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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Criopolis (31 page)

BOOK: Criopolis
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—Tómese su tiempo. Lo primero es lo primero.

Roic la despidió. La joven se dirigió pasillo arriba hacia donde una plataforma flotante cargada salía ya por una puerta y giraba. El hombre alto sujetó un gotero a una pértiga, se inclinó y examinó a su paciente. Roic pudo ver a un hombre cubierto por una sábana, firmemente amarrado, con una mascarilla de oxígeno en la cara que sofocaba sus gemidos. Dio un paso adelante, lleno de curiosidad y preocupación, mientras la plataforma salía flotando al pasillo flanqueada por sus dos escoltas.

El doctor Leiber parpadeaba, los ojos hinchados, y gemía tras la máscara de plástico.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Roic, siguiéndolos tras la puerta—. ¿Es algo peligroso? ¿Necesitan ayuda?

—No, gracias —le respondió el tipo alto—. Todo está bajo control.

—¿Ha sido un ataque al corazón?

—No lo sabemos todavía. Tan sólo se desplomó.

—¿Drogas? ¿Es ésta una zona mala? Acabo de desembarcar. —Por una vez, el aspecto y el acento extranjero de Roic funcionaban en su favor—. Estaba a punto de registrarme en este sitio para dormir mientras se me pasaba el salto lag, pero ahora no estoy tan seguro.

El tipo ancho le miró irritado.

—No, está bien. Vaya a registrarse.

La pareja abrió las puertas de la furgoneta y metió dentro la plataforma. Ambos subieron para asegurarla.

Roic asomó la cabeza tras ellos.

—¿Están seguros?

—Sí, estamos seguros —dijo el alto, exasperado, desde la zona de carga sin ventanillas.

—Bien —replicó Roic, sacó su aturdidor y les disparó a los dos.

Eso ahorraría un montón de esfuerzo. Y una pelea. Roic odiaba las peleas. Que fuera grande no significaba que le gustara acabar lastimado.

La voz sin aliento de Johannes sonó a su lado, no por el comunicador.

—¿Qué demonios está pasando?

Cuando Roic le había dicho «cúbreme» no se refería a tan cerca, pero no podía reprocharle al teniente su curiosidad. Johannes abrió los ojos de par en par mientras escrutaba las sombras.

Roic guardó el aturdidor en la funda que llevaba al hombro.

—Acabamos de rescatar al doctor Leiber. Aunque no estoy muy seguro de que él lo vea de esa forma.

Entró en la zona de carga, comprobando primero el estado de salud de sus víctimas. El disparo de aturdidor no era seguro en modo alguno: podía causar todo tipo de disturbios en gente que tuviera problemas de salud. Por fortuna, estos dos parecían enormemente sanos. Tras asegurarse de su cooperación continuada por el simple medio de un leve disparo repetido en la base de cada cuello, los colocó más cómodamente. Se volvió entonces hacia Leiber.

Roic, después de todo, no tuvo que decir aquello de «lo hemos salvado, agradézcalo, voy a llevarlo a un refugio seguro», en lo que no tenía ninguna fe: Leiber había perdido el conocimiento. Roic deseó con todas sus fuerzas que hubiera sido solamente un hipospray de drogas y no un veneno mortal. Aunque de estar planeando un asesinato sangriento y secreto, si él fuera enemigo de Leiber se aseguraría de quererlo vivo para interrogarlo primero con pentarrápida. De hecho, Roic quería interrogar a Leiber con pentarrápida por su propio bien. Pero esa decisión tendría que ser de milord.

Leiber continuó respirando con normalidad, y su piel no se volvió de ningún color alarmante. Hasta ahora, muy bien.

—Sígueme al escondrijo de la señora Suze —instruyó a Johannes. «El doctor Durona estará allí, entre otras útiles amenidades.» Pensó un momento—. No, mejor: guíame hasta la señora Suze.

