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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (5 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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Cuando, hace pocos días, la maquinaria del Poder vendió como inevitable que los servicios secretos —el CESID— tienen que bordear la ilegalidad, Antonio Herrero respondió: «Los están intoxicando y engañando. Es una mentira».

«Diga simplemente que no es verdad, es mucho más bonito», le aconsejó una oyente. «¿Por qué, si estoy convencido de que es una mentira? —insistió Antonio Herrero—. Mentir es una palabra contundente y bellísima».

Nunca cerró los micrófonos a quienes pensaban de otra manera. Nunca ocultó sus preferencias ideológicas, pero hizo lo que pudo para que, en su radio, se escucharan todas las opiniones. Pocos de sus críticos pueden decir lo mismo.

(«Un luchador solitario», El Mundo, 3 de mayo de 1998)

Hay dos aspectos reseñables en esta columna que, insisto, firma una persona que ni antes ni después de la muerte de Antonio tuvo la menor simpatía por la COPE. Al contrario: pese a trabajar siempre en cadenas de la competencia —perspectiva que no parece la más adecuada para ejercer la crítica de radio en un periódico— Oz/Sahagún nunca dudó en atacar o ningunear a sus comunicadores más importantes y precisamente en esos mismos términos de sectarismo imputado al que realmente lo padece, que no es una técnica inventada por PRISA, sino típica de la izquierda desde la III Internacional y Willy Münzenberg, el gran maestro de Goebbels y todos los propagandistas totalitarios. ¿Por qué aquí tanto elogio? Confieso que no lo sé. Acaso pudo influir que la columna la encargase el director del periódico, Pedro Jota, que sin duda estaba a favor del muerto, o la mala conciencia, o la brutal inquina prisaica. Pero lo importante es lo que se afirma en términos políticos y lo que se revela en cuanto a la forma de hacer radio de Antonio.

Puede verse que los insultos que se refutan —sectario, predicador, radical, extremista&madsh; son exactamente los mismos que ocho años después, ocho, nos dirigen a los que hacemos la COPE. Algo habremos cambiado las personas que la hacemos, y sin duda lo hemos hecho para bien o para mal, pero da lo mismo. Lo que no cambia son los métodos de la propaganda totalitaria de izquierdas que PRISA aplica con frío oficio. Y también sobresale la peor costumbre del periodismo español desde hace mucho tiempo: actuar a la defensiva y nunca al ataque cuando de Polanco se trata, desmentir o rebajar sus imputaciones, pero aceptar su «agenda» política e incluso su capacidad moral para establecer juicios de referencia, siquiera para rebatirlos. A partir de ahí, lo más que se puede hacer, en términos futbolísticos, es empatar o perder por la mínima, nunca ganar.

Por ejemplo, es obvio que la pluralidad de los contertulios de Antonio se integra en una indudable uniformidad: el antifelipismo. Desde la extrema izquierda filobatasuna (juez Navarro), comunista (Antonio Romero) o antiamericana (Pablo Sebastián), hasta el PSOE histórico (Nicolás Redondo Urbieta, que tras la ruptura de la UGT con el Gobierno que supuso la huelga general estaba enfrentado a muerte con González) o el sindicalismo clásico (Justo Fernández), todos sus contertulios de izquierda eran tan antigubernamentales o más que los liberales y conservadores que, con Antonio a la cabeza, formábamos una clara mayoría relativa de derechas. Pero ¿qué necesidad había de coartadas izquierdistas para oponerse a un gobierno socialista? Esta es una clave que sólo se explica por el espíritu de la
Época
, la biografía de Antonio o la aceptación de la superioridad ideológica de la izquierda. ¿Por qué entonces les molestaba tanto Antonio?

