—¿Acerodragón? —El término era nuevo para Jon—. ¿Acero valyrio?
—Eso mismo fue lo primero que pensé yo.
—Así que si consigo convencer a los señores de los Siete Reinos de que nos entreguen sus espadas valyrias, habremos salvado el mundo. No es tan difícil. —«No más que convencerlos de que nos den todos sus castillos y monedas.» Rió con amargura—. ¿Has averiguado quiénes son los Otros, de dónde vienen, qué quieren?
—Aún no, pero puede que no haya leído los libros relevantes; quedan cientos que todavía no he mirado siquiera. Dame más tiempo y averiguaré lo que haya que averiguar.
—No queda tiempo. Recoge tus cosas, Sam. Te vas con Eli.
—¿Que me voy? —Miró a Jon boquiabierto, como si no entendiese el significado de sus palabras—. ¿Me voy? ¿A Guardaoriente, mi señor? O… ¿Adónde…?
—A Antigua.
—¿A Antigua? —repitió Sam con voz aguda.
—Y también va Aemon.
—¿Aemon? ¿El maestre Aemon? Pero… tiene ciento dos años, no puede… ¿Nos envías lejos a los dos? ¿Quién se encargará de los cuervos? Si alguien cae enfermo o herido, ¿quién…?
—Clydas. Lleva años con Aemon.
—Clydas no es más que un mayordomo y está perdiendo la vista. Aquí hace falta un maestre. Aemon está muy delicado, y un viaje por mar… Podría… Es muy viejo, y…
—Su vida correrá peligro. Soy consciente de ello, Sam, pero más peligro corre aquí. Stannis sabe quién es Aemon, y si la mujer roja exige sangre de reyes para sus hechizos…
—Ah. —Las mejillas de Sam perdieron todo el color.
—Dareon se reunirá contigo en Guardiaoriente. Tengo la esperanza de que nos consiga unos cuantos hombres en el sur con sus canciones. La
Pájaro Negro
os llevará a Braavos; una vez allí, busca tú la manera de llegar a Antigua. Si sigues pensando en decir que el hijo de Eli es tu bastardo, mándala con él a Colina Cuerno. Si no, Aemon le buscará un trabajo de criada en la Ciudadela.
—Mi b-b-bastardo. Sí… Mi madre y mis hermanas ayudarán a Eli a criar al niño. Dareon puede acompañarla a Antigua; no hace falta que vaya yo. Estoy… He estado entrenándome con el arco todas las tardes con Ulmer, como ordenaste. Bueno, menos cuando estoy en las criptas, pero también me dijiste que averiguara todo lo posible sobre los Otros.
El arco hace que me duelan los hombros y me salgan ampollas en los dedos. —Le enseñó la mano—. Pero sigo practicando. Ahora ya acierto en la diana bastantes veces, aunque sigo siendo el peor arquero que ha habido jamás. En cambio, me encantan las historias que cuenta Ulmer. Alguien debería recopilarlas en un libro.
—Encárgate tú. En la Ciudadela hay pergaminos y tinta, así como arcos. Quiero que sigas entrenándote, Sam. La Guardia de la Noche cuenta con cientos de hombres capaces de lanzar una flecha, pero solo unos pocos saben leer y escribir. Necesito que seas mi nuevo maestre.
—Mi señor…, mi trabajo está aquí, con los libros…
—Los libros seguirán en su sitio cuando vuelvas.
—Mi señor, en la Ciudadela… —Sam se llevó una mano a la garganta—. Obligan a los aprendices a abrir cadáveres. No puedo llevar cadena.
—Sí, puedes, y lo harás. El maestre Aemon es anciano y está ciego; le flaquean las fuerzas. ¿Quién ocupará su lugar cuando muera? El maestre Mullin de la Torre Sombría tiene más de soldado que de erudito, y el maestre Harmune de Guardiaoriente pasa más tiempo borracho que sobrio.
—Si pides más maestres a la Ciudadela…
—Eso voy a hacer; nos hacen mucha falta. Pero no es tan fácil sustituir a Aemon Targaryen. —«Esto no va como esperaba.» Sabía que Eli sería difícil, pero daba por supuesto que a Sam le gustaría cambiar los peligros del Muro por el clima cálido de Antigua—. Creía que te alegrarías —dijo, confundido—. En la Ciudadela hay más libros de los que nadie pueda leer en toda una vida. Allí te irá muy bien, Sam. Estoy seguro.
—No. Puedo leer los libros, pero… Un maestre también tiene que ser sanador, y a mí la s-s-sangre me marea. —Empezó a temblarle la mano, como para demostrar que decía la verdad—. Soy Sam el Asustado, no Sam el Mortífero.
—¿Asustado? ¿De qué? ¿De las burlas de unos viejos? Tú viste a los espectros subir por el Puño, viste una marea de muertos vivientes con las manos negras y los ojos azules llameantes. Mataste a un Otro.
—Fue el v-v-vidriagón, no yo.
