Read Cuentos de mi tía Panchita Online
Authors: Carmen Lyra
Pasó una palomita que le preguntó:
—Cucarachita Mandinga,
¿Por qué estás tan triste?
La Cucarachita le respondió:
—Porque Ratón Pérez
se cayó entre la olla,
y la Cucarachita Mandinga
lo gime y lo llora.
La palomita le dijo:
—Pues yo por ser palomita
me cortaré una alita.
Llegó la palomita al palomar que al verla sin una alita, le preguntó:
—Palomita, ¿por qué te cortaste una alita?
—Porque Ratón Pérez
se cayó entre la olla,
y la Cucarachita Mandinga
lo gime y lo llora...
Y yo por ser palomita
me corté una alita.
Entonces el palomar dijo:
—Pues yo por ser palomar
me quitaré el alar.
Pasó la reina y le preguntó:
—Palomar, ¿por qué te quitaste el alar?
— Porque Ratón Pérez
se cayó entre la olla,
y la Cucarachita Mandinga
lo gime y lo llora...
Y la palomita se cortó una alita...
Y yo por ser palomar
me quité mi alar.
La reina dijo:
—Pues yo por ser reina,
me cortaré una pierna.
Llegó la reina renqueando donde el rey, que le preguntó:
—Reina, ¿por qué te cortaste una pierna?
—Porque Ratón Pérez
se cayó entre la olla,
y la Cucarachita Mandinga
lo gime y lo llora...
Y la palomita
se cortó una alita,
el palomar
se quitó su alar,
y yo por ser reina,
me corté una pierna.
El rey dijo:
—Pues yo por ser rey,
me quitaré mi corona.
Pasó el rey sin corona por donde el río, que le preguntó:
—Rey, ¿por qué vas sin corona?
— Porque Ratón Pérez
se cayó entre la olla,
y la Cucarachita Mandinga
lo gime y lo llora...
Y la palomita
se cortó una alita,
el palomar
se quitó su alar,
la reina
se cortó una pierna,
y yo por ser rey,
me quité la corona.
El río dijo:
—Pues yo por ser río,
me tiraré a secar...
Llegaron unas negras al río a llenar sus cántaros y al verlo seco, le preguntaron:
—Río, ¿por qué estás seco?
— Porque Ratón Pérez
se cayó entre la olla,
y la Cucarachita Mandinga
lo gime y lo llora...
Y la palomita
se cortó una alita,
el palomar
se quitó su alar,
la reina
se cortó una pierna,
el rey
se quitó su corona
y yo por ser río,
me tiré a secar...
—Pues nosotras por ser negras, quebramos los cántaros.
Pasaba un viejito, quien al ver a las negras quebrar sus cántaros, les preguntó:
— ¿Por qué quebráis los cántaros?
— Porque Ratón Pérez
se cayó entre la olla,
y la Cucarachita Mandinga
lo gime y lo llora...
Y la palomita
se cortó una alita,
el palomar
se quitó su alar,
la reina
se cortó una pierna,
el rey
se quitó la corona,
el río
se tiró a secar
y nosotras por ser negras,
quebramos los cántaros.
El viejito dijo:
—Pues yo por ser viejito,
me degollaré.
Y se degolló.
* * *
Entretanto, llegó la hora del entierro.
La Cucarachita quiso que fuera bien rumboso e hizo venir músicos que iban detrás del ataúd tocando. Los violines y los violones decían:
— ¡Por jartón, por jartón,
por jartón
se cayó entre la olla!
Y me meto por un huequito y me salgo por otro para que ustedes me cuenten otro.
VIII
La suegra del Diablo
H
abía una vez una viuda de buen pasar que tenía una hija. La muchacha era hermosota y la madre quería casarla con un hombre bien rico. Se presentaron algunos pretendientes, todos hombres honrados, trabajadores y acomodados, pero la viuda los despedía con su música a otra parte porque no eran riquísimos.
Una tarde se asomó la muchacha a la ventana, bien compuesta y de pelo suelto. (Por cierto que el pelo le llegaba a las corvas y lo tenía muy arrepentido.) No hacía mucho rato que estaba allí, cuando pasó un señor a caballo. Era un hombre muy galán, muy bien vestido, con un sombrero de pita finísimo, moreno, de ojos negros y unos grandes bigotes con las puntas para arriba. El caballo era un hermoso animal con los cascos de plata y los arneses de oro y plata. Saludó con una gran reverencia a la niña, y le echó un perico. La niña advirtió que el caballero tenía todos los dientes de oro. El caballo al pasar se volvió una pura pirueta. Desde la esquina, el jinete volvió a saludar a la muchacha, que se metió corriendo a contar a su madre lo ocurrido.