Cerró la puerta trasera de la furgoneta, encendió los reflectores y siguió a Johannes para salir del aparcamiento. Roic se preguntó si la forma de abordar la vida de milord, o al menos sus investigaciones auditoriales, se le estaba pegando. No solía ser tan altivo con el proceso debido. Era difícil decir, a veces, si el estilo de milord era el resultado de una dedicación absoluta al deber, costumbre de los todopoderosos privilegios Vor, o simple locura. Roic sólo sabía que ahora mismo sentía un inexplicable deseo de silbar alegremente.

En cambio, se llevó a los labios el comunicador de muñeca, llamó a milord y dio un resumen conciso de la misión de esta mañana, si la lacónica orden de milord de «Roic, aplasta a ese cretino» podía ser expresada tan grandiosamente.

Y entonces, solo en la cabina del conductor, fue silbando todo el camino hasta el escondite de Suze.

Sentado ante la mesa de la cocina del consulado, con la imaginación desbordada de posibilidades, Jin contó de nuevo su parte del dinero, que Roic había repartido solemnemente entre Mina y él durante el desayuno esta mañana. Mina ya había guardado su parte en la mochila, pero observaba con interés cómo él manejaba su fajo de billetes: cinco mil nuyen, más de lo que había tenido en toda su vida. En los buenos tiempos, antes de que su padre muriera, Jin nunca había recibido más de quinientos, ni siquiera en su mejor cumpleaños.

—¿Qué vas a hacer con lo tuyo? —preguntó Mina.

—No estoy seguro todavía. Podría comprar comida para mis criaturas durante meses. O comprar algunas nuevas. Siempre quise tener peces, pero tía Lorna no me dejaba, y era imposible en el refugio de Suze. No puedes ir cargando con peces si tienes que vivir en la calle.

Mina frunció el ceño.

—¿Crees que vamos a estar aquí tanto tiempo?

Jin vaciló.

—No lo sé.

—¿Crees que tendré suficiente para un poni?

—¿Dónde meterías un poni? Necesitarías, no sé, montones de terreno terraformado, creo. El jardín trasero que hay aquí no es lo bastante grande.

—El patio de tía Lorna tampoco —reconoció Mina—. Al menos el cónsul Vorlynkin tiene hierba.

Jin trató de imaginarlo. El trozo de jardín del consulado era apenas mayor que su salón. Estaba bien para las gallinas, pero no creía que funcionara para nada mucho más grande.

—De todas formas —dijo, intentando animarla—, todavía tienes a la Señora Murasaki. Los ponis tienen cuatro patas, las arañas tienen ocho, así que debería ser el doble de buena, ¿no?

Mina le dirigió una mirada de frío desdén.

—Me gustaría verte intentando ponerle una silla y una brida.

Jin trató de imaginar unas riendas del tamaño de una araña (¿de hilo anudado, tal vez?), y a qué tipo de insecto podrías convencer para que montara una araña lobo. Que la araña lobo no se comiera. Cabalgar sería un deporte mucho más emocionante, pensó, si los ponis comieran presas como lo hacían las arañas. ¿Tenía el consulado algo de hilo que pudiera prestarles…? Pero antes de que pudiera seguir imaginando cosas, el cónsul Vorlynkin y Miles-san entraron en la cocina, poniéndose las chaquetas.

—Vorlynkin va a llevarme al refugio de la señora Sato para que vea algo —les dijo Miles-san. Roic y él habían pasado un montón de tiempo allí últimamente, pensó Jin, y volvían con aspecto serio y pensativo, aunque ninguno dijo por qué. Y Raven-sensei ni siquiera había vuelto—. Yuuichi Matson está aquí, así que no estaréis solos. Pero si algún desconocido aparece para asuntos del consulado, tenéis que apartaros de las habitaciones delanteras y el vestíbulo. Arriba estaréis bien, o en el jardín trasero, si no hacéis demasiado ruido.

—Volveré enseguida —prometió Vorlynkin.

Mina alzó la cabeza.

—¿Creen que encontrarán alguna vez a mamá?

—Esperamos tener buenas noticias pronto —dijo Miles-san.

Jin no estaba seguro de cómo interpretar aquel tono tranquilizador de voz. ¿Más mentiras de adulto? Por la expresión ceñuda del rostro de su hermana, le pareció que Mina tampoco se lo creía.