—Cállate —espetó Jon. Después de lo de Eli, no le quedaba paciencia para los miedos del gordo—. Mentiste, conspiraste e intrigaste para que me eligieran lord comandante. Ahora me vas a obedecer. Irás a la Ciudadela y te forjarás una cadena, y si para eso tienes que abrir cadáveres, los abrirás. Al menos, los cadáveres de Antigua no pondrán objeciones.
—Mi señor, mi p-p-p-padre, lord Randyll, dice, dice, dice, dice… La vida del maestre es una vida de servicio. Ningún hijo de la casa Tarly llevará jamás una cadena. Los hombres de Colina Cuerno no se inclinan ante ningún señor menor. No puedo desobedecer a mi padre, Jon.
«Mata al niño —pensó Jon—. Al niño que hay en ti y al niño que hay en él. Mátalos a los dos, bastardo de mierda.»
—No tienes padre. Solo hermanos, solo a nosotros. Tu vida pertenece a la Guardia de la Noche, así que ve a meter en una saca tu ropa interior y todo lo que quieras llevarte a Antigua. Partirás una hora antes del amanecer. Y te voy a dar otra orden: de hoy en adelante no volverás a decir que eres un cobarde. En este último año te has enfrentado a más cosas que la mayoría de los hombres en toda una vida. Te puedes enfrentar a la Ciudadela; te enfrentarás a ella como hermano juramentado de la Guardia de la Noche. No puedo ordenarte que seas valiente, pero sí que ocultes tus temores. Pronunciaste el juramento, Sam. ¿Te acuerdas?
—Lo… intentaré.
—No lo intentarás. Obedecerás.
—Obedecerás. —El cuervo de Mormont batió las grandes alas negras.
—Como ordene mi señor. ¿Lo…, lo sabe ya el maestre Aemon? —Sam parecía hundirse por momentos.
—La idea se nos ocurrió a los dos. —Jon le abrió la puerta—. Nada de despedidas. Cuanta menos gente se entere, mejor. Una hora antes del amanecer, junto al cementerio.
Sam salió tan precipitadamente como Eli, y de pronto, Jon se sintió abrumado por el cansancio.
«Necesito dormir.» Había pasado despierto la mitad de la noche, estudiando mapas minuciosamente, escribiendo cartas y trazando planes con el maestre Aemon. No consiguió conciliar el sueño ni después de derrumbarse en su camastro. Sabía a qué se enfrentaría al día siguiente, y se pasó la noche dando vueltas a las palabras de despedida del maestre Aemon.
—Os daré un último consejo, mi señor —había dicho el anciano—, el mismo que le di a mi hermano cuando nos vimos por última vez. Tenía treinta y tres años cuando el Gran Consejo lo escogió para ocupar el Trono de Hierro. Era un hombre adulto y con hijos, pero en algunos aspectos seguía siendo un niño. Egg tenía una inocencia, una dulzura, que todos adorábamos. «Mata al niño que hay en ti —le dije el día en que zarpábamos hacia el Muro—. Para gobernar hace falta un hombre. Un Aegon, no un Egg. Mata al niño y que nazca el hombre.» —El anciano tocó la cara de Jon—. Tienes la mitad de los años que tenía Egg, y me temo que tu tarea es mucho más ingrata. No disfrutarás mucho de tu mandato, pero creo que tienes fuerza para hacer lo necesario. Mata al niño, Jon Nieve. El invierno se nos echa encima. Mata al niño y que nazca el hombre.
Jon se puso la capa y salió a zancadas. Todos los días hacía la ronda por el Castillo Negro: visitaba a los centinelas y escuchaba sus informes directamente; observaba a Ulmer y sus acólitos entrenarse en los blancos de prácticas; hablaba con hombres del rey y de la reina, subía hasta la helada cima del Muro para echar un vistazo al bosque… Fantasma caminaba tras él, como una sombra blanca.
Kedge Ojoblanco estaba al mando del Muro cuando subió Jon. Kedge había visto poco más de cuarenta días de su nombre, treinta de ellos en el Muro. Estaba tuerto del ojo izquierdo y delicado del derecho. Cuando estaba solo en el bosque con un hacha y un caballo, era tan buen explorador como cualquier otro de la Guardia, pero nunca se había llevado bien con los demás.
—Un día tranquilo —le dijo a Jon—. Sin novedad, excepto por los exploradores que se han equivocado de camino.
—¿Qué exploradores se han equivocado de camino? —preguntó Jon.
—Un par de caballeros. —Kedge sonrió—. Han salido hace una hora hacia el sur por el camino Real. Dywen los ha visto partir, y dice que esos idiotas sureños se habían equivocado de camino.
—Ya veo.
El propio Dywen le amplió la noticia en las barracas mientras sorbía caldo de cebada de un cuenco.
—Sí, mi señor, los he visto. Eran Thorpe y Massey. Dicen que los ha enviado Stannis en persona, pero no adonde ni para qué, ni cuándo vuelven.
Ser Richard Thorpe y ser Justin Massey eran ambos hombres de la reina, y gozaban de alta consideración en los consejos del rey.