A la tarde siguiente, madre e hija bien alicoreadas, se situaron en la ventana. Volvió a pasar el caballero en otro caballo negro, más negro que un pecado mortal, con los cascos de oro, frenos de oro, riendas de seda y oro y la montura sembrada de clavitos de oro. La viuda advirtió que en la pechera, en la cadena del reloj y en el dedito chiquito de la mano izquierda, le chispeaban brillantes. Se convenció de que era cierto que tenía toda la dentadura de oro. Las dos mujeres se volvieron una miel para contestar el saludo del caballero.
Al día siguiente, desde buena tarde, estaban a la ventana, vestidas con las ropas de coger misa, volando ojo para la esquina. Al cabo de un rato, apareció el desconocido en un caballo que tenía la piel tan negra como si la hubieran cortado en una noche de octubre; las herraduras eran de oro y los arneses de oro, sembrados de rubíes, brillantes y esmeraldas.
Las dos se quedaron en el otro mundo cuando lo vieron detenerse ante ellas y desmontar. Las saludó con grandes ceremonias. Lo mandaron pasar adelante, y la vieja que era muy saca la jícara cuando le convenía, llamó al concertado para que cuidara del caballo.
El desconocido dijo que se llamaba don Fulano de Tal, presentó recomendaciones de grandes personas, habló de sus riquezas, las invitó a visitar sus fincas y, por último, pidió a la niña por esposa. No había terminado de hacer la propuesta, cuando ya estaba la madre contestándole que con mucho gusto y llamándolo hijo mío.
Desde ese día las dos mujeres se volvieron turumba; cada día visitaban una finca del caballero; cada noche bailes y cenas; no volvieron a caminar a pie, solo en coche, y regalos van y regalos vienen.
Por fin llegó el día de la boda. El caballero no quiso que fuera en la iglesia sino en la casa y nadie se fijó en que al entrar el padre, el novio tuvo intenciones de salir corriendo.
Los recién casados se fueron a vivir a otra ciudad donde el marido tenía sus negocios. Desde el primer día que estuvieron solos, el marido dijo a la esposa a la hora del almuerzo que él sabía hacer pruebas que dejaban a todo el mundo con la boca abierta y que las iba a repetir para entretenerla; y diciendo y haciendo se puso a caminar por paredes y cielo con la facilidad de una mosca; se hacía del tamaño de una hormiga, se metía dentro de las botellas vacías y desde allí hacía morisquetas a su mujer; luego salía y su cuerpo se estiraba para alcanzar el techo. Y esto se repetía todos los días al almuerzo y a la comida. En una ocasión vino la viuda a ver a su hija y esta le contó las gracias de su marido. Cuando se sentaron a la mesa, la suegra pidió a su yerno que hiciera las pruebas de que le había hablado su hija. Este no se hizo de rogar y comenzó a pasearse por cielo y paredes y a repetir cuantas curiosidades sabía hacer. La vieja se quedó con el credo en la boca y desde aquel momento no las tuvo todas consigo.
A los pocos días volvió a hacer otra visita a sus hijos, trajo consigo una botijuela de hierro, con una tapadera que pesaba una barbaridad. A la hora del almuerzo rogó a su yerno que las divirtiera con sus maromas. Después que este se dio gusto con sus paseos boca abajo por el techo, le presentó la botijuela y le dijo:
— ¿Apostemos a que aquí no entra usted?
El otro de un brinco se tiró de arriba y se metió en la botijuela como Pedro por su casa. La suegra hizo señas a unos hombres que tenía listos con la tapadera, tras una cortina, y estos se precipitaron y taparon la botijuela. El yerno se puso a dar gritos desaforados y a hacer esfuerzos por salir. La esposa quiso intervenir para que le abrieran, pero la madre le dijo: — ¿Pues no ves que es el mismo Pisuicas? Desde la otra vez que estuve, eché de ver que tu marido no era como todos los cristianos. Le consulté a un sacerdote, quien me acabó de convencer de que mi yerno no era sino el Malo. Dale infinitas gracias a Nuestro Señor de que a mí se me ocurriera este medio de salir de él.
Luego se fue en persona para la montaña, seguida de los hombres que cargaban la botijuela. Se hizo un hoyo profundo y allí dejó enterrada la botijuela con su yerno dentro. Este se quedó bramando de rabia y diciendo pestes contra su suegra.
En efecto, aquel era el Diablo y desde el día en que la vieja lo enterró, nadie volvió a cometer un pecado mortal, solo pecados veniales, aconsejados por los diablillos chiquillos. Y
toda la gente parecía muy buena, pero solo Dios sabía cómo andaba el frijol.