La gran diferencia entre «mentir» y «no decir la verdad»

Pues precisamente por ese formidable testimonio del último o uno de los últimos programas de Antonio que aporta Luis Oz: esa conversación con una oyente (posible votante del PP y que probablemente entendería el disgusto de Aznar, aunque nunca su condena a Antonio), que le pide que diga lo mismo…de otra forma. Por ejemplo, que no diga que la doctrina del Gobierno popular sobre la necesidad del CESID de actuar en los márgenes de la ley o en la ilegalidad flagrante es «mentira». «Diga simplemente que no es verdad, es mucho más bonito». «¿Por qué, si estoy convencido de que es mentira? Mentir es una palabra contundente y bellísima».

Varios años después, al dirigir
La mañana
, yo también me he encontrado en el dilema de explicar la diferencia entre decir que una cosa es mentira o que no es verdad. Y como he aprendido de Antonio tanto su eficacia como su coste personal y profesional, trataré de hacerlo.

En primer lugar, no es lo mismo decir que algo que defiende el Gobierno no es verdad o que es mentira. La diferencia es la voluntariedad, el daño moral que subyace en el engaño. La definición de mentira en el Catecismo sigue siendo insuperable:

—¿Qué es mentir?

—Mentir es decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar.

En segundo lugar, no es lo mismo denunciar ese intencionado daño moral del Gobierno al ciudadano engañado que no hacerlo. «No decir la verdad» puede significar no decirla del todo, ocultar una parte de ella cuyo conocimiento no sería lesivo no sólo para el Gobierno sino tampoco para la ciudadanía. Pero si el periodista está convencido de que la ocultación del Gobierno es dañosa y, sin embargo, no la denuncia como mal, participa de esa misma ocultación de la verdad y se identifica con la acción de mentir.

En tercer lugar, esa denuncia tiene que llegar al ciudadano, y al referirse a algo que no es accidental sino moral, debe hacerlo, para ser eficaz, en términos morales, es decir, valorativos, que el ciudadano entienda como tales. Cuando Antonio Herrero dice que el Gobierno de Aznar miente con respecto al CESID, no sólo está describiendo un hecho sino censurando una actitud. Y es el hecho de censurar en términos claros, duros, contundentes, arrojadizos, lo que establece una comunicación inmediata con el oyente. Por supuesto, el Gobierno o don Fulano de Tal dirán que Antonio «les ha insultado», porque no se ha limitado a decir que «no habían dicho la verdad» o toda la verdad sino que les ha llamado «mentirosos», y eso es un insulto, y es intolerable, y va más allá de la crítica política, y si hay algún medio en el que no se debería insultar es en la radio de los obispos, etcétera, etcétera. Es el argumento que siempre han utilizado contra la COPE sus enemigos, sabiendo que el pavor al escándalo que caracteriza al clero en general y a los obispos en particular se lo haría particularmente eficaz, es decir, enojoso y violento.

Este argumento de los «insultos» de la COPE, no de tal o cual comunicador sino de cualquiera que les moleste, ha sido siempre, es y supongo que seguirá siendo, al menos mientras no consigan destruirla, el favorito de la SER, de los infinitos medios de Polanco o de sus satélites catalanes y provincianos, cursores fieles de la órbita prisaica. Son los mismos que hacen programas sobre cómo asar a Cristo en microondas, los que insultan al Papa cuando les da la gana, los que atacan a la Iglesia cuando les parece y a la derecha cuando les conviene, o sea, todos los días, con razón o sin ella, venga o no venga a cuento. Son los mismos que no se limitaban a insultar sino que calumniaban sistemáticamente a Antonio Herrero, no criticándole determinadas opiniones políticas —como sería lícito, lógico y hasta democráticamente higiénico— sino achacándole delitos total y absolutamente falsos, desde conspiraciones contra la democracia a negocios inmobiliarios fuera de la ley. Son los mismos que llegaron a calumniar incluso a familiares suyos ya muertos, como hizo Carlos Llamas, director de
Hora 25
, cuando dijo que Antonio Herrero Losada, padre de Antonio, había tomado parte en el golpe de Estado del 23-F. (La condena a Llamas en los tribunales y en todas las instancias, hasta el Supremo, sólo se ha producido cuando ya no podía verla Antonio). Pues sí, señor, son éstos, precisamente éstos los que más se quejaban ayer o se quejan hoy de los famosos «insultos» de la COPE, que ni son más ni son peores que los de otras cadenas de radio.

