Read Cuentos de mi tía Panchita Online
Authors: Carmen Lyra
Al ver a Uvieta se puso muy contenta.
— ¿Qué hace Dios de esa vida, Uvieta? Entre para adentro.
San Pedro no se atrevió a contradecir a María Santísima y Uvieta se metió muy orondo a la Gloria y yo me meto por un huequito y me salgo por otro para que ustedes me cuenten otro.
III
Juan, el de la carguita de leña
H
abía una vez una viejita que tenía tres hijos: dos vivos y uno tonto. Los dos vivos eran muy ruines con la madre y nunca le hacían caso, pero el tonto era muy bueno con ella y era el palito de sus enredos. Los dos vivos se pasaban en la ciudad haciendo que hacían, porque eran unos grandes vagabundos.
Lo cierto es que el tonto no era nada tonto, pero como era tan bueno lo creían tonto, porque así es la vida.
Pues, señor, un día lo mandó la anciana a la montaña a traer una carguita de leña. Él fue e hizo una buena carga y cuando estaba rejuntando las burusquitas para que a su madre no le costara encender el fuego por la mañana, se le apareció una viejita que traía una varillita en la mano. Ella le dijo: —Mirá, Juan, aquí te traigo esta varillita de regalo. Es como un premio por lo sumiso que sos con tu mama.
Juan preguntó: — ¿Y para qué me sirve?
—Para todo lo que se antoje: ¿qué querés plata? Pues a pedírsela a la varillita. Y si no, mirá: cuando estés muy cansado, vas a tocar con ella la carga de leña y al mismo tiempo le decís: "Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dio, que mi carguita de leña me sirva de coche y me lleva a casa".
Así lo hizo Juan; se sentó en la carga de leña y en un abrir y cerrar de ojos estuvo en su casa.
Juan no dijo a nadie una palabra de lo que le pasara. Pero desde ese día no volvió a caminar por sus propios pies, sino que andaba para arriba y para abajo encajado en la carga de leña. Y cuando su madre o sus hermanos le preguntaban, se hacía el sordo.
Sucedió que las hijas del rey venían de cuando en cuando a bañarse en una poza que había cerca de la casa de ellos.
Un día de tantos, salió la menor en un vivo llanto del baño porque se le había caído en el agua su sortija. A cada una de las niñas le había regalado el rey un anillo nunca visto, y que se encomendara a Dios la que lo perdiera.
A la noche llegaron los dos vivos con el cuento de que el rey estaba que se lo llevaba la trampa, porque la menor de las princesas había perdido su sortija en la poza, y que Su Majestad había ofrecido que aquel que la encontrara, sería el marido de su hija.
Apenas amaneció, corrieron los dos vivos a buscar en la poza, pero nada. Así que se fueron ellos, llegó el tonto con su varillita, tocó el agua y dijo: —Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dio, reparame la sortija –y de veras, la sortija salió y se ensartó en la varillita. La guardó, tocó con su varillita la carga de leña, y pidió que esta lo llevara al palacio del rey.
Cuando estuvo ante la puerta, los soldados que estaban de centinelas, lo cogieron de mingo, y por supuesto, no querían dejarlo entrar.
Pero el tonto armó un alboroto. El rey oyó y mandó a ver qué era aquella samotana y al saberlo ordenó que lo dejaran pasar.
Y fue subiendo escaleras arriba, arrodajado en su carga de leña y así entró en el salón, donde estaba el rey con toda su corte. Bajó de su vehículo alguillo chillado, sacó la sortija de su bolsa y dijo: —Señor rey, aquí traigo la sortija de la niña, y a ver en qué quedamos de casamiento.
Todos al verlo entrar reían a carcajadas y al oír sus pretensiones, quisieron echarlo a broma y a decir que la miel no se había hecho para los zopilotes. Pero cuando oyeron al rey decir que estaba dispuesto a cumplir lo prometido, se quedaron en el otro mundo.
La pobre princesa comenzó a hacer cucharas y por último soltó el llanto.
Las tres niñas se tiraron de rodillas ante su padre y se pusieron a rogarle, pero él les dijo: —Yo di mi palabra de rey y tengo que cumplirla.
Luego cogió a su hija menor por su cuenta y se puso a aconsejarla con muy buenas razones, porque este rey no era nada engreído: —Vea, hijita, a nadie hay que hacerle ¡ché! en esta vida. No hay que dejarse ir de bruces por las apariencias.