Pero lo que ella dijo fue:

—Lord Vorkosigan, si tuviera niños les regalaría ponis, ¿verdad? ¿No arañas?

Él pareció un poco sorprendido.

—Los tengo y lo he hecho. Ponis, no arañas. Aunque supongo que podrían tener arañas si quisieran tener algunas. Dios sabe que tenemos cucarachas mantequeras. «Con iniciales grabadas.» ¿No os he enseñado nunca mis fotos?

Y entonces, para sorpresa y creciente desazón de Jin, se sacó del bolsillo un holocubo y procedió a mostrarles imágenes de una mujer de tamaño normal y cabellos oscuros (Jin pudo ver que era de tamaño normal porque había fotos de los dos juntos, y la cabeza de Miles-san apenas le llegaba al hombro), junto con una asombrosa sucesión de niños de diferentes edades. Jin no los distinguió a todos hasta que vio una foto de grupo: un niño de pelo oscuro y una niña pelirroja un poco más jóvenes que Mina, otra niñita en brazos de la mujer bonita, y un bebé rollizo en mitad del grupo. Cuatro niños. Esperó que Mina tuviera el buen sentido de parecer interesada y no perturbada. Todavía no estaba seguro de lo que era Miles-san, pero parecía tener un montón de poder. Incluso el cónsul hacía lo que él quería.

—Y aquí está Helen en su poni en Vorkosigan Surleau (es una casa que tenemos en el campo, junto a un lago), y aquí está Sasha acariciando el suyo. Xander. Alex, quiero decir.

Jin se preguntó qué tipo de padre descuidado era Miles-san para no poder recordar el nombre de su propio hijo. Era el único niño, después de todo. No es que necesitara hacer una lista hasta que llegara al que le molestaba, como hacía el tío Hikaru con Tetsu y Ken y él a veces.

Pero Jin tenía que admitir que eran unos ponis muy bonitos, uno gris plata moteado, el otro de un brillante marrón oscuro con calcetines y crin y cola negros, y una estrella en la frente, ambos con oscuras miradas líquidas y amistosas, tolerando a sus niños-admiradores. Mina se quedó boquiabierta, llena de pura ansia. Sí, ya, una casa grande en «el campo». Con montones de animales: había perros y gatos y pájaros al fondo de aquellas fotos, y quién sabía qué criaturas moraban en aquellas colinas boscosas. Y peces en un lago de verdad, no sólo en un pequeño tanque de agua, y tal vez maravillas nativas que reptaban y se arrastraban y que vivían en los arroyos que desembocaban en el lago… mejor de lo que Jin se había atrevido a soñar.

Y todo pertenecía a estos otros niños. Niños que tenían una madre y un padre con vida, además. ¿Cómo era aquella frase que decía el tío Hikaru? «El que tiene consigue.»

Y los que no tenían no conseguían, supuso Jin que era la mitad no hablada de esa lección. Miró a aquellos niños, y a Miles-san, tan obviamente satisfecho y orgulloso, y no dudó de que Mina probablemente tuviera ganas de llorar. Él mismo tenía la garganta tensa de envidia y de ridícula ira. No es que Miles-san hubiera mantenido a su familia en secreto a propósito, para mortificar luego a Jin.

—No me habría atrevido a no enseñarles a cabalgar —continuó Miles-san—. El fantasma de mi abuelo me habría atormentado si no lo hubiera hecho, y no es el que el viejo buitre no lo haga de todas formas. Los Vor eran una casta militar, allá por la Era del Aislamiento. Caballeros, más o menos… o bandidos, quizá, dependiendo del punto de vista. Jinetes, en cualquier caso. Es una tradición —le dio a la última palabra un énfasis especial, como si le supiera rara en la boca—. Una habilidad completamente inútil, hoy en día, pero la mantenemos igualmente.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Vorlynkin.

—Sí —contestó Miles-san. Se guardó el holocubo con cuidado, como si fuera algo especial para él.

Cruzaron el jardín para dirigirse al gran garaje.