¿Y por qué? ¿Por pura maldad? No: por eficacia. Porque siempre habrá alguien, con sotana o sin ella, que aun sabiendo que se trata de una típica trampa propagandística totalitaria, no vacilará en sentirse galileo por un rato, rendirá culto a la hipocresía y a sus complejos derechistas y dirá con falsa sonrisa, meneando un poco la cabeza: «Sí, pero eso de insultar está muy mal». Eso, si no añade como la última oyente de Antonio: «No diga que es mentira, diga simplemente que no es verdad, que es mucho más bonito».

Pero no es más bonito. Es, simplemente, mucho más arriesgado, porque cuando miente el Poder —suele ser el Gobierno, pero también puede ser cualquier otro poder político, económico, cultural, religioso o mediático— y ve que hay alguien enfrente que no sólo comenta que no ha dicho la verdad sino que dice en voz alta que está mintiendo, es decir, que no vacila en condenar con la palabra sus hechos, ese Poder está siendo enjuiciado ante los mismos oyentes, lectores, televidentes, accionistas o votantes, los que le dan o le quitan su fuerza, su apoyo, su legitimidad, los que, en última instancia, refuerzan o amenazan su poder. Y el mero hecho de saber que hay alguien capaz de ejercer esa censura directa y en directo, de persona a persona, como permite la radio, es un reto que al Poder nunca le deja indiferente. Y, por lo general, si puede eliminarlo, lo elimina. Vendrá otro, sí, pero ya no será ése que tanto le molestaba, y mientras llega, el escarmiento hará mucho más prudentes a los que pretendan seguir su ejemplo crítico.

La lucha de poderes, tendente al equilibrio si el Estado liberal funciona, no se limita al poder Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, sino que está atravesada por esa lucha ante la opinión pública que se desarrolla en los medios de comunicación y que en los regímenes democráticos decide no sólo las elecciones sino también los niveles de representación de los distintos grupos sociales y, sobre todo, las ideas y valores fundamentales que impregnan la política interior y exterior, los modelos educativos y culturales, los comportamientos sociales de todo tipo. Y al final, el comportamiento básico de cualquier sociedad, que es el de la relación del ciudadano con el Gobierno o, más genéricamente, del individuo con el Poder. En esa relación, el factor de intimidación es esencial, pero entre el respeto y el miedo hay una gama amplísima de comportamientos y es el clima social el que determina el equilibrio entre la resistencia y la coerción. Ahí es donde funciona la radio, al menos en España. Ahí es donde influía Antonio Herrero.

He pensado mucho, a propósito de Antonio y de mi propia experiencia actual, sobre las claves de ese asombroso mecanismo por el que una masa considerable, de millones de oyentes, adopta como propio a un determinado comunicador o se identifica con una cadena de radio concreta. Las afinidades ideológicas son evidentes, como sucede en la prensa y, en otra medida, en la televisión, pero en la radio hay algo más. Yo creo que es la capacidad del comunicador de enfrentarse al Poder. No a cualquier Poder ni tampoco con cualquier motivo, pero sí de ponerse enfrente, más predispuesto a la crítica que al aplauso y más dispuesto a la guerra que a la paz. Y eso se aprecia más cuanto más peligro se corre, tal y como sucede en la fiesta de los toros, cuyas pautas observan los españoles más de lo que parece, aunque hayan dejado de ir a las corridas. La gente apreciaba mucho a Antonio en términos taurinos: valentía, entrega, jugársela. Y, en realidad, lo que nos pedían a García, a Luis y a mí en la noche del funeral de Antonio no era «ánimo» sino valor. Ánimo era el que ellos nos brindaban. Valor era lo que esperaban de nosotros, para seguir enfrentándonos al toro negro del Poder como hacía Antonio cada mañana.

