Cuentos de mi tía Panchita (8 page)

BOOK: Cuentos de mi tía Panchita
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De pronto se vio venir una creciente que arrastraba piedras enormes y troncos inmensos. El cotonudo pensó que hasta allí se la había prestado Dios, se santiguó y esperó tranquilamente que la corriente lo arrastrara. Pero con gran asombro suyo, el agua se apaciguó y vino muy sumisa, como un perro, a lamerle los pies e inmediatamente el río se secó. Luego vio venir hacia él un tigre muy grande que echaba fuego por los ojos y le enseñaba los dientes.

—Ahora sí que no me escapo –se dijo. Volvió a santiguarse y con toda tranquilidad encomendó su alma a Dios. Pero el tigre se acercó, le lamió los pies como el agua y desapareció entre la montaña. Después fue un toro de aspecto temible, que hubiera hecho temblar al mismo San Miguel Arcángel, quien no le tuvo miedo ni al Diablo. Pero el muchacho pensó que seguramente pasaría como con la creciente y el tigre, y más bien se rió de los aspavientos del toro, que pasó a su lado cual un huracán, sin causarle el menor daño.

Al punto se oyó un gran estruendo, la piedra en que estaba sentado dio una vuelta y se vio la entrada de una cueva. El príncipe se acercó, abrazó a su salvador y se arrodilló ante él llorando y le besó las manos. Luego lo llevó a la cueva que estaba llena de talegos de oro, de cajas llenas de brillantes, rubíes y toda clase de piedras preciosas, de conchas que encerraban perlas que parecían botoncitos de rosa.

—Todo esto es nuestro –dijo el príncipe–. Un enano venía cada semana a darme de latigazos y a mortificarme, y me enseñó una vez estos tesoros y burlándose, dijo que serían míos el día que hubiera quién me desencantara. Yo le pregunté por llevarle la corriente, que cómo haría en tal caso para sacarlos, y él me contestó que inmediatamente habría un barco en el puerto, del que yo podría hacer y deshacer.

Se subieron a una altura y desde allí divisaron, efectivamente, un gran barco en el puerto. Comenzaron a transportar las riquezas y cuando terminaron, se hicieron a la vela. Manos invisibles ejecutaban todos los trabajos que se necesitan en un buque. Así llegaron hasta un puerto del reino del príncipe. Los reyes, sus padres, aún vivían, muy viejitos y siempre pensando en su hijo desaparecido hacía tantos años. El príncipe envió a su amigo a prepararlos... ¿Para qué hablar de la felicidad de los reyes? Lo cierto es que no quedó campana que no repicó, ni grano de pólvora que no reventó, en señal de alegría por el regreso del príncipe a quien todos creían muerto. Los reyes dieron al pueblo todos sus toros y vacas para que los mataran y los asaran en las plazas públicas y sacaron de sus bodegas todo el vino, para que el pueblo comiera y bebiera hasta caer sentado. Tres días duró la parranda.

Al cotonudo lo querían casar con una de las hijas del rey, pero él les contó su compromiso y se despidió. El príncipe le dio un gran barco cargado con las dos terceras partes del tesoro sacado de la isla, y el rey y la reina una caja de oro que debía abrir el día de su boda.

Por fin partió con las bendiciones de toda aquella gente y al cabo de unos cuantos días de navegar llegó a su país. Salió del buque de noche para que no lo conocieran. Halló a su madre en la misma casa y hecha un tacaquito la vieja. La pobre ya casi no veía, de tanto llorar por su hijo. ¡Oh, felicidad, cuando reconoció a su muchacho!

Otro día, entre oscuro y claro, se metió en su cotón, y se puso el gran sombrero (ambas cosas las había dejado guardadas en su casa) y se fue a rondar el palacio. Observó que en las calles había mucho movimiento, que el palacio estaba iluminado como para una fiesta, que a cada instante llegaban coches de los que bajaban señoras y caballeros con vestidos resplandecientes. Preguntó la causa de todo aquello y le contestaron que esa noche se casaba la hija del rey. Llamó a un criado y le dio cien pesos para que le llamara a la viejita que había chineado a la princesa, quien lo quería mucho, y por supuesto el criado no se hizo mucho de rogar. Vino la sirvienta y al ver al cotonudo se puso en un temblor. Lo llevó a un rincón y le contó que la princesa lo creía muerto, porque habían pasado varios años sin tener noticias suyas y que ahora el rey la obligaba a casarse con un príncipe muy viejo y más feo que un golpe en la espinilla. Le rogó que esperara allí un momento y corrió a avisar a su ama. A pesar de la emoción que le causó esta noticia, la princesa no se atarantó y dijo a su criada que por un pasadizo que solo ellas conocían, lo llevara a la capilla y lo escondiera detrás de unas cortinas que estaban cerca del altar.

