Al ver una sombra que se desplazaba bajo la escotilla abierta, Bolitho imaginó por un momento que sus hombres habían abandonado allí a alguien herido o prisionero. Pero era un cadáver flotando en el agua, que golpeaba ya los entrepuentes. Estaba a punto de alcanzar el nivel de la cubierta.
—¡No soy muy buen nadador, se… señor! —murmuró Couzens sin dejar de mirar la superficie del agua. Sus dientes castañeteaban a pesar del cálido sol.
Bolitho le observó:
—¿Por qué diablos, entonces, no saltó a bordo del bote?
Pero inmediatamente comprendió cuál sería la respuesta, y añadió:
—Permaneceremos juntos. Por allí veo una verga de madera que nos servirá de apoyo…
El bergantín abrió fuego de nuevo. Esta vez el proyectil abrió un surco entre las crestas, salvó el bote que bailaba entre ellas y cruzó a la velocidad de un tiburón lanzado al ataque por entre varios hombres que nadaban en círculos.
Ahora entendía la intención de su capitán al reducir el trapo. Quería asegurarse de que aniquilaba por completo el contingente de ingleses. Así, en el futuro, cualquier oficial se lo pensaría dos voces antes de decidirse a apresar un barco cargado de valiosos suministros.
El
dandy
se encabritó, se alzó de proa y empujó montones de accesorios sueltos y cuerpos hacia los imbornales.
Bolitho observó de nuevo el bergantín. De no ser por Couzens, habría preferido permanecer a bordo y esperar la muerte. No le cabía duda. Si tenía que morir, era mejor hacerlo plantando cara al enemigo. Pero Couzens no merecía una muerte como aquella. No era justo privarle de la oportunidad de salvarse.
El bergantín había dado timón a una banda y sus yardas temblaban en gran confusión mientras su rumbo lo alejaba del barco medio hundido. Alcanzó a ver el nombre pintado en el ancho espejo de popa, White Hills, así como un rostro que le observaba asustado tras las cristaleras de la galería.
—¡Va a virar otra vez de bordo! —Bolitho habló a voz en grito sin siquiera darse cuenta—. ¿Qué se le habrá ocurrido? ¡Dentro de un minuto tendrá el viento a
fil
de roda!
El viento soplaba con demasiada intensidad para las pocas velas desplegadas en el aparejo del bergantín. Este no tardó en quedar completamente al pairo, como había previsto Bolitho, mientras las velas hinchadas a la contra flameaban en una confusión desordenada.
Se oyó un estruendo sordo. Por un instante, Bolitho pensó que se había partido un mastelero del bergantín o alguna de sus vergas del mayor. Luego, incrédulo, vio el enorme boquete que se había abierto en la desgarrada gavia de su palo mayor. El viento la redujo a jirones que golpeaban el mástil mientras todavía miraba.
Sintió la presión de la mano de Couzens en su brazo, y oyó su eufórica voz:
—¡Es el
Trojan
, señor! ¡Ahí está!
Bolitho se volvió y vio el navío de dos cubiertas, prácticamente inmóvil en la calima matutina, parecido a una prolongación de los dos islotes más próximos.
Sin duda Pears había calculado al segundo el momento de su intervención. Usó la noche para dejarse llevar a la deriva, empujado por el viento y la corriente, y ahora se aprovechaba del mismo viento que mantenía paralizado al bergantín para desplazarse lentamente y bloquear así su único canal de escape.
Dos lenguas de fuego surgieron simultáneas de los cañones del castillo de proa. Bolitho adivinó tras ellas a los cabos de cañón, como si estuviese a su lado. Sin duda Bill Chimmo, el artillero mayor del
Trojan
, supervisaba personalmente cada uno de los precisos disparos.
Oyó el fragor de los astillazos de madera debidos al impacto de una bala de dieciocho libras en el bergantín.
La cubierta del
dandy
empezó entonces a deslizarse bajo sus pies. Saltó por encima de la borda y se zambulló con Couzens agarrado a él como una lapa. Pero no lo hizo antes de oír el coro de vítores salvajes, ni tampoco antes de ver que la apenas estrenada bandera norteamericana era arriada del pico del bergantín.
A pesar de la distancia, la artillería del
Trojan
tenía poder devastador suficiente para en pocos minutos reducir a trozos el bergantín, y su capitán era consciente de ello. El momento debía de resultarle amargo, pero muchos de los suyos se lo iban a agradecer.
Nadaron entre jadeos y arcadas de agua hasta alcanzar la verga a la deriva, donde se agarraron con todas sus fuerzas.
—Creo que es usted quien ha salvado mi vida —consiguió articular Bolitho. Era cierto, pues al contrario de Couzens no había pensado en librarse de sus ropas, ni tan siquiera de su sable, y agradecía ahora la ayuda del tronco de madera.
