Cuentos de mi tía Panchita (12 page)

BOOK: Cuentos de mi tía Panchita
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XII

El Pájaro Dulce Encanto

H
abía una vez un rey ciego, como el de "La Flor del Olivar", quien también tenía tres hijos. Muchos médicos lo vieron y muchas promesas llevaban hechas él, la reina y sus hijos, pero los ojos no daban trazas de ver.

Había una viejecilla curandera que era bruja y tenía fama porque había hecho algunas curaciones que los doctores no habían conseguido. Por un si acaso, la hicieron venir al palacio, y ella dijo que se dejaran de ruidos y que buscaran el Pájaro Dulce Encanto y le pasaran la cola al rey por los ojos: que este Pájaro estaba en poder del rey de un país muy lejano; eso sí, que se la pasara el mismo que lograba apoderarse del pájaro.

Los tres hijos del rey se dispusieron a ir a testear la medicina, y el rey prometió que el trono sería para aquel que la trajera. Los tres partieron el mismo día: el mayor por la mañana, el siguiente a mediodía y el menor por la tarde, cada uno en un buen caballo y bien provistos de dinero.

Al salir el mayor de la ciudad, vio un a grupo de gente a la entrada de una iglesia — ¿Y adónde vas Vicente? Al ruido de la gente –se acercó a ver qué era, y se encontró con un muerto tirado en las gradas y uno de los del grupo le contó que lo habían dejado allí porque no tenían con qué enterrarlo, y que el padre no quería cantarle unos responsos si no había quién le pagara.

— ¡A mí qué...! –dijo el príncipe y siguió su camino.

A mediodía, cuando pasó el otro, vio a la entrada de la iglesia al pobre difunto que todavía no había hallado quién lo enterrara. —Eso a mí no me va ni me viene –dijo el príncipe y siguió su camino. Cuando el menor pasó en la tarde, todavía estaba allí el cadáver, medio hediondo ya, y las gentes que miraban tenían que estar espantando los perros y los zopilotes que querían acercarse a hacer una fiesta con el muerto.

Al príncipe se le movió el corazón y pagó a unos para que fueran a comprar un buen ataúd y él en persona buscó al padre para que le cantara los responsos; fue a ayudar a abrir la sepultura y no siguió su camino sino hasta que dejó al otro tranquilo bajo tierra. A poco andar, le cogió la noche en un lugar despoblado. De repente vio desprenderse de una cerca una luz del tamaño de una naranja, que se fue yendo a encontrarlo y que por fin se le puso al frente. Al príncipe se le pararon toditos los pelos y preguntó más muerto que vivo:

—De parte de Dios todopoderoso, di, ¿quién eres?

Y una voz que parecía salir de un jucó, le respondió: —Soy el alma de aquel que hoy enterraste y que viene a ayudarte.

No tengás miedo, yo te llevaré adonde está el Pájaro Dulce Encanto. No tenés más que ir siguiéndome. Eso sí, no podés caminar de día.

Al joven se le fue volviendo el alma al cuerpo y siguió a la luz. Hizo como ella le dijo y descansaba de día. A los dos días ya no le tenía miedo y más bien deseaba que se le llegara la noche. Y a la semana ya eran muy buenos amigos.

Anda y anda, por fin llegaron al reino donde estaba el Pájaro. La luz le dijo que a la medianoche se fuera a pasear frente a los jardines del palacio y que se metiera en ellos por donde la viera brillar. Así lo hizo y a medianoche entró a los jardines y echó a andar detrás de la luz, que lo pasó frente a los soldados dormidos y lo metió en el palacio sin que nadie lo sintiera. Llegaron por fin a un gran salón de cristal iluminado por una lámpara muy grande que era como ver la luna, todo, adornado con grandes macetas de oro en que crecían rosales que daban rosas tintas, y el príncipe se quedó maravillado al ver los miles de rosas que se veían entre las hojas verdes. El suelo estaba alfombrado de rosas deshojadas y se sentía aquel aroma que despedían las flores que daba gusto, y en una jaula de alambres de oro en los que había ensartados rubíes del tamaño de una bellota de café, colgada del cielo raso, y muy alta, estaba el Pájaro Dulce Encanto, que era así como del tamaño de un yigüirro pero con la pluma blanca, con un copetico y las patas del color del coral. Cuando entró el príncipe, comenzó a cantar y el joven creía que entre las matas estaban escondidos músicos muy buenos que tocaban flautas y violines. Y así se habrían quedado sin acordarse de más nada, si la luz no le hubiera llamado la atención: — ¿Idiay, hombré, ya olvidaste a lo que venías? A ver si vas al cuarto que sigue, que es el comedor y te alcanzás cuanta mesa y silla encontrés.

Así lo hizo y cuando trajo todos los muebles que había, los fue colocando uno encima de otro para alcanzar el Pájaro.

