Cuentos de mi tía Panchita (11 page)

BOOK: Cuentos de mi tía Panchita
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XI

La negra y la rubia

H
abía una vez un hombre rico que se ocupaba en el comercio. Quedó viudo con una hija y esta hija era una niña muy linda: parecía una machita por lo rubia y lo blanca que la había hecho Nuestro Señor. Además, tenía unos ojos que era como ver dos rodajitas que se le hubieran sacado al cielo. Y sobre todo, sangrita ligera y buena que daba gusto.

El hombre era ambicioso y no contento con lo que tenía, se casó de nuevo con una vieja birringa, una mujer viuda también, a quien él creía muy rica. Después de casado se convenció de que lo de los bienes de la mujer eran más hojas que almuerzo, de que tenía un genio que solo su madre la podía aguantar y para aliviar los males, se tenía una hija fea como toditica la trampa, negra, ñata, trompuda, con el pelo pasuso y de ribete mala y malcriada como ella sola y la muy tonta se creía una imagen.

Por supuesto que para la rubia, entrar en esta casa fue como entrar al infierno. Ella era el tropezón de la madre y de la hija. Las dos eran muy ruines; por la menor cosa allá te va el pescozón de la vieja y el moquete o el pellizco de la negra.

Y como el padre andaba siempre viajando por sus negocios, la tenían soterrada en la cocina, mientras ellas estaban en la sala meciéndose en las poltronas. La pobrecita era sufrida y nunca decía ni esta boca es mía.

Un domingo en la tarde se fueron la madre y la hija a pasear y dejaron a la rubia arreglando la cocina. Así que lo tuvo todo limpio y en su lugar, se lavó, se peinó, se puso su vestidito de coger misa y se fue a dar vueltas por el jardín de la casa. De pronto vio entre la hierba una muñequita de porcelana.

— ¡Qué muñequita más linda! –dijo, y la levantó, le arrancó los terroncillos que tenía entre el pelo y se fue adentro muy contenta a hacerle un vestidito. Desde ese día, apenas la dejaban sola, sacaba de su cofre la muñequita y se ponía a jugar.

Al domingo siguiente se fueron la madre y la hija para misa y dejaron a la rubia moliendo. Estaba ella en esto, cuando al volver a la piedra de poner una tortilla a asar en el rescoldo, vio sentada sobre la pelota de masa a su muñequita.

Muy admirada la cogió, la limpió y la fue a guardar a su cofre y siguió moliendo, pero mientras fue a volver la tortilla al comal, vino de nuevo la muñeca a acomodarse sobre la pelota de masa.

—Mirá, muñequita, no seás tan guindada –dijo la niña, y la quiso coger para llevarla a su lugar, pero la muñeca se transformó en una señora muy linda, vestida de celeste, con una corona de luz sobre la cabeza y parada en una nube.

—Yo no soy una muñeca –dijo la señora–, sino la Virgen.

La niña se arrodilló, pero Nuestra Señora la levantó y sin hacer melindres, se fue a sentar en el taburete de cuero esfondado, que era el único asiento que permitían a la rubia. Luego la cogió en los regazos y se puso a hacerle cariño.

—Mirá, mi hijita –dijo la Virgen–, tu padre va a hacer un viaje por ai abajo y te va a preguntar qué querés que te traiga.

Vos le vas a contestar que una arquita como para los pañuelos y otras menudencias. Cuando te la traiga, guardarás en ella la muñequita.

Luego la Virgen besó a la niña, desapareció, y en su lugar quedó la muñeca.

Otro día llegó el papá y le preguntó qué deseaba que le trajese de un viaje que iba a hacer, y su hija le respondió lo que la Virgen le aconsejara.

La negra pidió a su padrastro un traje nunca visto, un sombrero nunca visto y unas zapatillas nunca vistas.

Volvió este de su viaje y cada una tuvo lo que deseaba.

La negra no hacía otra cosa en todo el santo día que ponerse el traje, el sombrero y las zapatillas y dar paseos frente al espejo.

A veces llamaba a la rubia como para hacerle la boca agua con sus sedas, encajes y plumas.

Por fin llegó el domingo, día del estreno del vestido y desde buena mañana despertó a todo el mundo para que la ayudaran.

La pobre niña rubia hasta que veía el chispero: corre de aquí, corre de allá con los polvos, el colorete, las cintas de apretar el corsé, que esto, que lo otro, que aquí, que allá...

Por fin salió para misa de tropa, chiqueándose que era un contento, y la seda del vestido hacía tal ruido, que las gallinas que picoteaban en la calle y los perros salían corriendo. Cuando entró en la catedral, todo mundo, hasta los soldados y los músicos de banda, volvieron a ver qué significaba aquel ruido que parecía una creciente. Además, la iglesia se llenó de olor a Agua Florida, en la que se había bañado.