Jin y Mina se quedaron mirándose el uno al otro.

—Bueno —dijo Mina por fin—. Al menos yo tenía razón con lo de los ponis. —Parpadeó rápidamente, y se frotó los ojos enrojecidos.

Jin miró su montoncito de dinero, que le había parecido una montaña tan enorme de posibilidades hacía sólo unos minutos.

—No sirve de nada, después de todo —dijo Mina—. Tal vez no sirvió nunca. Tal vez deberíamos volver con la tía Lorna y el tío Hikaru.

¿Y dejar de luchar?

—Tú podrías, tal vez —dijo Jin amargamente—. Yo no. No, espera, tú no podrías tampoco: hablarías por los codos.

Mina pareció indignarse ante esta acusación. Con un «¡Ja!» se puso en pie para volver al piso de arriba. En la entrada de la cocina, se volvió para decir por encima del hombro:

—¡Dos ponis tienen ocho patas, ahí tienes!

A Jin no se le ocurrió nada que contestarle.

Mientras Jin manoseaba sus nuyen y se preguntaba si se atrevería a prepararse un bocadillo, el empleado del consulado entró en la cocina para volver a llenarse una taza de té verde. Se apoyó contra la encimera y miró a Jin, que vaciló ante su fría mirada.

—Sois los hijos de Lisa Sato, ¿no? ¿La activista de los crioderechos?

—Uh… ¿sí? —Jin no sabía si esto se suponía que debía ser un secreto aquí, pero Matson-san ya lo sabía.

Matson-san tomó un sorbo de té y frunció el ceño.

—Nadie me ha dicho nada. Pero… ah… si quieres que llame a la policía por vosotros antes de que los barrayareses vuelvan, yo podría…

Jin se puso en pie de un salto, casi derribando su silla, y exclamó horrorizado:

—¡No!

Matson-san derramó el té caliente, maldijo, soltó la taza y se secó la mano escaldada en los pantalones.

—¡Fue la policía quien se llevó a mi madre! —dijo Jin.

—¿Llamo a tus parientes, entonces?

—¡No! ¡Eso es todavía peor!

—Eh… —dijo Matson-san—. Entonces, ¿vosotros no sois… ejem, no sois… prisioneros aquí?

—¡Pues claro que no! ¡Miles-san nos está ayudando! —Jin consideró cómo iban las cosas hasta ahora, y lo corrigió—: Lo está intentando, al menos.

Y entonces, porque eso sonaba débil y desagradecido, añadió:

—Nadie más lo ha intentado nunca como él.

Lo cual era indiscutiblemente cierto.

Matson-san se rascó la cabeza e hizo una mueca.

—Ah. —Volvió a coger su té—. Bien, si cambias de opinión, puedes decírmelo, ¿de acuerdo?

Jin lo miró con una cara que le hizo levantar una mano para aplacarlo.

—Sólo intento ayudar también.

Jin quiso gritar «¡Si esto es su idea de ayudar, no lo haga!», pero parecería muy grosero gritarle una cosa así a un adulto.

—Muy bien —dijo en cambio—. Pero no lo haré. Lo de cambiar de opinión.

Matson-san se encogió de hombros incómodo y volvió a la oficina. Jin recogió su dinero y corrió escaleras arriba para esconderlo.

Con tres de las cuatro personas a las que quería interrogar en el refugio de Suze todavía fuera de combate, bendito Roic, Miles tuvo que empezar obligatoriamente por la señora Sato.

Ella estaba sentada dentro de la cabina de aislamiento, con sus paredes de cristal y su luz suave, con aspecto pálido y agotado pero bastante bien para tratarse de una nueva rediviva. Llevaba una bata de paciente limpia y ropas de abrigo, pues cada capa extra de tejido le proporcionaba protección tanto de los gérmenes como de los ojos curiosos. Miles sospechaba (no, en realidad lo sabía muy bien) por sus demasiado frecuentes estancias en hospitales que esto último podía ser más importante para la moral que lo primero. Ako le había quitado el gel del pelo, que ahora caía en cascada sobre su hombro.

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