Read Cuentos de mi tía Panchita Online
Authors: Carmen Lyra
—Extendé la servilleta en el suelo y decí: "Servilletica, por la virtud que Dios te dio, dame de comer".
Juan repitió:
—Servilletica, por la virtud que Dios te dio, dame de comer.
Entonces la servilleta se hizo un gran mantel y sobre él apareció una gran cafetera llena de café caliente y aromático; un pichel lleno de postrera amarillita y acabada de ordeñar; un cerro de tortillas de queso, doradas, de esas que al partirlas echan un vaho caliente que huele a la pura gloria y que al partirlas hacen hebras; un tazón de natilla; bollos de pan dulce con su corteza morena, de los que se esponjan al partirlos y se ven amarillos de huevo y de aliño; tarritos de jalea de membrillo y de guayaba; pollos asados, frutas, en fin, tanta cosa que sería largo de enumerar.
Cuando Juan volvió a ver, ya Tatica Dios no estaba allí.
Juan estaba muy asustado con la aparición, pero pudo más el hambre y se puso a comer todas aquellas ricuras con las que jamás había soñado su imaginación de pobrecito.
Cuando terminó, todavía quedaban viandas como para una semana. Recogió la vajilla que era de oro y plata y de la más fina porcelana, y puso todo lo que pudo en su saco, porque no creía que la cosa se repitiera. Luego se guardó la servilleta.
Allá de camino, por tantear, la volvió a extender sobre el zacate y dijo:
—Servilletica, por la virtú que Dios te dio, dame de comer
–y otra vez apareció un banquete que se lo hubieran deseado los obispos y los reyes. Lo que hizo fue que en el primer rancho que encontró, avisó para que fueran a recoger todo aquello.
Juan Cacho pensó en sus chiquillos hambrientos, y a pesar de lo mal criados que eran, y de su mujer, creyó que su deber era volver a donde ellos y darles de comer. Y se puso a imaginarlos sentados alrededor de un banquete como los que había tenido enfrente. Lo que voy a hacer, pensó, es no dejarlos comer mucho, para que no se empachen.
Al anochecer llegó a un sesteo. Bajo un gran higuerón y sentados alrededor de una gran fogata, había muchos boyeros y hombres que venían arreando ganado. Estaba tomando café que le habían comprado al dueño del sesteo. La verdad es que lo que vendía este hombre, no era café, sino agua chacha.
Entonces Juan Cacho les dijo:
—Boten esa cochinada y van a probar lo que es café. ¡Y no van a tomar café vacío!...
Diciendo y haciendo, extendió en el suelo su servilleta y dijo:
—Servilletica, por la virtú que Dios te dio, danos de comer –y aparecieron el café, y postrera y la natilla y los pollos asados y vinos y las sabrosuras. Toda aquella gente acostumbrada a arroz, frijoles y bebida, no se atrevía a tocar los ricos manjares.
Juan les dijo:
— ¡Idiay, viejos, aturrúcenle, que ahora es tiempo!
Los arrieros no se hicieron de rogar. A poquito rato se les habían subido los tragos y aquello era parranda y media.
El dueño del sesteo era lo que se llama un hombre angurriento, de los que no pueden ver bocado en boca ajena, y en cuanto se dio cuenta del tesoro que era aquella servilleta, le echó el ojo.
Apenas vio que Juan Cacho se había dormido, le sacó la servilleta y le puso otra en su lugar. Y Juan, que había caído como una piedra, tan rendido estaba, y que además andaba medio tuturuto con los tragos que se había tomado, no sintió nada.
Antes de amanecer se levantó Juan Cacho ya fresco, se cercioró de que tenía la servilleta entre la bolsa y cogió para su casa. De camino se iba haciendo ilusiones, de la sorpresa que les iba a dar a su mujer y a sus chiquillos; de lo mansita que se le iba a poner la alacrana de su esposa y se imaginaba a cada una de sus criaturas con un pollo asado en la mano.