Entretanto, la niña se quedó en su cocina en pleitos con la leña que estaba verde y humeaba tanto, que la pobre tenía los ojos como dos tomates. De pronto, ve sobre la piedra su muñequita.

— ¿Qué querés, muñequita? –le preguntó.

La muñeca respondió: —Quiero que vayas a misa de tropa, pero eso sí, no levantés los ojos del suelo.

—Pero muñequita, ¿cómo querés que vaya en esta figura?

Yo no me presento así en la Casa de Dios. Ya sabés que mi vestido de los domingos me lo hizo pedazos la negra un día que estaba de luna.

—Andá a tu arquita y verás –contestó la muñequita–. Y no pensés en la molida ni en el almuerzo, que yo me encargo de eso.

La niña fue a su arca, y cuál no fue su admiración al ver salir de ella un traje como las espumas de una catarata cuando hace luna, todo sembrado de maripositas de oro, unos zapatitos de raso, también blancos, y un sombrero maravilloso. En un abrir y cerrar de ojos estuvo vestida y salió corriendo para misa porque ya dejaban. En la puerta la estaba esperando un coche muy bueno. Al entrar en la catedral lo hizo de puntillitas para no llamar la atención, pero la iglesia se llenó de un perfume de rosas y todo el mundo volvía los ojos y quedaba encantado al ver a aquella blanca figurita.

Acertó la niña a arrodillarse frente a la negra y su madre, quienes se quedaron como viendo visiones al contemplar aquella linda criatura que se les daba un aire a su víctima. Y la negra no la dejó oír la misa con devoción, porque le tocó la tela del vestido, las maripositas de oro; le preguntó quién se lo había hecho y también, a cada rato, como era medio arrevesada y tataretas para hablar, le decía: —"Ni... niña, ni... niña, hagámonos comales" –con lo que le quería decir–: "Niña, hagámonos comadres". –Pero la niña no levantó siquiera los ojos del suelo.

Apenas echó el padre la bendición, salió la niña corriendo.

El hijo del rey que la había visto entrar y que no le quitó los ojos de encima en toda la misa porque lo tenía encantado, salió corriendo tras ella y quiso hablarle, pero ella dejó caer su pañuelito, y el hijo del rey casi se desnariza por juntarlo; pero mientras él estaba en esa diligencia, la niña se escabulló, se metió en su coche, que desapareció en un decir amén. Y cuando él fue a buscar, ¡si otra ponés!

Cuando la madrastra y la negra volvieron de misa, ya la rubia estaba con su traje tiznado, sopla y sopla el fuego.

Al siguiente domingo, la negra no fue a misa de tropa, por lucir su vestido en misa de doce. Y otra vez puso a su hermana corre de aquí y corre de allá. Que alcanzame esto, que llevate aquello, que así no, que yo lo quiero asá. Y casi no dejaba a la pobre tentar tierra. Y va entrando a misa, picándola de gran pelota y dejando detrás de ella una hedentina a Agua Florida.

A la niña volvió a aparecérsele la muñequita, quien la mandó a misa. Entre el arca había un vestido que era como ver un celaje dorado, todito lleno de perlas. A la puerta la esperaba el mismo coche y llegó cuando salía el padre al altar. Como el domingo anterior, toda la iglesia se llenó de un olor a rosas y la gente ni oyó la misa con devoción por estarla mirando. Y la negra no fue cuento, sino que se levantó de donde estaba y se le fue a acomodar a la par. Y otra vez con su necedad de:

—"Ni... niña, ni... niña, hagámonos comales" –y toca aquí y tienta allá. Bueno, que ya la niña no hallaba qué hacer.

El hijo del rey, que había recorrido ese día todas las iglesias desde buena mañana, para ver dónde daba con ella, se le puso al frente y no le quitó la vista de encima. Pero la niña no levantó sus ojos del suelo y si no hubiera sido porque de cuando en cuando daba su pestañada, se la hubiera tomado por una imagen.

Apenas el padre echó la bendición, salió la rubia corriendo y el hijo del rey se le puso atrás.

Al llegar al coche ya la alcanzaba. Entonces ella dejó caer un ramito de flores que llevaba en la mano. El otro por sácalas, se puso a juntarlas, y mientras tanto el coche se las chifló.

La madre y la negra llegaron y encontraron a la muchacha atizando el fuego. La negra se puso a meterle mil birutas: —Que desde el domingo anterior se había hecho íntima amiga de una machita preciosa que usaba unos vestidos junto a los cuales el suyo era una cochinadilla cualquiera; y que la tenía requeteconvidada para ir a pasear; y si Dios quería, cuando ella se casara iban a ser comadres, porque estaba en sus cinco en que ella le llevaría los chiquitos a la pila y que se los llevaría porque se los llevaría.