Se esforzó en mantenerse a flote entre las crestas de las olas. Veía cómo el segundo bote remaba lentamente en su dirección; sus remeros se asomaban de vez en cuando por la borda y recogían a alguien que nadaba, o permitían que se agarrase a ambas bandas del casco. Más allá aparecían los otros botes, sobre los que los infantes de marina y los marinos asignados a su vigilancia avanzaban más rápido de lo que Bolitho había pensado.
—¿Qué hace el bergantín? —preguntó.
Couzens observó alargando el cuello por encima de la verga y replicó:
—¡Han quedado al pairo, señor! ¡No van a intentar huir!
Bolitho asintió, incapaz de proferir siquiera una palabra. El
White Hills
no tenía elección, y menos aún mientras los botes mandados por D'Esterre tuvieran la precaución de no colocarse entre él y la formidable artillería del
Trojan
.
La captura de un bergantín no iba a devolver la vida a ninguno de los que habían muerto, pero enseñaba a los todavía vivos en la dotación del
Trojan
lo que eran capaces de conseguir, y les permitía recuperar su perdido orgullo.
Los restantes botes disponibles en el
Trojan
estaban ya en el agua y remaban para participar en las labores de rescate. Bolitho vio que las dos chalupas saltaban sobre las olas al lado del pequeño lanchón. A pesar de eso, transcurrió una hora hasta que el sonriente guardiamarina Pallen les izó a él y al guardiamarina Couzens a bordo del menor de los botes auxiliares.
A Bolitho no le costaba imaginar lo que el retraso había hecho sufrir a Stockdale. Pero el servicial Stockdale conocía ya suficientemente a su teniente para saber que debía mantenerse apartado y proteger el bote sobrecargado con heridos y hombres medio ahogados. Sus vidas eran para Bolitho más importantes que el rescate de un teniente ileso, capaz de valerse por sí mismo y de nadar para salvarse.
Cuando por fin llegaron a bordo del
Trojan
, las emociones eran contradictorias. Por un lado, tristeza, pues algunos de los más veteranos y válidos hombres habían caído o estaban heridos, pero junto a ella reinaba la alegría sin límites por haber actuado sin asistencia y haber vencido.
Antes que otra cosa hubo que destacar una dotación de presa que se hiciera cargo del elegante bergantín. Luego, los marineros, formados en los pasamanos del
Trojan
, recibieron con vítores al grupo de hombres victoriosos a su regreso. En el
Trojan
se vivía la sensación de haber obtenido la mayor victoria de todos los tiempos.
Aunque algunas pequeñas anécdotas, unas más dramáticas que otras, sobresalieron del resto, como ocurría siempre.
Uno de los marinos, por ejemplo, sacudía febrilmente a su compañero y le explicaba que estaban ya junto al casco de su navío, antes de darse cuenta, incrédulo, de que había fallecido.
Los vítores también dejaron paso a las risas cuando Couzens, desnudo como cuando vino al mundo, saltó por el portalón de entrada con toda la dignidad que le permitían las circunstancias; dos infantes de marina presentaban armas ante él sonriendo por lo bajo.
Emocionante fue el momento en que Stockdale se avanzó para dar la bienvenida a Bolitho, con su mueca lenta y torcida, más expresiva que cualquier frase de bienvenida.
Pese a todo, fue Pears quien más triunfó durante la jornada. Alto, fornido y pesado como su amado
Trojan
, el comandante lo observaba todo en profundo silencio.
Viendo que Couzens intentaba esconder su desnudez, Pears vociferó iracundo:
—¡No es esa la forma correcta en que un oficial de Su Majestad se presenta ante sus superiores, señor mío! ¡Por todos los santos, teniente Couzens, me pregunto qué idea se le ha metido en la cabeza, se lo digo de veras! —Luego, cuando el muchacho corría ya ruborizado hacia la escotilla más próxima, añadió—: Aunque también me siento orgulloso de usted, no lo dude.
Bolitho se avanzó por el alcázar dejando que sus zapatos gimieran sobre las tablas. Pears le recibió con mirada sombría.
—Así que ha perdido el
dandy
, ¿eh? Iba cargado hasta la borda, me imagino.
—Sí, señor. Sospecho que en sus bodegas transportaba los cañones necesarios para terminar de armar el bergantín. —Vio a varios de sus hombres desfilar cojeando, mientras racimos de manos manchadas de alquitrán se alargaban para darle palmadas. Añadió con voz pausada—: Nuestros hombres murieron con honor, señor.
Observó la maniobra del bergantín, que desplegaba de nuevo sus velas; la mayor de trinquete estaba hecha jirones. Imaginó que Pears había puesto el buque al mando de un asistente del piloto durante el tiempo que los infantes de marina necesitaban para registrar sus cubiertas y pasar revista a la dotación apresada. Frowd probablemente sería luego nombrado comandante de la presa, para recompensarle en cierta manera por su rodilla destrozada. Aunque Thorndike hiciera ahora algún milagro, y más tarde en algún hospital le compusieran mejor la articulación, el hombre iba a quedar cojo para el resto de su vida. Había alcanzado el rango de teniente. Frowd sabía mejor que nadie que esa herida le impediría ascender más en el escalafón.