Cuando llegó a su casucha, entró muy orondo, dándose aire de persona quitada de ruidos. En cuanto lo vio la chompipona de su mujer comenzó a insultarlo; pero él no le hizo caso y se fue derecho al fogón, y destapó la olla que tenían en el fuego.
Al ver que lo que había en la olla eran cuatro guineos bailando en agua de sal, se echó a reír y los tiró a medio patio. La mujer y los chiquillos creían que el hombre se había chiflado.
— ¡Van a ver lo que les traigo de comer! –les dijo–. En cambio de esa cochinada que tenían en el fuego, les voy a dar pollos, chompipes, vino y dulces, de caer sentado comiendo.
Y ñor Aquel cogió los cuatro chunches que tenían sobre la mesa renca, los tiró por donde primero pudo; se sacó de la bolsa la servilleta; con mil piruetas la extendió sobre la mesa y, echándose para atrás, gritó:
—Servilletica, por la virtú que Dios te dio, danos de comer.
¡Y nada!...
Juan Cacho se quedó más muerto que vivo. ¡María Santísima! ¿Qué era eso? ¿Sería que no le había oído la servilleta?
Volvió a repetir. ¡Y nada! ¿Lo habría cogido de mona Tatica Dios? No podía ser. Él no es de esos que cogen de mona a nadie. Pues, ¿y esto qué era?
Entretanto, la mujer había vuelto a coger los estribos: agarró un palo de leña y se lo dejó ir con toda alma, que si no se agacha el hombre, le parte la jupa por la pura mitad. Y no fue cuento, Juan Cacho tuvo que salir por aquí es camino, mientras el culebrón y los chacalincillos le gritaban improperios.
Bueno, Juan Cacho quiso ir a darle las quejas a Tatica Dios, de lo que le había pasado y se puso al caite, camino del lugar donde se lo había encontrado. Llegó al anochecer, sin haber probado bocado y con abejón en el buche. Encendió un fogón y se sentó a esperar. Allá, al mucho rato, de veras fue llegando Nuestro Señor con un borriquito de diestro.
— ¿Idiay, hijó, qué estás haciendo aquí? –le preguntó.
A Juan se le pegó el nudo.
— ¿Qué qué estoy haciendo?... ¡Pero mi Señor Jesucristo, si vos debés saberlo!... Lo que es la tal servilleta, en mi casa no me sirvió sino para ponerme en vergüenza. Va de decile y decile y lo que hizo esta piedra, hizo ella. De allí salí que deseaba me tragara la tierra... Había que ver a mi mujer que es más brava que un solimán, después, que le tiré los guineos al patio...
— ¡Oh, Juan –le dijo Nuestro Señor–, vos sí que sos sencillo! En fin, aquí te traigo este borriquito... A ver, extendé en el suelo ese saco que traés.
Juan lo extendió.
— ¡Ppp, ppp! –hizo el señor, animando al borriquito para que se parara sobre el saco.
Cuando la bestia se colocó sobre el saco, Tatica Dios ordenó a Juan que fuera repitiendo con Él lo que decía: —"Borriquito, por la virtud que Dios te dio, reparame plata".
No lo habían acabado de decir, cuando el animal se puso a echar monedas por el trasero; monedas en vez de estiércol.
¡Ay, Dios mío!, ¿qué era aquello?
Cuando Juan levantó los ojos para ver a Tatica Dios, ya este había desaparecido.
Juan se puso a bailar en una pata de la contentera y no aguardó razones, sino que cogió el camino de vuelta.
Cuando pasó por el sesteo, se sintió muy rendido y entró a pedir posada.
Apenas lo vio el dueño, se quedó chiquitico pensando que el otro venía a reclamarle.
— ¡Hola, compadrito! ¡Dichosos ojos! ¿Y qué viento lo trae por aquí?
Y Juan, que no tenía pringue de malicia, le soltó:
— ¡Viera, viejo, lo que traigo! ¡Esto sí que es cosa buena!
Vamos y tráigame una cobija o un trapo y va a ver usté...