Madre e hija no se apearon a la machita de la boca en todo el santo día. —La machita arriba, la machita abajo –y la niña hacía como que se las compraba y la muy zorrita oía sin chistar.

Al domingo siguiente, vuelta otra vez la negra a encajarse su vestido nunca visto y a poner a su hermana al volador. Por fin salió con su madre para misa de doce.

En el arca hubo esta vez para la rubia un vestido de un color como el del cielo cuando está amaneciendo, todo lleno de brillantes, que parecía que Tatica Dios se lo había esperjeado de agua.

Y todo pasó como en los otros domingos. Pero esta vez el hijo del rey no fue tonto, y por más que ella dejó caer su pañuelito de seda, una sortija y una flor, él no quiso perder tiempo en levantar estas cosas y dejó que otro fuera el bueno con ellas. Sin acordarse de que era el hijo del rey, se acomodó en la trasera del coche y así dio con la casa en que vivía la niña.

Desde ese momento no hizo más que estar para arriba y para abajo en la acera, y cuando pasaba frente a la casa parecía que se quería meter.

La negra, donde lo pilló en esas, creyó que era con ella la cosa, y sacó una poltrona a la puerta y se sentó a mecerse. Y

por temor de que su hermana fuera a asomarse, la escondió en la cocina debajo de una gran olla. Cada vez que pasaba el joven, ella pegaba un suspiro o le hacía ojitos.

En una estaca clavada en el marco de la puerta, tenían madre e hija una lora muy habladora. Seguramente la Virgen la aconsejó, porque en una de las pasadas que dio el príncipe, la lora se puso a gritar:

La niña linda debajo de una olla,

la negra feroza se quiere casar.

Y cada vez que el otro pasaba hacía la misma, en una de tantas, se detuvo. La negra se puso como una chira y con el corazón que se le salía. Ella juraba que ya el príncipe le iba a declarar su amor. Pero el príncipe se acercó en son de preguntar lo que decía la lora, para ver si podía fisgonear dentro de la casa. La negra entonces agarró la lora por el pescuezo y casi la ahorca. Se la llevó para adentro y le dijo al joven que no le hiciera caso. Pero la lora iba para adentro grita y grita:

La niña linda debajo de una olla,

la negra feroza se quiere casar.

Al hijo del rey le llamó la atención lo que decía el animal y se fue yendo detrás de la negra y no se anduvo por las ramas, sino que llegó hasta la cocina. Allí vio una gran olla y al acercarse le pareció oír como unos sollozos. Levantó la olla y se va encontrando con la pobre niña, todita tiznada y haciendo cucharas.

Le propuso allí mismo matrimonio, pero ella quiso antes ir a consultar con su muñequita. Se fue para su cuarto, sacó la arquita y preguntó a su consejera. Esta le dijo que aceptara, pero que eso sí, no debía alzar a ver al príncipe sino hasta que el padre les echara la bendición, y que si no hacía así, contara con que moriría soltera.

Volvió ella con sus ojos bajos y contestó al joven que sí sería su esposa.

Sin hacer caso de los gritos de la madre y de la hija, la cogió y la llevó al palacio. En el camino le decía:

— ¡Niña, levante sus ojos y míreme!

¡Pero ella por sapa los iba a levantar!

Llegaron al palacio y el joven contó a sus padres lo que pasaba, y que si no lo dejaban casarse, se dejaría morir de hambre.

Como era el único hijo, lo tenían muy consentido y nunca le negaban nada, y aunque a la reina no le acomodaba mucho aquella nuera tan tiznada y remendada, dijeron que bueno, que se casara. En esto llegó un joven (que aquí para nos era un ángel) con la arquita y se la entregó a la niña. Esta se encerró y se plantó bien con un vestido mejor que los otros, y por supuesto los reyes al verla quedaron encantados.

El casamiento se hizo a los pocos días. La Virgen bajó a servir de madrina. Apenas el padre les echó la bendición, la niña levantó sus ojos para mirar a su marido, para quien aquello fue como si le hubieran metido dos cielos entre el alma.

Como la niña era de muy buen corazón, mandó por la negra y la trató con tanto cariño, que se puso un poquito más amable. Uno de los señores que servían al rey, por quedar bien, se casó con ella. Dicen que no le fue muy bien y que muy a menudo andaba con las penas derramadas.

Pero el príncipe y la niña fueron muy felices, tuvieron una catizumba de hijos y llegaron a viejiticos.

Primero murió ella y la Virgen se la llevó. Cuando iba para el cielo, su marido oyó una voz que decía:

Adiós, esposo mío,

que en el cielo nos veremos.

Y de veras, cuando él murió se fue para el cielo y se sentó a cantarle a la Virgen en una silla que le tenían lista al lado de su esposa.

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