Con mil y tantos trabajos, se fue encaramando por aquella especie de escalera y ya estaba estirando el brazo para coger la jaula, cuando todo se le vino abajo, haciendo por supuesto un gran escándalo. A la bulla, hasta el rey se levantó y corrió medio dormido y chingo a ver qué pasaba. Y van encontrando a mi señor debajo de todo, golpeado y hecho un ¡ay, de mí!

Lo sacaron y lo hicieron confesar por qué estaba allí. El rey lo mandó encalabozar y que lo tuvieran a pan y agua. Cuando estaba en el calabozo, se le apareció la luz y le aconsejó que no se afligiera.

A los días lo mandó a llamar el rey y le dijo que se le devolvería la libertad y le daría el Pájaro, si le conseguía un caballo que él quería mucho y que le había robado un gigante. El príncipe le contestó que otro día le daría la respuesta. En la noche llegó la luz y le aconsejó que dijera que bueno.

Dicho y hecho, la luz lo guió hasta que llegaron al potrero donde el gigante guardaba el caballo. Escondido entre una zanja, esperó que amaneciera. Apenas comenzaron las claras del día, salió el gigante del potrero caracoleando el caballo, que por cierto era el caballo más hermoso del mundo: negro, como de raso, con una estrella en la frente y con las patas blancas.

Ya la luz le había aconsejado que apenas los viera salir, entrara al potrero y subiera a un palo de mango muy coposo que había en el centro; que esperara allí hasta que regresara el gigante en la noche, y cuando este tuviera los ojos cerrados no se fiara porque no estaba dormido, sino cuando los tuviera de par en par y que entonces debería aprovechar para robar el caballo. Además le contó que el caballo tenía en la paletilla derecha una tuerca y que le diera vueltas a esta tuerca y que vería.

Pues bueno, en la noche volvió el gigante y seguramente venía muy cansado, porque no hizo más que medio amarrar el caballo del tronco del árbol, le aflojó la cincha y él se tiró a su lado. Comenzó a roncar, pero el príncipe se fijó en que tenía los ojos cerrados; pero a poco los ronquidos fueron más, más débiles, y el príncipe vio que tenía un ojo cerrado y otro abierto; por fin cesaron los ronquidos y el gigante tenía los ojos de par en par, unos ojazos más grandes que las ruedas de una carreta. Poquito a poco se fue bajando y desamarró el caballo. Pero este animal hablaba como un cristiano y gritó:

— ¡Amo, amo, que me roban! –de un brinco se levantó el gigante. El joven se quedó chiquitico entre unas ramas.

El gigante miró por todos lados y gritó: — ¿Quién te roba?

¡Nadie te roba!

Luego se volvió a dejar caer y a poco abrió los ojos. Vuelta otra vez a bajar poquito a poco, puso una mano en la cabeza del caballo e intentó montar, pero el animal gritó otra vez:

— ¡Amo, amo, que me roban!

De nuevo se recordó el gigante, pero no vio a nadie. Con cólera le contestó: — ¿Quién te roba? ¡Nadie te roba! ¡Si me vuelves a decir que te roban, te mato!

Así que el príncipe vio al gigante con los ojos abiertos, muy resuelto se acercó al caballo, que esta vez no chistó. Entonces lo montó, le apretó la tuerca y el caballo salió volando.

La luz había dicho al príncipe que antes de entrar en la ciudad volviera a apretar la tuerca para que el caballo descendiera, y que no se diera por entendido con el rey que sabía aquella cualidad de la bestia. Lo hizo así, y el rey lo recibió muy contento, pero el muy mala fe le dijo que todavía no le daría el Pájaro, sino cuando le trajera su hija, que había sido robada por el mismo gigante.

El joven no quiso contestar nada sino hasta que habló con la luz, quien le dijo que aceptara.

A la noche siguiente partieron y llegaron al palacio del gigante. La luz le aconsejó que llevara el caballo y que lo dejara amarrado entre un bosque cercano al palacio. Él debería subir por una enredadera hasta una ventana iluminada, que era la ventana del comedor. A aquellas horas deberían estar cenando. Cuando viera que el gigante había bebido mucho vino y dejara caer la cabeza sobre la mesa, debía tirar unos terroncillos a la niña y le haría señas para que se acercara y lo siguiera.

Todo pasó dichosamente, porque el gigante se puso una buena juma y la princesa, que deseaba con toda su alma salir de las garras de aquel bruto, no dudó ni un minuto en seguir al joven que le pareció muy galán. Al príncipe también le pareció muy linda la niña y al punto se enamoró de ella. El caso es que los dos se gustaron.

Sin ninguna novedad llegaron al palacio, pero el rey, que era de muy mala fe, le dijo que le pidiera cualquier otra cosa, pero que el Pájaro no se lo daba.