«Si lo único que quería Stannis era explorar, le habría bastado con enviar un par de jinetes —reflexionó Jon—, pero los caballeros son más adecuados para transmitir mensajes.» Cotter Pyke había enviado un cuervo desde Guardiaoriente diciendo que el Caballero de la Cebolla y Salladhor Saan habían zarpado hacia Puerto Blanco para tratar con lord Manderly, de modo que era lógico que mandase más mensajeros. Su alteza no destacaba por su paciencia.
Lo que ya no se sabía era si volverían los exploradores que se habían equivocado de camino. Por muy caballeros que fueran, no conocían el norte.
«Habrá muchos ojos en el camino Real, y no todos serán amistosos. —Pero eso no era asunto de Jon—. Que Stannis guarde sus secretos; bien saben los dioses que yo tengo los míos.»
Aquella noche, Fantasma durmió a los pies de su cama, y por una vez Jon no soñó que era un lobo. Sin embargo, pasó una noche intranquila, y dio vueltas durante horas antes de caer en una pesadilla en la que Eli lloraba y le suplicaba que dejase en paz a sus bebés, pero él se los arrancaba de los brazos, les cortaba la cabeza, las intercambiaba y le pedía que las volviera a coser.
Cuando despertó, la figura de Edd Tollett se cernía sobre él en la penumbra de la habitación.
—Es la hora del lobo, mi señor. Dejasteis instrucciones de que se os despertara.
—Tráeme algo caliente —pidió Jon mientras echaba las mantas a un lado.
Edd regresó, con una taza humeante en las manos, cuando ya se había vestido. Jon esperaba vino especiado caliente y se sorprendió al descubrir que era un caldo ligero que olía a puerros y zanahorias, pero que no parecía llevar ni puerros ni zanahorias.
«Los olores son más intensos en mis sueños de lobo —pensó—, y la comida también tiene más sabor. Fantasma está más vivo que yo.» Dejó la taza vacía en la forja.
Tonelete estaba en su puerta aquella mañana.
—Quiero hablar con Bedwyck y Janos Slynt —le dijo Jon—. Que vengan en cuanto amanezca.
En el exterior, el mundo estaba oscuro y silencioso. «Hace frío, pero no es peligroso. Aún no. Hará más calor cuando salga el sol. Si los dioses son misericordiosos, puede que el Muro llore.» La columna ya estaba formada cuando llegaron al cementerio. Jon había puesto al mando de la escolta a Jack Bulwer el Negro, que tenía a su cargo una docena de exploradores montados y dos carromatos. Uno transportaba una pila enorme de cajas, arcones y sacos repletos de provisiones para el viaje, y el otro estaba cubierto con un techo rígido de cuero endurecido que lo protegía del viento. El maestre Aemon estaba sentado al fondo, arrebujado en una piel de oso que lo hacía parecer pequeño como un niño. Sam y Eli estaban cerca. Eli tenía los ojos rojos e hinchados, pero llevaba al niño en brazos y lo estrechaba con fuerza. Jon no habría sabido decir si era su hijo o el de Dalla. Solo los había visto juntos en un par de ocasiones; el niño de Eli era mayor y el de Dalla más robusto, pero se parecían tanto en edad y tamaño que nadie que no los conociese bien podría distinguirlos.
—Lord Nieve —llamó el maestre Aemon—, os he dejado un libro en mis habitaciones. El
Compendio jade.
Lo escribió el aventurero volantino Colloquo Votar, que viajó al este y visitó todas las tierras del mar de Jade. Hay un pasaje que os parecerá muy interesante; le he dicho a Clydas que os lo marque.
—Lo leeré, no lo dudéis.
—El conocimiento es un arma, Jon. —El maestre Aemon se limpió la nariz—. Aseguraos de ir bien armado antes de entrar en combate.
—Muy bien. —Jon sintió algo frío y húmedo en la cara. Cuando miró hacia arriba, vio que estaba nevando. «Mal presagio.» Se volvió hacia Jack Bulwer—. Id tan deprisa como podáis, pero sin correr riesgos innecesarios. Viajan con vosotros un anciano y un bebé. Encargaos de que no pasen frío ni hambre.
—Vos también, mi señor. —Eli no tenía prisa por subir al carromato—. Haced lo mismo por el otro. Buscadle otra nodriza, como dijisteis. Me lo habéis prometido. El niño… El hijo de Dalla… Es decir, el príncipe… Buscadle una buena mujer, para que crezca grande y fuerte.
—Tenéis mi palabra.
—No le pongáis nombre. Nada de nombres hasta que cumpla dos años. Trae mala suerte ponerles nombre cuando aún toman el pecho. Puede que los cuervos no lo sepáis, pero es así.
—Como ordenéis, mi señora.
—No me llaméis así. Soy madre, no señora. Soy esposa de Craster e hija de Craster, y también soy madre. —Le entregó el niño a Edd el Penas para subir al carromato y se cubrió con unas pieles. Cuando Edd le devolvió al pequeño, Eli empezó a darle el pecho. Sam apartó la vista, rojo como un tomate, y subió a su yegua.