía en la mirada del capitán de finos labios y añadió suavemente—: Eso no pretende ser una excusa, señor. Si hubiera visto la forma con que nuestros hombres combatieron y murieron aquel día, entendería mejor lo que pretendo explicar.
Pudo entonces sentir la tensión en la silenciosa cámara, parecida a la tremenda calma que precede un huracán. Pero ya no había nada capaz de frenarle. ¿Qué sabían ellos? Lo más probable era que jamás se hubiesen visto obligados a luchar con oficiales con tan poca experiencia, y con hombres sin preparación alguna. Se acordó del hombre que, en la mesa del cirujano, suplicaba que le salvasen la pierna; del primer infante de marina que murió al caer desde el mástil al agua, donde flotó abandonado a la deriva. ¡A tantos les había ocurrido algo parecido! A demasiados.
—El navío francés —explicó— se aproximó orzando hacia barlovento y abarloó su casco al nuestro. Sus gentes se lanzaron al abordaje, o lo intentaron… —Al llegar a este punto el recuerdo del oficial francés que vio caer entre los dos cascos que colisionaban, incapaz de soltar la espada enrojecida por la sangre, le hizo vacilar—. Pero conseguimos rechazarles —dijo finalmente antes de observar las facciones desencajadas de Quinn—. El señor Quinn permaneció todo el rato junto a mí, asistiéndome, y soportó el fuego enemigo hasta el momento en que la acción finalizó.
—En aquel momento, usted fue conducido al sollado. ¿Es eso correcto? —asertó el presidente del tribunal.
El mismo hombre, estudiando el tenso semblante de Bolitho, preguntó:
—¿Qué edad tiene usted?
—Cumpliré veintiún años este mes, señor. —Le pareció oír tras él la risa sorda de alguno de los presentes.
—Y según tengo entendido, se enroló en la Armada a los doce. Lo mismo hicimos la mayoría de nosotros. Por añadidura, proviene usted de una distinguida familia de marinos. —Su voz se endureció repentinamente—. De acuerdo con su experiencia de oficial de Su Majestad, señor Bolitho, ¿tuvo usted noción, durante la serie de desgraciados acontecimientos relatados aquí, de que la actuación del señor Quinn estuviese falta de habilidad o de valor?
Bolitho respondió con voz queda.
—En mi opinión, señor… —pero no pudo llegar más allá.
El presidente interrumpió insistiendo:
—Según su experiencia.
Bolitho, desesperado, se sintió atrapado.
—No sé qué responder a eso, señor.
Suponía que eso le comportaría una reprimenda, o la expulsión de la sala. Pero el presidente se limitó entonces a preguntar:
—Ese hombre era amigo suyo, ¿verdad?
Bolitho alzó de nuevo su mirada hasta Quinn y sintió un súbito odio por los tres capitanes del tribunal, por los espectadores que escuchaban reprimiendo el aliento, y por todo el mundo en general.
—Sigue siendo mi amigo, señor —respondió con firmeza. Inmediatamente oyó tras él los murmullos de sorpresa y anticipación, pero eso no le impidió añadir—: Quizá estaba asustado, pero también lo estaba yo, así como muchos otros. Negar nuestro miedo sería actuar estúpidamente.
Antes de volver a posar su mirada en la mesa, vio que Quinn alzaba la mandíbula en un patético gesto de desafío.
—Pueden ver que su historial es irreprochable —dijo Bolitho—. Le he tenido a mis órdenes en varias misiones de gran dificultad. Sufrió una herida importante y…
El capitán de labios finos se inclinó hacia adelante para mirar a sus compañeros de mesa:
—Creo que hemos oído suficiente. El presente testigo no tiene nada que añadir. —Escrutó directamente a Bolitho y añadió—: Me consta que rehusó un destino que el contraalmirante Coutts estaba dispuesto a ofrecerle. Dígame: ¿Su gesto se debe a la falta de ambición?
El presidente frunció el ceño e, inmediatamente, volvió la cabeza ante el sonido de unos pasos que se movían en la sala.
Bolitho adivinó, sin siquiera levantar la mirada, que quien se movía era el comandante Pears.
—¿Deseaba usted aclarar algún punto, comandante Pears? —preguntó el presidente.