¡Quién quita que le salga un marido nonis! Y en esta vida, uno se hace ilusiones de que porque a veces se sienta en un trono más que los que se sientan en un banco. Pues nada de eso, criatura, que solo Cristo es español y Mariquita señora...
Y por ese camino siguió calmando a su hija, pero ella como si tal cosa, no dejaba su llanto y sus sollozos, porque no hallaba cómo casarse con aquel hombre tan infeliz. Y cuando recordaba que había entrado en el salón sobre una carga de leña y que todos se esmorecieron de risa, sentía que se le asaba la cara de vergüenza.
Pero no hubo remedio y llegó el día del casorio.
La madre y los hermanos del tonto estaban en ayunas de lo que pasaba.
Bueno, pues llegó el día del casorio, que sería a las doce del día en la catedral.
El tonto salió como si tal cosa, montado en su carga de leña, pero al ir a entrar en la ciudad, tocó la carga con su varita y dijo: —Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dio, que la carga de leña se vuelva un coche de plata, con unos caballos blancos que nunca se hayan visto, y yo un gran señor muy hermoso y muy inteligente –y la carga de leña se transformó en una carroza de plata y él, en un gran señor.
Cuando la gente vio detenerse aquella carroza frente al palacio y bajar aquel príncipe tan hermoso se quedó con la boca abierta.
La princesa estaba en un rincón y no tenía consuelo. Hasta fea estaba, ella que era tan preciosa, de tanto llorar: con los ojos como chiles y la nariz como un tomate.
¡Ay, Dios mío! ¡Qué fue aquello! De pronto entra un príncipe muy hermoso, la coge de una mano, se la lleva y la mete en una carroza de plata. Sale la carroza que se quiebra para la catedral y allí los casa el señor Obispo. Vuelven al palacio y ¡Qué bailes y qué fiestas!
La princesa no sabía si estaba dormida o despierta. Cuando comenzó el baile, ella bailó con su marido y todo el mundo les hizo rueda, y no tanto por admirarla a ella como a él. Las otras dos princesas que se habían burlado antes del triste novio y de su carga de leña, estaban ahora con su poquito de envidia y no hallaban dónde ponerlo. Y todo el mundo: ¡Juan arriba y Juan abajo!
Juan se fue a un rincón, sobó su varillita y le dijo: —Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dio, que la casilla de nosotros se vuelva un palacio de cristal y mi madre una gran señora.
Y así fue: la viejita estaba en la cocina en pleitos con el fuego y echando de menos a Juan, que de unos días para acá se le había vuelto muy pata caliente, cuando oyó un ruidal y como que se mareaba: al volver en sí, se vio en una gran sala de cristal con muebles dorados y ella sentada en un sillón, vestida de terciopelo y abanicándose con un abanico de plumas; a su alrededor una partida de sirvientes que se querían deshacer por sonarle la nariz, por abanicarle y hasta por llevarla en silla de manos allá fuera. Por todas partes salían y entraban criados muy atareados. De pronto oyó ruidos de coches, y en la sala vecina comenzó a tocar una música que era lo mismo que estar en el Cielo. Por último, ve entrar una pareja, como quien dice un rey y una reina... ambos le echaron los brazos y la voz de Juan que dice: —Mamita, aquí tiene a mi esposa.
Y más atrás venían el rey, la reina, las princesas y cuanto marqués y conde había en el país.
Allá al anochecer, estaba la fiesta en lo mejor, llegaron los hermanos que andaban de parranda. Juan los encerró en un cuarto, y otro día cuando estuvieron frescos, les contó lo que pasaba y que si se formalizaban, los casaba con las otras princesas. De veras, ellos se formalizaron y se casaron. Juan y su esposa fueron los reyes y todos vivieron muy felices.
IV
Escomponte perinola
H
abía una vez un hombre muy torcido, muy torcido.
Parecía que el tuerce lo hubiera cogido de mingo. Como era más torcido que un cacho de venado, le pusieron el apodo de Cacho de Venado y así todo el mundo le llamaba Juan, Cacho e’Venao; pero con el tiempo, por abreviar, solo le decían Juan Cacho.
Creyendo hacer una gracia, se casó, pero la paloma le salió un sapo, porque la mujer tenía un humor que solo el santo Job la podía aguantar. Parecía que el pobre Juan Cacho se hubiera puesto expresamente a buscar con candela la mujer más mal geniosa del mundo.