Por fin entraron los novios y los convidados a la capilla. El cotonudo, que no tembló ante la creciente, ni ante el tigre, ni el toro, no se podía sostener al ver a su princesa tan linda, que parecía una luna nueva con su vestido de novia. ¡Y qué feo y qué viejo era el hombre que se la quería quitar!

El señor obispo se acercó a los que se iban a desposar.

Cuando preguntó a la niña: "¿Recibe por esposo y marido al príncipe don Fulano de Tal?", ella dio media vuelta, apartó la cortina, sacó a su cotonudo, y con voz muy clara dijo:

—No, señor, al que recibo es a este –y el señor obispo se vio obligado a echarles la bendición. Por supuesto que aquello fue levantar un polvorín: la reina cayó con un ataque y el rey se puso como agua para chocolate, mandó que la cocinera trajera su vestido más tiznado y ordenó a su hija que se lo pusiera. Luego los echó puerta afuera. En ese momento pasaba un carbonero con su borriquito cargado de carbón que iba a vender a la próxima ciudad, porque al otro día era el día de mercado. El rey hizo que quitaran al pobre hombre su borrico y sobre los sacos obligó a la princesa que se montara. Hecho esto, se metió en su palacio y les tiró la puerta encima.

El cotonudo, con mucha cachaza, se aguantó todo aquello.

Comenzó a arriar la bestia que llevaba a su mujer encima y a abrirse paso como podía entre la gente que los seguía burlándose y poniéndolos como un chuica.

Tomaron el camino del puerto con aquel molote de gente que no los desamparaba y que no se cansaba de gritar:

— ¡La princesa se ha vuelto loca! ¡Achará la princesa que se fue a casar con ese cotonudo! ¡Siempre el peor chancho se lleva la mejor mazorca!

El cotonudo se hacía el tonto y como si no fuera con él, trun, trun, arriando el borrico.

Pero, cuál fue la admiración de todos al verlo entrar en el muelle, detenerse frente a aquel hermoso barco, el más grande y hermoso que hasta entonces no llegara a este país y tocar en un pito a cuyo sonido salió toda la tripulación apresuradamente. Bajó el capitán con el sombrero en la mano y saludó al cotonudo de un modo que casi se le quebraba el espinazo. El cotonudo le dijo unas palabras al oído, subió el otro de estampía al barco y formó la tripulación en dos filas; todos los cañones comenzaron a disparar y la banda del barco a tocar la pieza más alegre que sabía. Entonces el cotonudo bajó del burro a su esposa, y sacó de entre su cotón un gran bolsillo lleno de monedas de oro y lo entregó al pobre carbonero que lo había seguido pie a pie, con la cara más triste que un viernes santo. Luego le dio unas palmaditas al burro y lo devolvió a su dueño.

Entretanto, la gente estaba como en misa y todos no hacían más que abrir los ojos lo más que podían.

La princesa estaba también sin saber qué pensar. Su marido la cogió de una mano y subió al barco entre las dos filas de marineros, que tenían la cabeza inclinada como si fuera pasando Nuestro Amo. Cuando estuvieron arriba, todos tiraron sus gorras por los aires y gritaron:

— ¡Que vivan el cotonudo y su esposa!

El cotonudo llevó a su mujer a un salón tan lujoso, que la princesa, con ser princesa, nunca se lo había imaginado. Allí estaba la caja de oro que los reyes, padres de su amigo, le habían dado para que la abriera el día de su boda. La abrieron y dentro de ella había dos vestidos como para un rey y una reina, pero tan maravillosos, que la princesa abrió su boquita de par en par y no dijo ni tus ni mus.

Así que se vistieron, salieron para montar en una carroza de oro y plata que habían sacado del barco, tirada por ocho caballos a cual más copetón.

Las gentes, al verlos, gritaban: "¡Son el sol y la luna! ¡La princesa se ha casado con el rey más hermoso de la Tierra!

¡Hizo bien la princesa en no casarse con aquel viejo que no es más que el cascarón! ¡Este sí que es ñeque!".

Montaron en la carroza y fueron por la viejecita madre del cotonudo, que estaba en vela esperando a su hijo. Cuando vio todo aquello, creyó que se había quedado dormida en la silla y que soñaba. ¿Cómo iba a ser que este hermoso señor vestido de oro, y casado con la hija del rey, fuera su hijo, quien salió temprano de la noche, envuelto en su cotón?

"¡Las cosas que sueña uno!", se decía. Y se metía pellizquitos ella misma y se preguntaba:

— ¿A qué hora voy a despertar?

