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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (24 page)

BOOK: Danza de dragones
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El señor se limpió la boca con el dorso de la mano y levantó la cinta para examinarla con más atención. En el exterior brilló un relámpago que hizo que las troneras refulgieran un instante con luz blanquiazul.

«Uno, dos, tres, cuatro —contó Davos antes de que llegara el trueno. Cuando el estruendo murió, oyó el sonido goteante y el rugido sordo en las entrañas del edificio, allí donde las olas chocaban contra los gigantescos arcos de piedra de Rompeolas y formaba remolinos en sus mazmorras. Era muy posible que acabara allí abajo, encadenado al suelo de piedra húmeda, condenado a morir cuando subiera la marea—. No —trató de convencerse—. Así podría morir un contrabandista, pero no la mano de un rey. Le resulto más valioso si me vende a su reina.»

El señor toqueteó la cinta y examinó los sellos con el ceño fruncido. Era un hombretón feo y gordo, con espaldas anchas de remero y cuello inexistente. Tenía el mentón y las mejillas cubiertas de una barba entrecana descuidada, blanca en algunas zonas. Por encima de la frente huidiza era completamente calvo, y tenía la nariz bulbosa enrojecida, los labios gruesos y tres dedos palmeados en la mano derecha. Davos había oído decir que algunos señores de las Tres Hermanas tenían membranas entre los dedos de pies y manos, pero siempre pensó que era otro cuento de marineros.

—Soltadlo —ordenó el señor al tiempo que se acomodaba en la silla—. Y quitadle esos guantes. Quiero verle las manos. —El capitán obedeció. Cuando levantó la mano mutilada del prisionero, brilló otro relámpago, y la luz proyectó la sombra de los dedos cortados de Davos Seaworth contra el rostro basto y brutal de Godric Borrell, señor de Hermana Dulce—. Cualquiera puede robar una cinta, pero esos dedos no mienten. Sois el Caballero de la Cebolla.

—Así me llaman, mi señor. —Davos también tenía el título de señor, y hacía años que era caballero, pero en lo más hondo de su corazón seguía siendo lo que había sido siempre: un contrabandista de baja estofa que había comprado los honores con cebollas y pescado en salazón—. También me han llamado cosas mucho peores.

—Sí. Traidor. Rebelde. Cambiacapas.

El último insulto lo hizo saltar.

—Nunca he cambiado de capa, mi señor. Soy un hombre del rey.

—Solo si el rey es Stannis. —El señor lo sopesó con ojos duros y negros—. Casi todos los caballeros que llegan a mis playas vienen a buscarme aquí, no al Vientre de la Ballena. Ese lugar es un hervidero de contrabandistas. ¿Acaso pensáis retomar vuestro viejo oficio, Caballero de la Cebolla?

—No, mi señor. Buscaba pasaje a Puerto Blanco. El rey me envió con un mensaje para el señor del lugar.

—Pues os habéis equivocado de lugar y de señor. —Por lo visto, aquello divertía enormemente a lord Godric—. Estáis en Hermana Dulce, en Villahermana.

—Ya lo sé.

Villahermana no tenía nada de dulce. Era una ciudad repulsiva, una pocilga pequeña, sucia, que apestaba a estiércol de cerdo y pescado podrido. Davos la recordaba demasiado bien de sus tiempos de contrabandista. Tres Hermanas había sido uno de los principales puntos de encuentro de los contrabandistas durante siglos, y aun antes de eso la frecuentaban los piratas. Las calles de Villahermana eran de barro y tablones; sus casas, chozas de caña y adobe con techo de paja, y junto a la puerta de la Horca nunca faltaban hombres colgados con las tripas fuera.

—No me cabe duda de que tenéis amigos aquí —apuntó el señor—. No hay contrabandista que no conozca a alguien en las Hermanas. Hasta yo me llevo bien con algunos. A los otros los ahorco, claro. Dejo que se asfixien poco a poco, mientras los intestinos les golpean las rodillas. —La estancia volvió a iluminarse cuando el relámpago se hizo visible en las ventanas. Dos latidos más tarde llegó el trueno—. Si queríais ir a Puerto Blanco, ¿qué hacéis en Villahermana? ¿Qué os trajo aquí?

—Las tormentas. —«La orden de un rey y la traición de un amigo», podría haber respondido.

Veintinueve barcos habían zarpado del Muro. Davos no creía que quedara a flote ni la mitad. Los cielos negros, los vientos encarnizados y las tempestades los habían perseguido costa abajo. Las galeras
Oledo
e
Hijo de la Madre Vieja
se habían estrellado contra las rocas en Skagos, la isla de unicornios y caníbales donde hasta el
Bastardo Ciego
se había negado a fondear. La gran coca
Saathos Saan
había zozobrado cerca de los Acantilados Grises.

—Stannis los pagará uno por uno —rugió Salladhor Saan—. Con oro contante y sonante.

Era como si un dios airado se estuviera resarciendo de su tranquilo viaje hacia el norte, que habían realizado acompañados por el viento del sur desde Rocadragón hasta el Muro. Otra galera había arrancado la arboladura de la
Cosecha Generosa,
y Salla tuvo que ordenar que la remolcaran. Diez leguas al norte de la Atalaya de la Viuda, los mares se encabritaron de nuevo y lanzaron la
Cosecha Generosa
contra una de las galeras que la remolcaban, con lo que ambas se hundieron. Algunos marinos consiguieron llegar a nado a puerto. A otros no volvieron a verlos.

—Vuestro rey me ha convertido en Salladhor el Mendigo —se quejó Salladhor Saan a Davos mientras los restos de su flota se arrastraban por el Mordisco—. Salladhor el Machacado. ¿Dónde están mis barcos? ¿Y mi oro? ¿Dónde está todo el oro que se me prometió? —Davos trató de tranquilizarlo sin resultado alguno, asegurándole que recibiría su pago—. ¿Cuándo? ¿Cuándo? —estalló Salla—. ¿Mañana? ¿Con la luna nueva? ¿Cuando vuelva el cometa rojo? Siempre me promete oro y piedras preciosas, pero yo no he visto nada. Dice que tengo su palabra; sí, claro, su real palabra, y lo apunta y todo. ¿Es que Salladhor Saan puede comerse la palabra de un rey? ¿Puede aplacar su sed con pergaminos y sellos de lacre? ¿Puede meter promesas en un lecho de plumas y follárselas hasta que griten?

Davos había tratado de persuadirlo para que mantuviera la lealtad al rey. Le explicó que, si abjuraba de Stannis, ya podía olvidarse de cobrar el oro que le debía: no era probable que el rey Tommen pagara las deudas de su tío tras derrotarlo. La única esperanza de Salla era seguir leal a Stannis Baratheon hasta que conquistara el Trono de Hierro, o no volvería a ver ni una moneda. Se imponía la paciencia.

Tal vez un señor de lengua melosa habría sabido conmover al príncipe pirata lyseno, pero Davos era el Caballero de la Cebolla, y sus palabras solo sirvieron para indignar aún más a Salla.

—Tuve paciencia en Rocadragón —le replicó—, mientras la mujer roja quemaba dioses de madera y hombres aullantes. Tuve paciencia durante todo el viaje hasta el Muro. Tuve paciencia en Guardiaoriente… y frío; tuve mucho, mucho frío. A la mierda. A la mierda la paciencia y a la mierda tu rey. Mis hombres están hambrientos; quieren volver a follar con sus mujeres y contar cuántos hijos tienen; quieren volver a ver los Peldaños de Piedra y los jardines de placer de Lys. Lo que no quieren es hielo, tormentas ni promesas vacías. Este norte es muy frío y está volviéndose más frío aún.

«Sabía que llegaría este momento —se dijo Davos—. Le tenía cariño al muy bribón, pero no soy tan idiota como para confiar en él.»

—Tormentas. —Lord Godric pronunció la palabra con tanto afecto como otro habría dicho el nombre de su amante—. Las tormentas ya eran sagradas en las Hermanas antes de la llegada de los ándalos. Nuestros antiguos dioses eran Nuestra Señora de las Olas y el Señor de los Cielos. Cada vez que copulaban había tormentas. —Se inclinó hacia él—. A esos reyes nunca les han importado las Hermanas. Claro que no, ¿por qué iban a importarles? Somos pequeños, somos pobres. Pero aquí estás; las tormentas te han traído a mis manos.

«Un amigo me ha traído a tus manos.» Lord Godric se volvió hacia su capitán.

—Dejadme a solas con este hombre. No ha estado aquí.

—Claro que no, mi señor.

El capitán salió de la estancia dejando las huellas de botas mojadas en la alfombra. Bajo el suelo, el mar rugía inquieto, batiendo contra el pie del castillo. La puerta exterior se cerró con un sonido distante como el de un trueno, y de nuevo, casi a modo de respuesta, brilló un relámpago.

—Mi señor —empezó Davos—, si me enviarais a Puerto Blanco, su alteza lo consideraría una prueba de amistad.

—Puedo enviaros a Puerto Blanco —reconoció el señor—. Y también puedo enviaros a cualquier infierno helado y húmedo.

«No creo que haya peor infierno que Villahermana.» Davos se temió lo peor. Las Tres Hermanas eran unas zorras caprichosas, leales solo a sí mismas. En teoría habían jurado lealtad a los Arryn del Valle, pero el Nido de Águilas nunca había controlado realmente las islas.

—Si Sunderland supiera que estáis aquí, me exigiría que os entregara. —Borrell era vasallo de Hermana Dulce, al igual que Longthorpe de Hermana Larga, y Torrent, de Hermana Pequeña; y todos habían jurado lealtad a Tristón Sunderland, señor de las Tres Hermanas—. Os vendería a la reina por una olla de ese oro que tanto les sobra a los Lannister. El pobre tiene siete hijos, todos decididos a ser caballeros, así que necesita hasta el último dragón. —El señor cogió una cuchara de madera y volvió a enfrentarse al guiso—. Antes de oír a Tristón lamentarse por el precio de los corceles, yo maldecía a los dioses que solo me habían concedido hijas. Ni os imagináis cuánto pescado hace falta para comprar una armadura medio decente.

«Yo también tenía siete hijos, pero cuatro de ellos están muertos e incinerados.»

—Lord Sunderland juró lealtad al Nido de Águilas —dijo Davos—. En justicia, debería ponerme en manos de lady Arryn.

Suponía que tendría más suerte con ella que con los Lannister. Lysa Arryn no había tomado parte en la guerra de los Cinco Reyes, pero era hija de Aguasdulces y tía del Joven Lobo.

—Lysa Arryn murió —dijo lord Godric—. La mató un bardo; ahora, el que gobierna en el Valle es lord Meñique. ¿Dónde están los piratas? —Davos no respondió, y el señor golpeó la mesa con la cuchara—. Los lysenos. Torrent divisó sus velas desde Hermana Pequeña, y antes las vieron los Flint desde la Atalaya de la Viuda. Velas naranja, verde y rosa. Salladhor Saan. ¿Dónde está?

—En alta mar. —A aquellas alturas, Salla ya estaría rodeando los Dedos y bajando por el mar Angosto, de vuelta a los Peldaños de Piedra con las pocas naves que le quedaban. Tal vez se hiciera con alguna más durante la travesía, si tenía la suerte de encontrarse con buques mercantes. «Un poco de piratería para que el viaje no se haga monótono»—. Su alteza lo ha enviado al sur para hostigar a los Lannister y a sus aliados.

Era la mentira que había preparado mientras remaba hacia Villahermana bajo la lluvia. La noticia de que Salladhor Saan había abjurado de Stannis, dejándolo sin flota, no tardaría en circular, pero nadie la conocería de boca de Davos Seaworth.

Lord Godric removió el guiso en el plato.

—Ese viejo pirata, Saan, ¿os mandó a la orilla a nado?

—Llegué a tierra en un bote, mi señor. —Salla esperó hasta que divisaron el faro de Lámpara de Noche desde la proa de la
Valyria
antes de abandonarlo en el mar. Al menos hasta ahí había llegado su amistad. El lyseno juraba que de buena gana se lo llevaría al sur, pero Davos se había negado. Stannis necesitaba a Wyman Manderly, y confiaba en Davos para ganarse su lealtad. No traicionaría esa confianza.

—Bah —le había replicado el príncipe pirata—. Te va a matar con todos esos honores, amigo mío. Te va a matar.

—Nunca había acogido bajo mi techo a la mano del rey —comentó lord Godric—. ¿Stannis pagaría un rescate por vos?

«¿Lo pagaría? —Stannis había dado a Davos tierras, títulos y cargos, pero ¿pagaría un importe considerable por su vida?—. No tiene oro. Si lo tuviera, aún contaría con el apoyo de Salla.»

—Su alteza está en el Castillo Negro, por si mi señor quiere preguntarle.

—¿El Gnomo también está en el Castillo Negro? —gruñó Borrell.

—¿El Gnomo? —Davos no entendió la pregunta—. Está en Desembarco del Rey, condenado a muerte por el asesinato de su sobrino.

—Como decía mi padre, el Muro es el último en enterarse. El enano huyó. Se coló entre los barrotes de su celda y despedazó a su padre con sus propias manos. Un guardia lo vio escapar, ensangrentado de los pies a la cabeza, como si se hubiera bañado en sangre. La reina otorgará un señorío a quienquiera que lo mate.

—¿Queréis decir que Tywin Lannister ha muerto? —A Davos le costaba dar crédito a sus oídos.

—A manos de su hijo. —El señor bebió un trago de cerveza—. Cuando había reyes en las Hermanas, no tolerábamos a los enanos; los echábamos al mar como ofrenda a los dioses. Los septones nos obligaron a abandonar esa práctica. Menuda mandada de imbéciles lamecirios… Si los dioses dan esa forma a un hombre, es para indicar que se trata de un monstruo. ¿Por qué, si no, iban a hacerlo?

—¿Me daréis permiso para poder enviar un cuervo al Muro, mi señor? —«Lord Tywin ha muerto. Esto lo cambia todo»—. A su alteza le interesará enterarse de la muerte de lord Tywin.

—Se enterará, pero no por mí. Ni por vos, mientras estéis bajo las goteras de mi techo. No permitiré que se diga que he prestado ayuda a Stannis o que le he dado consejo. Los Sunderland arrastraron a las Hermanas a dos de las rebeliones de los Fuegoscuro, y nos costó muy caro. —Lord Godric señaló una silla con la cuchara—. Sentaos; parecéis a punto de derrumbaros. Mi morada es fría, húmeda y oscura, pero no carece de comodidades por completo. Os proporcionaremos ropa seca, pero antes será mejor que comáis. —Llamó a gritos a una mujer, que entró enseguida—. Tenemos un invitado que alimentar. Trae pan, cerveza y guiso de la Hermana.

La cerveza era oscura; el pan, negro, y el guiso, blanco y cremoso. Se lo sirvieron en una hogaza de pan duro vaciada. Abundaban los puerros, las zanahorias, la cebada y los nabos, tanto blancos como amarillos, y además llevaba almejas, bacalao y cangrejo, todo ello en un caldo espeso de nata y mantequilla. Era el guiso ideal para calentar a cualquiera hasta los huesos, lo ideal para aquella noche fría y húmeda. Davos lo devoró, agradecido.

—¿Habíais probado antes el guiso de la Hermana?

—Sí, mi señor. —Era el potaje que se preparaba en todas las tabernas y posadas de las Tres Hermanas.

—Este está mejor, seguro. Lo prepara Gella, la hija de mi hija. ¿Estáis casado, Caballero de la Cebolla?

—Sí, mi señor.

—Lástima. Gella no. Las feas son las mejores esposas. Este guiso lleva tres clases de cangrejo: cangrejo colorado, cangrejo araña y cangrejo conquistador. Yo el cangrejo araña no lo pruebo más que en este potaje. Me hace sentir medio caníbal. —Su señoría señaló el estandarte que colgaba sobre la chimenea negra y fría, donde se veía bordado un cangrejo araña de plata sobre campo sinople y ceniza—. Nos llegó la noticia de que Stannis había quemado a su mano.

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