Entonces la luz le aconsejó que le pidiera que lo dejara dar tres vueltas por la plaza montado en el caballo, con la niña por delante y el Pájaro en su jaula en una mano. El rey convino, y para estar seguro, puso soldados en todas las bocacalles que daban a la plaza. El príncipe salió muy en ello a caballo con la niña y el Pájaro. Dio dos vueltas muy honradamente, pero al ir a acabar la tercera, apretó la tuerca y el caballo salió por los aires, y al poco rato desapareció entre las nubes. Por supuesto que el rey se quedó jalándose las mechas y diciendo que bien merecido se lo tenía por tonto. A él no le había pasado por la imaginación que el príncipe supiera lo de la tuerca.

Bueno, pues, el joven, al llegar a su país, apretó la tuerca, y el caballo bajó. Al pasar por una ciudad encontró a sus dos hermanos todos dados a la mala fortuna, que se habían engringolado en unas fiestas, se habían quedado sin un cinco y no sabían con qué cara llegar donde su padre.

Los dos hermanos sintieron una gran envidia por la suerte de su hermano menor que traía no solo el Pájaro sino a una linda princesa y un caballo maravilloso.

El joven los invitó a volver con él, pero ellos se negaron.

Eso sí, le rogaron que les aceptara el convite que le hacían de ir a almorzar a un lugar en las afueras de la población. Él, sin malicia, aceptó enseguida. Ellos hicieron beber al príncipe y a la princesa una bebida que era un narcótico, y cuando estuvieron sin conocimiento, se llevaron al joven y lo echaron en un precipicio. Cuando la niña despertó, le dijeron que él se había ido a parrandear en unas fiestas que se celebraban en un pueblo vecino y que la había dejado abandonada. Pero que ellos no la desampararían y se la llevarían al palacio de su padre.

Volvieron a su casa y el rey y la reina se alegraron, y ellos para que no supieran por qué el menor no aparecía, lo pusieron en mal, y les hicieron creer que ellos habían sido los de todo el trabajo y que la princesa era una niña loca que habían recogido en el camino. Pero no pudieron conseguir que el rey repartiera el reino entre los dos, porque le pasaron la cola del Pájaro Dulce Encanto y no surtió ningún efecto: el rey quedó tan ciego como antes.

Quiso Dios que la luz libró al joven de que no rodara entre el precipicio, sino que una rama lo agarró por el vestido y unos carreteros que pasaban lo oyeron gritar, se acercaron y lo ayudaron a salir de allí. Les dijo quién era y como se había hecho algunas heridas y no podía caminar, ellos mismos lo llevaron al palacio del rey y a los cuatro días fueron llegando con él.

La princesa, que no había vuelto a hablar de la tristeza de la ausencia del joven, al verlo, se puso feliz; y el Pájaro que no había vuelto a cantar, llenó el palacio con sus flautas y violines. Pero el rey y la reina estaban muy enojados contra su hijo menor por los cuentos con que sus hermanos mayores habían venido, y no querían recibirlo. Él, entonces, contó lo que le había ocurrido; los carreteros atestiguaron; además el joven, para probar que era él quien había conseguido el Pájaro, lo cogió y pasó su cola por los ojos del rey, quien enseguida quedó con unos ojos tan buenos que le podían hacer frente a la luz del sol. Se conocieron las mentiras de los hermanos envidiosos, pero el príncipe que era un buenazo de Dios, no permitió que los castigaran, los abrazó y compartió el reino con ellos. Él se casó con la princesa, quien colgó de su ventana la jaula con el Pájaro Dulce Encanto, que diario tenía aquello hecho una retreta.

Cuando la luz vio feliz y tranquilo a su amigo, vino a decirle adiós. Mucho sintió el príncipe esta separación, pero la luz le dijo: —Ya cumplí, ya te demostré mi gratitud. Adiós y ahora hasta que nos volvamos a ver en la otra vida.

Y me meto por un huequito y me salgo por otro, para que ustedes me cuenten otro.

XIII

Salir con un domingo siete

H
abía una vez dos compadres güechos, uno rico y otro pobre. El rico era muy mezquino, de los que no dan ni sal para un huevo. El pobre iba todos los viernes al monte a cortar leña que vendía en la ciudad cuando estaba seca.

Uno de tantos viernes se extravió en la montaña, y le cogió la noche sin poder dar con la salida. Cansado de andar de aquí y de allá, resolvió subirse a un árbol para pasar allí la noche. Ató al tronco el burro que le ayudaba en su trabajo y él se encaramó casi hasta el cucurucho. Al rato de estar allí, vio de pronto que a lo lejos se encendía una luz. Bajó y se encaminó hacia ella. Cuando la perdía de vista, subía a un árbol y se orientaba. Al irse acercando, vio que se trataba de una gran casa iluminada, situada en un claro del bosque. Parecía como si en ella se celebrara una gran fiesta. Se oía música, cánticos y carcajadas.

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