¿Y por qué siendo la derecha española, por regla general, tan pacata, tan acomplejada, tan amiga de la moderación, del término medio, del equilibrio, de no dar un ruido y templar todas las gaitas había adoptado a Antonio Herrero como paladín, pese a que decía «mentir» en vez de «no decir la verdad, que es más bonito»? Yo creo que por dos razones: porque hacía lo que a esos oyentes les gustaría hacer en la vida pero no se atreven y también porque frente a ese Poder, esa situación que los asusta y los acoquina, quieren que les represente alguien directamente, sin pasar por los trámites de representación legal, parlamentaria, formal. Y ese alguien que no se arrugaba, que le cantaba las verdades al Lucero del Alba, que se atrevía con todos los toros y con todos los hierros, hasta de la peor ganadería, era Antonio Herrero. Por eso no tuvo un entierro de profesional sino de héroe; no de figura del periodismo sino de la tauromaquia.

Sin embargo, a fuer de sinceros, lo que al empezar el funeral de San Isidro más nos preocupaba a Luis, a García y a mí no era el inmenso gentío que desbordaba la iglesia y las calles adyacentes; tampoco el número de autoridades, que no fue escaso: el presidente del Congreso, Federico Trillo; el vicepresidente del Gobierno, Francisco Álvarez Cascos; los ministros Esperanza Aguirre (Educación), Margarita Mariscal (Justicia) y Mariano Rajoy (Administración Territorial); el portavoz del PP en el Congreso, Luis de Grandes; el portavoz del Gobierno, Miguel Ángel Rodríguez; el alcalde de Madrid, Álvarez del Manzano, y el de Marbella, Jesús Gil; Rosa Aguilar (IU). Dábamos por hecha la presencia de eso que suele llamarse sociedad civil, que acreditaba la condición omnívora y benéfica de Antonio: los jueces Barbero y Liaño, la fiscal Márquez de Prado, el empresario Fernández Tapias, el abogado García Trevijano. Y, por supuesto, los colaboradores: los Campmany, Martín Ferrand, Víctor Márquez Reviriego, Tamames, Balbín, José Luis Gutiérrez, Pedro Jota, Sánchez Dragó, Pablo Sebastián, Justo Fernández, el juez Navarro, Nicolás Redondo Urbieta y demás. Y el equipo de La mañana, todo lágrimas. Y los directivos de la COPE, encabezados por Salvador Sánchez Terán, a quien Antonio detestaba. Y como aún resonaban los ecos de la campaña del PSOE y/o Polanco contra Antonio, que afectó a la propia Conferencia Episcopal, también teníamos interés en ver qué decían su presidente, Elías Yanes, y Rouco, encargado de la homilía. Pero, sobre todo, queríamos saber si venía Aznar.

Y Aznar no vino. Cuando vimos llegar sola a su esposa, Ana Botella, que, como Luis y yo sabíamos desde el 1 de mayo, tanta inquina le tenía a Antonio, se nos cayó el alma a los pies. Y lo que fue peor: a García se le subió la sangre a la cabeza. Luis había cometido la indiscreción inevitable de contarle algo, muy poco, de aquella noche triste, pero entre lo que le dijo Luis y lo que él adivinó, García llegó a una conclusión que, al cabo, no estaba demasiado alejada de la realidad: Antonio se había dejado la vida en una guerra de la que el primer beneficiado había sido Aznar; y éste lo agradecía pidiendo su cabeza y no yendo siquiera a su entierro. Por más que Luis y yo tratamos de encontrar excusas para su ausencia, incluida la posibilidad de sentirse violento ante nosotros dos, tras habernos llamado sólo unas horas antes de su muerte para dejar solo a Antonio, lo cierto es que, si tenía mala conciencia o se sentía abochornado por su comportamiento, hubieran bastado su presencia y un abrazo para cancelar cualquier rencor entre nosotros. Era, en realidad, lo que más deseábamos y esperábamos. Y esperando nos quedamos.

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