Volvieron al barco y a poco llegaron unos amigos del rey que ya habían tenido noticias de las maravillas que estaban ocurriendo. El cotonudo envió a sus suegros un cofrecillo lleno de joyas tan bellas y ricas, que el rey también tuvo que abrir la boca y volver de su ataque. Y sin esperar razones, se fueron para el barco, y así que hubieron visto y metido las manos entre todos los tesoros que contenía, agarraron a su yerno a abrazos y besos y desde ese día andaban con él santo,

¿Dónde te pondré?

Entretanto, la princesa no hacía más que consentir a la viejecita su suegra, la que se imaginaba que mientras dormía había muerto, que ahora estaba en el cielo y que un ángel la cuidaba.

Después los recién casados, mientras les construían un palacio, fueron en su barco a visitar a los reyes amigos.

Y fueron muy felices y tuvieron muchos hijos y yo fui y vine y no me dieron nada.

VII

La Cucarachita Mandinga

H
abía una vez una Cucarachita Mandinga que estaba barriendo las gradas de la puerta de su casita, y se encontró un cinco.

Se puso a pensar en qué emplearía el cinco.

"¿Si compro un cinco de colorete? No, porque no me luche.
[2]
¿Si compro un sombrero? No, porque no me luche. ¿Si compro unos aretes? No, porque no me luchen. ¿Si compro un cinco de cintas? Sí, porque sí me luchen".

Y se fue para las tiendas y compró un cinco de cintas; vino y se bañó, se empolvó, se peinó de pelo suelto, se puso un lazo en la cabeza y se fue a pasear a la Calle de la Estación. Allí buscó asiento.

Pasó un toro y viéndola tan compuesta, le dijo: —Cucarachita Mandinga, ¿te querés casar conmigo?

La Cucarachita le contestó:

— ¿Y cómo hacés de noche?

— ¡Mu... mu...!

La Cucarachita se tapó los oídos:

—No, porque me chutás.
[3]

Pasó un perro e hizo la misma proposición.

— ¿Y cómo hacés de noche? –le preguntó la Cucarachita.

— ¡Guau... guau...!

—No, porque me chutás.

Pasó un gallo:

—Cucarachita Mandinga, ¿te querés casar conmigo?

— ¿Y cómo hacés de noche?

— ¡Qui qui ri quí...!

—No, porque me chutás.

Por fin pasó el Ratón Pérez.

A la Cucarachita se le fueron los ojos al verlo: parecía un figurín, porque andaba de leva, tirolé y bastón.

Se acercó a la Cucarachita y le dijo con mil monadas:

—Cucarachita Mandinga, ¿te querés casar conmigo?

— ¿Y cómo hacés de noche?

— ¡I, i, iii...!

A la Cucarachita le agradó aquel ruidito, se levantó de su asiento y se fueron de bracete.

Se casaron y hubo una gran parranda.

Al día siguiente la Cucarachita, que era muy mujer de su casa, estaba arriba desde que comenzaron las claras del día poniéndolo todo en su lugar.

Después de almuerzo puso al fuego una gran olla de arroz con leche, cogió dos tinajas que colocó una sobre la cabeza y otra en el cuadril, y se fue por agua.

Antes de salir dijo a su marido: —Véame el fuego y cuidadito con golosear en esa olla de arroz con leche.

Pero apenas hubo salido su esposa, el Ratón Pérez le pasó el picaporte a la puerta y se fue a curiosear en la olla. Metió una manita y la sacó al punto: — ¡Carachas! ¡Que me quemo! –Metió la otra–: ¡Carachas! ¡Que me quemo! –Metió una pata–: ¡Carachas! ¡Que me quemo! –Metió la otra pata y salió bailando de dolor–: ¡Demontres de arroz con leche, para estar pelando!

Pero como eran muchas las ganas de golosear, acercó un banco al fuego y se subió a él para mirar dentro de la olla...

El arroz estaba hierve que hierve, y como la Cucarachita le había puesto queso en polvo y unas astillitas de canela, salía un olor que convidaba.

Ratón Pérez no pudo resistir y se inclinó para meter las narices entre aquel vaho que olía a gloria. Pero el pobre se resbaló... y cayó dentro de la olla.

Volvió la Cucarachita y se encontró con la puerta atrancada. Tuvo que ir a hablarle a un carpintero para que viniera a abrirla. Cuando entró, el corazón le avisaba que había pasado una desgracia. Se puso a buscar a su marido por todos los rincones. Le dieron ganas de asomarse a la olla de arroz con leche... y ¡va viendo!... a su esposo bailando en aquel caldo.

La pobre se puso como loca y daba unos gritos que se oían en toda la cuadra. Los vecinos la consideraban, sobre todo al pensar que estaba tan recién casada. Mandó a traer un buen ataúd, metió dentro de él al difunto y lo colocó en media sala.

Ella se sentó a llorar en el quicio de la puerta.

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