El hombre no se hizo de rogar y cogió un pedazo de mantalona que estaba a mano. Juan hizo que el burro se colocara encima de la mantalona y dijo:
—Burriquito, por la virtú que Dios te dio, reparame plata.
Y al momento estaba el burro echando monedas de oro por el trasero, en vez de estiércol.
Al hombre casi le da una descomposición del susto de ver aquel gran montón de monedas de oro. Y al momento se puso a pensar que este burro tenía que ser de él.
Lo primero que hizo fue darle guaro a Juan para que se almadeara; luego lo llevó a acostarse. Pero en medio de la soca que se tenía, el pobre Juan no perdía del todo el sentido y no soltaba el mecate con que llevaba amarrado el burro. Al fin del cuento se privó y entonces el otro aprovechó la oportunidad para quitarle el burro y cambiárselo por otro muy parecido.
Al día siguiente muy de mañana, se puso Juan camino de su casa. Como estaba de goma y él de por sí no era muy observador, no se fijó en que le habían cambiado el animal. Bueno, el caso es que llegó a la casa y se metió con todo y burro. Como se sentía muy seguro, no hizo caso de los denuestos con que lo recibió la gallota de su mujer. Juan se fue derechito a la cama, quitó la cobijilla colorada llena de churretes de candela con que todavía estaban cobijados los chacalincillos, la tendió en el suelo e hizo que el burro se encaramara sobre ella. Luego gritó entusiasmado:
—Burriquito, por la virtú que Dios te dio, reparanos plata.
¡Y nada!
Volvió a decirle y nada. ¡Ayayay! ¿Qué era esto, María Santísima? Otra vez le gritó:
—Burriquito, que por la virtú que Dios te dio reparame plata.
Y lo que hizo el animal fue una buena gracia sobre la cobija.
Por supuesto que eso fue el colmo. La mujer le tiró encima los tizones y luego los chiquillos cogieron los cagajones del burro y lo agarraron a cagajonazos.
Al pobre Juan le faltaron pies para salir corriendo. Y, lejos se sentó a recapacitar. ¿Pues y esto qué será? ¿Sería que Tatica Dios de veras se había querido burlar de él? No podía ser; Nuestro Señor no es de bromas, y menos con un triste como él. Entonces decidió volver allá arriba, al lugar donde se le había aparecido. Quién quita que se le apareciera otra vez y le pusiera en claro aquello...
Juan volvió a tomar el camino, anda y anda. Por fin llegó, ya oscureciendo, cansado, con hambre y todo achucullado.
¡Qué hombre más torcido era él, que hasta con Tatica Dios le iba mal! Se sentó, y no fue cuento, sino que largó el llanto, allí en la soledad, donde nadie lo podía ver.
—Hombré, Juan, ¿qué es eso?
Levantó los ojos y allí estaba Tatica Dios en persona, con un saco a la espalda, mirándolo, entre malicioso y compasivo.
— ¿Y eso qué es, Juan? ¿Mariqueando como las mujeres?
–se veía que le quería meter ánimo.
— ¿Pues no ves, Señor mío Jesucristo, que con el burro también me fue mal? Mientras la cosa era afuera, funcionaba muy bien, pero en cuanto llegué a mi casa, y había que enfrentarse a mi mujer, ¡adiós mis flores!... Lo que hizo fue una gracia en la cobija, y entre la mujer y los chiquillos me cogieron a cagajonazos. Y si no me las pinto, me matan.
—Pues, hijó, yo lo que encuentro es que vos no te das a respetar de tu mujer ni de tus hijos, y eso va contra la Ley de Dios.
Allí quien debiera tener los pantalones es tu mujer. Bueno es culantro, pero no tanto, hijo. Bueno es que seas paciente, pero no hasta el extremo. Vos debés amarrarte esos calzones, Juan, si no querés que tus hijos acaben por encaramársete encima y tu mujer te ponga grupera y mirá, muchacho, hay que tener su poquito de malicia en la vida, si no querés salir siempre por dentro. Vos sos muy confiado con todo el mundo; creés que todos son tan buenos como vos, ¡y qué va! Ese hombre del sesteo te ha jugado sucio, hombre de Dios, y... no te digo más.