Para alivio de males era peor que una cuila para tener hijos.
Y no echaba las criaturas al mundo como Dios manda, sino que cada rato salía mi señora con guápiles. En un momento se llenaron de chiquillos. ¡Y había que ver lo que era mantener aquella marimba!
Luego, con ese tuerce, era rara la semana que Juan podía salir adelante, porque nada más que pichuleos era lo que encontraba. Y no era que el hombre de Dios fuera un atenido de esos que les gusta pasarse la vida rascándose la panza. No.
Si era amigo de gurrugucear el real por todo. Él lo mismo le hacía a una cosa que a otra, y todo lo sabía hacer: él encalaba, él cogía goteras, él desyerbaba; él metía y picaba leña; él remendaba ollas; él jalaba diarios; él, para hacer barbacoas a las matas de chayote; él para sacar raíces. ¿Qué un remiendo de albañil? Allí estaba Juan Cacho. ¿Qué componer una cumbrera? Allí estaba Juan Cacho. En fin, él hacía lo que podía pero nunca quedaba bien con aquella fierísima de su mujer. Había que ver las samotanas que le armaba los sábados, cuando llegaba con la mantención escasa... ¡Válgame Dios! La mujer le tiraba encima las cuatro papas y los frijolillos, el maicillo y la tapilla de dulce.
Los chiquillos eran enfermizos, llenos de granos, sucios y con el ejemplo que les daba la mama, también malcriados con el tata.
Por fin un día a Juan se le llenó la cachimba, como dicen, y no quiso aguantar más. Echó sus cuatro chécheres en un saco y se fue a rodar tierras.
De camino se ganó unos rialitos y compró, para matar el hambre, un diez de pan y quince de salchichón. Anda y anda, le agarró la noche en despoblado y de ribete comenzó a llover.
Se metió en un rastrojo donde quedaba en pie una media agua de cañas y hojas. Encendió un fogón para calentarse, se arrodajó en el suelo y sacó de su morral el pan y el salchichón, dispuesto a no dejar ni una borona.
Iba a echarse el primer bocado, cuando oyó que le dijeron:
— ¡Ave María Purísima!
Levantó los ojos y va viendo un viejito todo tulenquito hecho un pirrís, apoyado en un bordón. Tenía cuatro mechas canosas y una barbilla rala y todo él inspiraba lástima. Al viejito se le iban los ojos detrás del pan y del salchichón.
¡Sea por Dios! Y Juan Cacho tenía tanta hambre. Pero,
¡Qué caray! , donde hay para uno hay para dos.
—Aquí hay pa juntos, amigó –dijo Juan Cacho al viejito.
El viejito no se hizo de rogar; se arrodajó también en el suelo y se puso a comer con una gana, que se veía que hacía su rato no probaba bocado. Y si Juan Cacho no se anda listo, me lo deja a oscuras.
Así que comieron y medio se calentaron, se echaron a dormir sobre la hojarasca.
Cuando comenzaron las claras del día, despertó Juan Cacho y vio al viejito dispuesto a darle agua a los caites. Hacía un frío que no se aguantaba. "¡Ah!, ¡un jarro de café bien caliente!", pensó Juan. El viejito, como si le estuviera leyendo el pensamiento, le dijo:
—Hombré, ¿te gustaría tomar una taza de café acabadito de chorrear? –por supuesto que con eso no hizo más que alborotarle las ganas. El viejito se fue sacando de la bolsa una servilleta blanquitica que daba gusto. No parecía que entre el montón de chuicas que era el viejo, pudiera haber un trapo tan limpio.
—Tomá –le dijo–, te voy a hacer este regalo.
"¿Y para qué quiero yo esto?", pensó Juan Cacho, "será para limpiarme el hambre de la boca...".
Como si hubiera oído esta reflexión, el viejito le respondió:
—No creás, hijó. Esta es una servilleta de virtud. Te la doy para premiarte tu buen corazón. Me diste la mitad de lo que tenías. Yo sé que te quedaste con hambre por mí.
Juan se quedó viendo a su huésped y se puso en un temblor cuando se dio cuenta de que ya no era un viejito tulenquito, con una barbilla rala y cuatro mechas canosas, cubierto de chuicas, sino TATICA DIOS en persona, envuelto en resplandores. Juan se puso de rodillas y le rezó el Bendito Alabado. El señor le dijo: