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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (14 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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P: ¿Qué ha cambiado para que deje de serlo?

R: Fundamentalmente, el director. Cuando Zarzalejos, para sorpresa de muchos, sustituyó a Giménez-Alemán, dijo compartir al cien por cien el proyecto de Nemesio. A mí no llegó a canonizarme pero llegó casi a la beatificación. Me hizo escribir todos los días. Era la pieza clave, la solidez intelectual, la piedra angular…Ruborizante. Y de la noche a
La mañana
, sin decirme una palabra, se pone a censurarme columnas y le dice al presidente que o él o yo.

P: Parece difícil de creer que a usted le censuren columnas en
ABC
.

R: Pues que lo crean y que las lean. Hace dos viernes me llama el jefe de Opinión y me dice que el director ha mandado retirar «El otro Alberti», en la que yo expresaba algo que no puede sorprender a nadie liberal y menos aún en
ABC
: que Alberti habrá sido un poeta excelso en su juventud, pero que fue también un propagandista incondicional de las dictaduras comunistas y que durante la Guerra Civil española no fue precisamente un defensor de las libertades. Bueno, ni entonces, ni después. Pues resulta que según Zarzalejos eso no se puede publicar en
ABC
. Tres días después me llaman otra vez a las diez de la noche, un chico de Opinión, para decirme que el director ha quitado mi columna porque trata de una noticia de la competencia. Era sobre la empresa de Solchaga desvelada por
El Mundo
, que habían comentado ya en todas las radios y hasta en la televisión, o sea, que el lector de
ABC
la conocía de sobra. En fin, a los dos días se produjo un debate muy tenso en el Consejo Editorial en el que Zarzalejos admitió que, aparte de los asuntos de esas columnas censuradas, tenía esa asombrosa «incompatibilidad» conmigo. Al parecer, como me dijo Nemesio, el presidente, para explicarme el fenómeno, era porque «yo no seguía la línea editorial» y él no admitía que la marcase con mis columnas. De ahí la incompatibilidad.

P: ¿Ése es el momento en que decide marcharse?

R: Evidentemente, yo no pinto nada en un periódico cuyo director no entiende que los columnistas están precisamente para no coincidir con la línea editorial, para dar al lector un punto de vista personal y también plural. Si en un periódico donde escriben Campmany y Ussía, para el que Zarzalejos ficha a Concha García Campoy, Carlos Herrera o César Antonio de los Ríos resulta que yo no puedo escribir mi columna porque no sigo la línea editorial, eso será porque no hay línea editorial o porque no se quiere que la haya.

P: ¿Se siente usted engañado por alguien?

R: En absoluto. Comprendo que a un director recién nombrado no se le quite aunque disparate. Pero nadie puede creerse un proyecto liberal y moderno para el
ABC
con un director así. La empresa me ha hecho una oferta material absolutamente tentadora para que me quede en Prensa Española. Y yo le agradezco a Nemesio que me llevara a
ABC
y que quiera que me quede. Pero yo no quiero ser director general con un gran sueldo para no escribir aguardando la caída del director. Espero que
ABC
no pase de ser un periódico sin director a ser un director sin periódico. En todo caso, mi aprecio por la casa es anterior a Zarzalejos y será posterior.

P: En la presentación de su libro Los nuestros dijo usted que Pedro J. Ramírez había sido su primer director y que seguro que volverían a trabajar juntos. ¿Fue una premonición?

R.: Yo dije entonces que en todos los años que he trabajado con Pedro, en
Diario 16
y en
El Mundo
, jamás me quitó una coma de un solo artículo. Y como yo no sé escribir sin libertad, ni quiero aprender, supongo que estamos condenados a estar juntos. Si
El Mundo
no existiera, habría que inventarlo.

Como comprobará el avisado lector, en esta entrevista hay algo aparentemente absurdo: yo cargo contra Zarzalejos pero salvo a la empresa y a Nemesio, responsables últimos de la fechoría del director. ¿Y por qué? Pues
La Razón
hay que buscarla otra vez en la COPE y en sus problemas de continuidad empresarial y relación gubernamental. Luis Herrero me pidió «como favor personal» que salvara la relación con Nemesio y no tocara a Aznar, y yo, por el amigo y por la radio, me tragué esos dos sapos con la desenvoltura matinal del que se toma dos donuts en vez de uno. No obstante, la digestión de ambos batracios, el nemésido y el aznárido, resultó tan pesada y, a la larga, tan inútil, que acabaría afectando a la situación interna de la cadena e incluso a mis relaciones con Luis. Aznar insistió en pedirle que no rompiera las relaciones con
ABC
porque el futuro de la COPE pasaba por la alianza con Prensa Española. Y aunque yo era la prueba evidente, reciente y lacerante de que eso no garantizaba ni la libertad ni la continuidad de los profesionales de la cadena, Luis le hizo caso. Tanto, que acudió pocos días después de mi defenestración a la cena de entrega de los Premios Mariano de Cavia para no romper la relación personal con Nemesio ni los vínculos con La Moncloa.

Por supuesto, a él le agradeció mucho el gesto Nemesio, y Luis me agradeció muchísimo a mí el sacrificio de no acordarme en la entrevista de lo que nunca podría olvidar, pero las heridas —simbólicas y reales— de aquel episodio nunca dejaron de sangrar. Era mi segunda defenestración de
ABC
bajo la presidencia de Aznar, sin que en ninguno de los dos casos, pese a ser evidentes represalias ideológicas y políticas, amén de agravios personales, él hiciera el menor gesto para impedirlo. En primer lugar, porque no le importaba lo más mínimo y pensaba, supongo, que una severa penitencia me curaría la peste de la independencia. En segundo lugar, porque yo prefería salir a coces de cualquier medio, aunque fuera por apoyar a Aznar, antes que deberle el puesto a un político y nunca le pedí ayuda. ¿Soberbia? Sin duda. Pero también puede llamársele dignidad. Aznar me pidió ayuda siempre que me necesitó. Yo no se la pedí ni cuando me hacía falta. Hay un dicho célebre: «¿Por qué me odia si no le he hecho ningún favor?». Tal vez por eso yo no odio a Aznar: porque no me ha hecho ninguno.

El destino de
ABC
quedó sellado en ese episodio que iba más allá de un despido, del ataque de celos de un director mediocre o de una ingratitud personal. Todo el gran proyecto de renovación del gran periódico de la derecha española desapareció, porque en rigor nunca existió. Fue sólo el timo de Nemesio para colarse en la COPE y uno de los muchos proyectos de Aznar para disolvernos y controlarnos. En fin, Luis retiró la que iba a ser su primera colaboración en
ABC
(criticando a Rato, por cierto). Marco dimitió del Consejo Editorial el día en que salí yo. Y Recarte se quedó un par de meses para fastidiar a los piafantes vencedores de lo que nunca fue batalla abierta sino sucia emboscada. También —economista perfeccionista— para seguir desde dentro las turbias operaciones financieras que hicieron rico a Nemesio y entregaron el
ABC
al Grupo Correo. El mismo al que, tras alinearse con Polanco en la Guerra Digital, Aznar había jurado odio eterno, como Aníbal a los romanos. Fue más consecuente el cartaginés.

El efecto en la COPE del timo del
ABC
o de mi «vuelta a
El Mundo
en ochenta minutos», como dimos en llamarle, fue también más profundo y duradero de lo que en un primer momento pudo parecer. Demostró que el Chándal y la Sotana tenían razón y que Prensa Española, léase Nemesio, no era socio fiable sino ayuno de escrúpulos e indeseable. Que tuviera el respaldo de Aznar añadía suspicacia a la evidencia, al menos en el sector episcopal. También debilitó la posición de Luis Herrero, puesto que él había sido, por indicación directa de Aznar y por su propia relación personal con Nemesio, quien había abierto la puerta a un intruso que en pocos meses perpetró dos fechorías inolvidables: engañó a los obispos comprando a sus espaldas las acciones de Abelló y traicionó a los ingenuos profesionales que tanto le habían ayudado. Pero, al mismo tiempo, había demostrado nuestra debilidad y eso, paradójicamente, alejó a Luis y a García de la COPE y los acercó más al Gobierno. García, acercándose al nuevo proyecto «polanquito» de Telefónica. Luis, estrechando su relación personal con Aznar. El ambiente en la radio se enrareció. Los rumores superaban a las intrigas y éstas a los proyectos de futuro, ninguno de los cuales pasaba por la cadena donde aún estábamos.

Para mí, en lo profesional, el chasco del
ABC
quedó compensado de sobra con el afianzamiento de
La linterna
. El EGM, pese a las manipulaciones habituales, dejó claro que el programa no sólo había consolidado la media hora de cultura sino también la hora de economía, la auténtica novedad radiofónica de aquel año que todas las cadenas, incluida la SER, trataron de copiar sin éxito. Yo había tenido la suerte de ser el primero y también de que a todos los que pedí colaboración me dijeran que sí. Pensando siempre en un programa que pudiera escuchar todo
El Mundo
, o por lo menos que no llevara a la gente a apagar la radio o cambiar el dial, se reunieron tres generaciones de gran nivel académico y, sobre todo, gran capacidad comunicativa: la senatorial de Velarde y Barea; la liberal, auténtico núcleo duro del programa, de Raga, Recarte y Cabrillo, con las valiosas colaboraciones del director de
Expansión
Miguel Ángel Belloso o su antiguo editor, José Luis García Hoz, entonces columnista de
ABC
; y la generación más joven que podía representar Dieter Brandau, la burbujeante Susana Criado de Radio Intereconomía y la gente de la propia COPE, bien de la sección de economía, como Pilar Fernández Carrillo y Joaquín Vizmanos, bien de la propia Linterna, como la jovencísima Marta Arteaga. Yo lo pasaba estupendamente aprendiendo economía y enterándome de cosas sobre la empresa y el dinero a las que nunca había prestado mayor atención. Y como para que el oyente se interese y disfrute de un programa es fundamental que el director y los colaboradores lo pasen bien y se note, lo cierto es que esa hora de la economía se me pasaba volando y me consolaba de otros disgustos.