Transcurrió casi toda la tarde antes de que ambos veleros librasen el collar de islotes y navegasen de nuevo en mar abierto. Ver alejarse por popa las líneas de arrecifes y las corrientes arremolinadas producía una sensación de alivio.
D'Esterre regresó a bordo del
Trojan
con un nuevo e interesante hallazgo del que informar.
El capitán del
White Hills
era ni más ni menos que Jonas Tracy, hermano del hombre fallecido durante el apresamiento de la goleta
Faithful
. Al parecer, su intención era luchar hasta el final contra los cañones del
Trojan
, por más que no tenía posibilidad alguna. Pero la suerte se había aliado en su contra. Los hombres de su tripulación carecían, en su mayoría, de experiencia en el combate naval. Ésa era, de hecho, la razón por la que Tracy había sido puesto al mando del barco. Tanto su reputación como la larga lista de sus victorias contra la armada británica le convertían en candidato ideal. Durante el combate, Tracy ordenó a sus hombres que hicieran virar por avante el
White Hills
. Pretendía descubrir un nuevo paso, muy estrecho, que sospechaba existía entre la cadena de islas, y huir por él. Sus hombres, aterrorizados ya tras la primera andanada del
Trojan
, perdieron la serenidad cuando una bala precisa dio de lleno contra el costado del bergantín. El proyectil se partió en fragmentos al golpear la cureña de un cañón de la borda opuesta. Uno de sus fragmentos, del tamaño de un motón, acertó a Tracy y le arrancó el brazo a la altura del hombro. La visión de su capitán, valeroso y exigente, herido de muerte ante sus propios ojos había bastado, y los propios tripulantes habían arriado la bandera rebelde.
Bolitho ignoraba si Tracy continuaba con vida. El destino había jugado con él al permitirle disparar precisamente contra el causante de la muerte de su hermano, aunque sin saberlo.
Bolitho se había retirado a su pequeño camarote para lavarse cuando una nueva conmoción agitó la cubierta superior. El grito del vigía anunciaba una nueva vela visible por el horizonte.
Pronto el velero aparecido fue más visible; se trataba de una fragata que navegaba a toda vela; se dejó caer sobre la ruta del
Trojan
y, sin más ceremonias, su capitán hizo arriar un bote para desplazarse a bordo del navío.
Bolitho se vistió corriendo con su camisa y sus calzones y subió a cubierta. La fragata se llamaba
Kittiwake
, Bolitho recordaba haberla visto ya durante su estancia en Antigua.
La dotación del
Trojan
recibió a su visitante con el mismo ceremonial que habría usado de estar fondeada en la rada de Plymouth. La guardia de estribor presentó sus armas, las órdenes aullaron por las cubiertas. Pears avanzó hasta el pasamanos para dar la bienvenida al oficial. Bolitho reconoció en él a uno de los integrantes del tribunal encargado de investigar el caso de Quinn. No era el presidente ni tampoco el capitán de navío de labios finos y la actitud vengativa. Se trataba del tercer oficial que, según recordaba Bolitho, no había abierto la boca en su presencia.
El sol caía ya hacia el oeste cuando el amo y señor de la
Kittiwake
se despidió con unos andares menos firmes que los que tenía al llegar a bordo.
Bolitho observó cómo la fragata largaba de nuevo sus velas. A la luz del atardecer, los rectángulos de tela adquirían un color de seda dorada. Pronto desaparecería por el horizonte. Su comandante no dependía de la autoridad del alto mando ni de los caprichos de los almirantes. Suspiró con envidia.
Cairns se acercó sin dejar de vigilar a la guardia en funciones, que se preparaba para largar velas y hacer arrancar de nuevo el navío.
—Traía varios despachos desde Antigua —explicó con voz queda—. Le han comisionado desde su escuadra para dirigirse a Jamaica, donde llegará antes que nosotros. Por lo visto ya no somos proscritos.
Su voz sonaba distinta de lo habitual. Como remota.
—¿Hay algún problema?
Cairns volvió hacia él la cara que el sol poniente iluminaba y hacía brillar.
—El comandante Pears cree que la verdadera batalla naval tendrá lugar aquí, en el Caribe.
—¿Y no en Norteamérica? —Bolitho no alcanzaba a comprender su mal humor.
—Diría que sabe, tan bien como usted o yo, que la guerra en Norteamérica está ya sentenciada. Acaso logremos alguna victoria aislada. Las precisamos si queremos mantenernos a la altura de los franceses cuando éstos se definan de una vez por todas. Pero para ganar una guerra hacen falta más que victorias aisladas, Dick. —Se interrumpió para darle un amable golpe en la espalda y sonreír con tristeza—: Le estoy haciendo perder tiempo. El capitán le requiere en la popa.