Pasaron los años y pasaron los años en aquella bienaventuranza, y el pobre Pisuicas enterrado, inventando a cada minuto una mala palabra contra su suegra. Un día pasó por aquel lugar un pobre leñador que tenía por único bien una marimba de chiquillos, y tan arrancado que no tenía segundos calzones que ponerse. Le pareció oír bajo sus pies algo así como retumbos; se detuvo y puso el oído. Una voz que salía de muy adentro decía: — ¡Quien quiera que seas, sácame de aquí...!
El hombre se puso a cavar en el sitio de donde salía la voz.
Al cabo de unas cuantas horas de trabajar, dio con la botijuela. De ella salta la voz que ahora decía: —Ñor hombre, sácame de aquí y te tiene cuenta.
Él preguntó: — ¿Qué persona, por más pequeña que sea, puede caber dentro de esta botijuela?
El que estaba en ella contestó: —Sácame y verás. Soy alguien que puede hacerte inmensamente rico.
Esto era encontrarse con la Tentación y el pobre al oír lo de las riquezas, hizo un esfuerzo tan grande que levantó solo la tapadera. Cierto es que por dentro el Diablo empujaba a su vez con todas sus fuerzas. La tapadera saltó, con tal ímpetu, que desapareció en los aires; el Demonio salió envuelto en llamas y la montaña se llenó de un humo hediondo a azufre.
El pobre leñador cayó al suelo más muerto que vivo. Cuando fue volviendo en sí, se le acercó el Diablo y le contó la historia de su entierro.
—Para pagarte tu favor –le dijo– nos vamos a ir a la ciudad. Yo me voy a ir metiendo en diferentes personas, de las más ricas y sonadas, para que se pongan locas. Vos aparecerás en la ciudad como médico y ofrecerás curarlas. No tenés más que acercarte al oído del enfermo y decirme: "Yo soy el que te sacó de la botijuela", y al punto saldré del cuerpo. Eso sí, cuando te acerqués y yo te diga que no, es mejor que no insistas porque será inútil. Ya te lo advierto.
Y así fue. Partieron para la ciudad, el leñador se hizo anunciar como médico y a los pocos días cátate que un gran conde se puso más loco que la misma locura. Lo vieron los más famosos médicos del reino, y nada. De pronto se supo que un médico recién llegado ofrecía devolverle la salud. Llegó donde el enfermo y para disimular, se puso a darle cada hora una cucharada de lo que traía en una botella y que no era otra cosa que agua del tubo con anilina. A las tres cucharadas se acercó al oído del conde y dijo: —"Soy el que te sacó de la botijuela" –inmediatamente salió el Diablo y el conde quedó como si tal enfermedad no hubiera tenido. Toda la familia estaba agradecidísima, no hallaban dónde poner al médico y lo dejaron bien pistudo.
Siguieron presentándose casos de locura de diferentes aspectos y casi todos eran en el duque don Fulano de Tal, en la duquesa doña Mengana, en el marqués don Perencejo. Y todos fueron curados por el médico, que ya no tenía dónde guardar el oro que ganaba. Por fin se puso mala la reina y ¡el Señor me dé paciencia!
Aquello sí que fue el juicio. La reina no tenía sosiego un minuto y ya el rey iba a coger el cielo con las manos y últimamente tuvieron que amarrarla porque ya no se aguantaba.
Aconsejaron al rey que llamara al famoso médico y cuando llegó, le ofreció hacerlo su médico de cabecera y darle muchas riquezas si sanaba a su esposa. El otro, por rajón, le contestó que ya podía hacerse de cuentas de que la reina estaba curada y que si no sucedía así, le cortara la cabeza.
Se acercó con su botella de agua y le dio las tres cucharadas. A la tercera le dijo al oído de la enferma: —"Soy yo, el que te sacó de la botijuela".
El diablo respondió: — ¡No!
Al oír esto, el hombre se achucuyó. ¿Y ahora qué iba a hacer? Se acercó otra vez al oído de la enferma a suplicarle: — ¡Salí por lo que más querrás! ¡Mirá que si no acaban conmigo! Por vida tuyita...
Pero de nada le servían las súplicas: el otro seguía emperrado en que no y en que no. Estaba, por lo que se veía, muy a gusto entre los sesos de la reina.
Pidió al rey tres días de término y entretanto, no hizo otra cosa que suplicar al Diablo que saliera, dar cucharadas de agua con anilina a la pobre reina y sobarse las manos. Cuando estaba para terminarse el plazo, se le ocurrió una idea: pidió al rey que hiciera traer la banda, que comprara triquitraques y cohetes, que a cada persona del palacio le diera una lata o algún trasto de cobre y la armara de un palo y que a una señal suya, la banda rompiera con una tocata bien parrandera, todos gritaran y golpearan en sus latas y se diera fuego a la pólvora.