La linterna de la economía
tenía también un calado ideológico profundo, porque defendía por primera vez en un programa de gran audiencia las instituciones básicas de la economía de mercado, empezando por la propiedad privada y el Estado de Derecho. También recuperaba, y ahí la aportación de Raga y Velarde fue esencial para un cierto tipo de oyente católico y culto (un obispo, por ejemplo), la gran tradición de la Escuela de Salamanca como un pensamiento genuinamente capitalista, liberal y popular, en la
Época
más fecunda del catolicismo español, frente a los que aún defienden, con Max Weber, que eso del capitalismo es un invento ético protestante. Por supuesto, la gran mayoría de los españoles, y entre ellos casi todos los católicos, defienden la propiedad privada y la seguridad jurídica, pero en el ámbito clerical el discurso anticapitalista y antiliberal, cuando no abiertamente procomunista, echó raíces muy profundas tras el Concilio Vaticano II. Juan Pablo II y su mano derecha y sucesor, Ratzinger, lucharon abiertamente contra esa forma de leninismo llamada Teología de la Liberación, pero muchos católicos llenos de fe y faltos de fundamento intelectual dicen unas bobadas sobre la propiedad y el libre comercio que hubieran escandalizado a Santo Tomás de Aquino. Nosotros, creyentes o no, defendíamos en
La linterna
un punto de vista genuinamente español, católico y liberal que en el fondo suscribe la gran mayoría de los ciudadanos pero más por intuición que por conocimiento. También ahí, sobre todo entre los jóvenes, creo que hemos hecho una buena labor en todos estos años. El mensaje esencial es muy sencillo: sólo existe el libre mercado cuando funciona el Estado de Derecho; y sin instituciones sólidas no puede haber ni prosperidad ni libertad.

Pero esta labor de «capitalismo popular», que se supone impregnaba su política económica, no le importaba mucho a José María Aznar. El 15 de diciembre nos invitó a comer en Moncloa a Luis y a mí. Había pasado sólo un mes de mi traumática salida de
ABC
y se suponía que aquello tenía algo de convite de desagravio, porque al fin y al cabo él fue el que nos metió en ese embrollo. Pues bien, se limitó a decir que echarme del
ABC
había sido «un error», pero que el periódico había mejorado mucho y que teníamos que mantener las buenas relaciones con Nemesio. Siempre he pensado que el político es egoísta por naturaleza, pero pocas veces lo he visto tan claro como ese día. Él no tenía nada que lamentar, nada que explicar, nada que justificar, nada que enmendar. Los que teníamos que explicar, justificar y enmendar éramos nosotros en la COPE, porque, nos dijo textualmente, «hay días en que tengo que dejar de oírla». Yo no le dije que para un gobernante democrático de su estilo bastaba el Hilo Musical por una sola razón: era, casi textualmente, lo mismo que nos había dicho a Luis y a mí la víspera de la muerte de Antonio para que rompiéramos con él. Como aquella madrugada del 2 de mayo de 1998, al salir esta vez de La Moncloa en
La tarde
gris ceniza de diciembre de 1999, Luis y yo comentamos que estaba claro que los que oían realmente la radio en su casa y le predisponían contra la COPE eran su hijo mayor y su mujer. Pero que Aznar había vuelto a su obsesión de disolver el célebre Sindicato o, como llamaba él, la Comandita. Por supuesto, nos pidió ayuda para las elecciones de marzo, porque peligraba esa idea de España que él tenía en la cabeza y en la que nosotros dos teníamos reservado un papel, digamos, ornamental. Luis salió bastante deprimido del encuentro: éramos sólo ex combatientes licenciados, obligados a morir por el César; y encima, aplaudiéndole. Yo salí menos deprimido que Luis porque aquella comida acabó de decidirme a pasar a la acción y a acelerar un proyecto en el que pensaba desde la salida de
ABC
: fundar un periódico liberal en la Red, antes de que Aznar nos liquidara a todos por la espalda, que era lo que, evidentemente, le apetecía. Tres meses después nacía
Libertad Digital
.

Capítulo V
E
L LARGO ADIÓS DE
J
OSÉ
M
ARÍA
G
ARCÍA

T
ras el fracaso del timo de
ABC
, que tendría en la primavera de 2000 un epílogo particularmente sórdido, se produjo en la COPE la interminable despedida o el chandleriano «largo adiós» de José María García, puntal económico de la cadena, jefe de la menguante tribu de las «estrellas» y cuyo paso a Onda Cero, nuestra competencia directa, debería haber supuesto el entierro sin remisión o la disolución por absorción de nuestra cadena. También este episodio tuvo cierta aquiescencia monclovita aunque la ejecución fuera de Telefónica; y Luis y yo fuimos, en la popular terminología garciesca, «testigos privilegiados» de un proceso que nos tuvo en vilo toda la temporada 1999-2000 y acabó con la programación rota y la empresa lista para el traspaso. O el desguace.

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