Aquí te traigo, para ver si sabés sacarle partido.
Tatica Dios abrió el saco y sacó tamaña perinola que más parecía garrote que otra cosa.
—Poné atención, Juan, a lo que voy a decir: "Escomponete, perinola".
Y la perinola salió del saco y comenzó a arriarle a Juan sin misericordia.
— ¡Ay, ay, ayayay! –Gritaba Juan–. ¿Idiay, Señor, tras dao, meniao? Me arrea mi mujer y vos también, Señor. Qué esperanza me queda. ¡Ayayay!
Nuestro Señor dijo:
—Componete, perinola.
Y la perinola se metió muy docilita entre el saco, como si tal cosa.
—Es para que aprendás, Juan, a no dejarte. Es la última vez que te meto el hombro. Y si con esta no entendés, no tenés cuándo, y mejor es que me dejés quieto. Yo no te digo que no seas bueno con tu prójimo, pero tampoco te dejés, porque eso es dejar lugar a que el egoísmo se extienda como una mata de ayote. Y no volvás por aquí, Juan, y no te dejés.
Juan oyó el sermón muy humildito, con los ojos bajos. Se le había abierto como una hendija en los sesos y ahora iba comprendiendo... Tenía razón Tatica Dios. Estaba bueno lo que le había pasado, por tonto. Sí, quién veía al dueño del sesteo tan labioso. Claro, para mientras se lo tiraba. Pero ahora que se encomendara. Y que se alistara su mujer, y que los chiquillos se fueran ensebando las nalgas. Y Juan Cacho se echó el saco a la espalda y comenzó a bajar la cuesta muy decidido, a grandes pasos.
Llegó al sesteo y salió el hombre hecho una aguamiel, sin saber si el otro venía a reclamarle o a dejarle otra cosita.
— ¡Hola, compadrito! ¡Dichosos ojos! Pase adelante, debe estar muy cansadito. Voy a llamar a mi mujer para que me le aliste aunque sea un plato de arroz y frijoles.
Juan Cacho no se hizo de rogar y se sentó a comer con el saco a un lado. El hombre estaba con una gran curiosidad de saber qué traía el otro en el saco.
— ¡Idiay, compadrito, no trae por ahí alguna novedad de las que usté acostumbra?
Juan se le acercó y le dijo bajito:
—Sí, mi estimado, pero es un gran secreto. Vamos para allá adentro, a un cuarto donde nadie nos oiga. Y no se asomen, porque entonces todo se nos echa a perder –de veras, el otro se fue allá adentro y le advirtió a todo el mundo que nadie se acercara al cuarto, oyera lo que oyera. Y dijo a su mujer, guiñándole un ojo:
—Voy a ver si hago con ñor Aquel otro negocito como el de la servilleta y el del burro. Ya vos sabés. Ve que nadie se acerque, ya te lo advierto. Si la cosa sale mal por tu culpa, por no cuidar bien para que no se acerquen, vos me la pagarás.
Se fueron para el cuarto y se encerraron con llave. Juan fue abriendo poquito a poco el saco, y el otro hombre con una curiosidad... Estiraba el pescuezo para ver qué tenía entre el saco y parecía que tenía baile de Sanvito y quería meter la mano.
— ¡Ché!, no se asome, viejo, porque entonces no resulta –le advertía Juan, abriendo poquito a poco el saco.
—Y dígame, compadrito –preguntó Juan Cacho–, ¿cómo le ha salido el burriquito?
— ¿Cuál burriquito? –preguntó el otro sobresaltado.
—Pues el burriquito... usté sabe. ¿Y la servilletica, le ha servido de algo?
—No sé de qué me está hablando.
— ¿Con que no lo sabe? Pues le voy a enseñar.