La ronca y familiar voz de Pears sonó sorprendentemente tranquila:
—Respecto a la última pregunta. Creo que me toca a mí responderla. No se trata de falta de ambición, señor. ¡En mi familia, a eso le llamamos lealtad, maldita sea!
El presidente alzó la mano para controlar el revuelo que la excitada intervención había creado en la sala.
—Tiene razón —dijo antes de mirar con expresión triste a Bolitho—. Sea lo que sea, mucho me temo que en el caso del teniente Quinn la lealtad no basta. —El presidente se alzó. Inmediatamente, se pusieron en pie los espectadores y testigos reunidos en la cámara.
—Se suspende temporalmente la sesión.
Ya fuera, sobre el alcázar iluminado por el sol, Bolitho esperó a que se marcharan los visitantes.
Dalyell y el recién llegado teniente, Pointer, se hallaban junto a él cuando apareció en cubierta Quinn.
Éste se acercó hasta él y murmuró:
—Le agradezco sus palabras, Dick.
Bolitho se encogió de hombros:
—No parece que sirvieran de gran ayuda.
—Tiene usted más coraje que yo, Dick —afirmó Dalyell con voz queda—. ¡Ese capitán de navío, con esos ojos como el hielo, me hacía estremecer de terror nada más verlo!
—Sea como fuese —dijo Quinn— el presidente del tribunal estaba en lo cierto. No me podía mover. Era como si estuviese muerto, incapaz de ayudar a nadie.
En el mismo instante, vio que Cairns se aproximaba al grupo y añadió con prisa:
—Voy a retirarme a mi camarote.
El primer teniente se asomó por encima de la borda y observó la fila de botes abarloados al casco.
—Espero que no tardaremos en hacernos de nuevo a la mar —expresó.
Los otros hombres se apartaron. Cuando Bolitho se quedó solo con Cairns, preguntó:
—Neil, ¿fue el propio comandante quien acabó con las posibilidades de Quinn?
Cairns le dirigió una mirada pensativa.
—No. Fui yo. Lo vi todo, pese a no estar involucrado en el combate. Imagine que uno de los tiradores franceses le hubiese acertado a usted, o que usted hubiese caído bajo una bala encadenada. ¿Cree que Quinn hubiera defendido el castillo de proa y expulsado a los atacantes? —Su semblante mostró una sonrisa grave mientras su mano apretaba el brazo de Bolitho—. No le pido que traicione su amistad, por supuesto. Pero usted sabe tan bien como yo que si Quinn hubiese estado al mando de la defensa en proa habríamos caído en manos de las gentes del
Argonaute
.
Cairns hizo una pausa y su mirada recorrió la cubierta. Probablemente, al igual que hacía Bolitho en aquel momento, recordaba la dureza del combate. Añadió:
—Están en juego muchas vidas de hombres, aparte del honor de un oficial.
Bolitho se sintió mareado. Reconocía la razón de Cairns, pero sentía lástima por Quinn.
—¿Qué decisión tomarán?
—El asunto llegará al conocimiento del almirante superior de la zona —replicó Cairns—. Se ha arrastrado ya demasiado tiempo, y se ha hecho público. El almirante también se enterará de quién es el padre de Quinn y de su influencia en la comunidad de negocios de Londres.
Bolitho detectó un deje de amargura en la voz de Cairns cuando éste añadió: —No le colgarán.
Cuando, tras la comida del mediodía, el tribunal reanudó su sesión, la predicción de Cairns se reveló acertada.
La comisión investigadora había decidido que el teniente James Quinn sería declarado incapaz debido a las heridas recibidas al servicio de Su Majestad, y, por tanto, debería ser apartado del servicio activo. Faltaba sólo la confirmación del Alto Mando para que se le ordenase desembarcar y esperar un pasaje que le llevase a Inglaterra. Tras ello, se le dispensaría de sus responsabilidades y cargos en la Armada.
Nadie ajeno a esas intrigas acertaría a comprender su desgracia. Nadie, excepto el hombre a quien más le importaba eso: su padre. Bolitho tenía severas dudas de que Quinn pudiese soportar esa pesada carga durante mucho tiempo.