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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (7 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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Perdón, ¿he dicho fracaso? ¿Qué fracaso? ¿Alguien conoce a un solo ejecutivo de una sola empresa audiovisual que haya fracasado alguna vez? Jamás. Yo llevo veinte años largos en este mundillo y no he conocido nunca a un solo ejecutivo que admita públicamente y en el momento de los hechos (siete años después y en otra empresa, no vale) que han metido la pata hasta el corvejón, que han malbaratado el dinero de los inversores, que han extraviado a la audiencia o que no han sido capaces de interesar a nadie. El ejecutivo audiovisual (
executor audiovisualis
) se limita a seguir el programa cromosómico de su subespecie, que es ése: ejecutar. Por eso, al ser más irresponsables que un rey en la Constitución, no yerran jamás. Los que fracasan son los periodistas, los que dan la cara en la pantalla o en el micrófono. Ellos se limitan a enterrar a su Frankenstein o Frankensteinina. Y si se les pregunta por Mary Shelley dirán: «¡Ah, ésa! ¡No la sigo mucho! ¡Es que últimamente vamos poquísimo al cine!».

Director, dirigido, agotado y extraviado

Los meses de mayo, junio y julio de 1998 fueron quizá los más agotadores de toda mi vida, al menos en el sentido laboral del término. Como, al fin y al cabo, era uno de los responsables de colocar a Luis Herrero al frente de
La mañana
, no podía dejar de ayudarle con una adaptación de mi lectura de prensa de la noche, que era nuestra sección de más audiencia. Eso significaba madrugar todos los días y empezar a hablar, perorar y, sobre todo, discutir de política y otras actualidades a las ocho de
La mañana
. Pero como había dicho a la casa que iba a ayudar todo lo posible al nuevo director de
La linterna
, y Apezarena se apresuró a pedírmelo, tuve que seguir haciendo también mi sección de prensa durante otro par de horas diarias, de diez a doce de la noche.

El resultado físico fue una estilización de mi figura que no alcanzaba desde los veinte años y una dramatización de mis rasgos faciales, ya de por sí dramáticos. Yo era un sistema nervioso filiforme que se agitaba mañana y noche por las escaleras de la COPE, seguía escribiendo la columna diaria en
El Mundo
y tenía que participar en las continuas reuniones, intrigas y cabildeos sobre el futuro de la cadena. Naturalmente, dormía como los soldados en campaña: lo que podía, donde podía y cuando me dejaban. Luis Herrero se hizo instalar en el despacho de Antonio un sofá para dormir un rato al terminar
La mañana
, que siempre cuesta una o dos horas más terminar del todo. A mí acabaron por acomodarme en un despacho junto al nuevo estudio del tercer piso cuya única función era la de albergar un sofá parecido donde pudiera descansar un rato. Guardo ese recuerdo inmobiliario de forma nebulosa, porque creo que, si bien tardaron bastante en instalarme un ordenador en el despacho, nunca llegó el sofá que era su razón de ser. Desde luego, yo nunca pude dar una cabezadita en él, cosa por otra parte lógica porque los espectros, desprovistos de cuerpo, nunca han necesitado echarse la siesta.

Evidentemente, aquello sólo podía ser una solución provisional hasta el verano, pero tampoco se limitaba a los hechos sino que se agotaba en las incertidumbres. Al mes de sostener aquella doble militancia y de ayudar lealmente a Apezarena, tanto Luis como, sobre todo, José María García, que era el más directamente afectado por la audiencia de
La linterna
, habían llegado a una conclusión que ratificaba su primera impresión: el nombramiento de Apezarena había sido uno de los errores más garrafales de don Bernardo, solo o en compañía de obispos, para apuntalar un proyecto que había empezado a hundirse con la velocidad del
Titanic
, nuestra metáfora favorita.

Una noche, tras más de un mes embarcado en aquel azacaneo epiléptico, García me encontró cuando bajaba al estudio «Antonio Herrero» detrás de su habano y yo subía con mirada, supongo, de alucinado insomne por aquellas escaleras que se habían convertido en mi segunda casa, si no la única. En su inimitable estilo, me cogió del hombro, me apartó a un lado, me paró y, mirándome a los ojos, me dijo:

—Prepárate, que en septiembre empiezas a hacer
La linterna
. Está decidido.

—José, estoy harto de deciros que no quiero dirigir ni ese programa ni ninguno.

—Tampoco Luis quiere dirigir
La mañana
y tampoco yo querría quedarme aquí rodeado de cabrones y cabritos. Pero yo me quedo, Luis hace
La mañana
y tú tendrás que hacer
La linterna
. El cura empieza a reconocer que ha cometido un error por hacerles caso a los obispos o por lo quesea, y como tú no puedes seguir así y la COPE tampoco, no hay discusión. Vete preparando tu equipo y además sin que se entere el otro. Si mantienes el secreto, te harán santo, porque será un milagro. No, no te explico nada porque ya tenía que haber empezado mi programa. Duérmete y mañana hablamos.

Y se metió con su cuadrilla en el estudio grande, rebautizado «Antonio Herrero».

Naturalmente, semejante soponcio no era el mejor somnífero, excipiente harto necesario pero del que no podía abusar si no quería levantarme medio sonámbulo y medio lelo al día siguiente. En el duermevela de aquella madrugada, empecé a entender algo que don Bernardo me había dicho en su despacho pocos días atrás y que atribuí a una simple muestra de afecto y de ánimo:

—Federico, tengo que decirte que tu trabajo en
La mañana
y en
La linterna
para ayudar a esta casa tiene muy favorablemente impresionado a don Elías y que ha hecho cambiar muchas ideas preconcebidas de no pocos obispos, que por lo que les dicen y les cuentan los que ya supones, siempre te han tenido por el coco. Sólo quiero que sepas eso: que tu esfuerzo no está pasando inadvertido en la Conferencia Episcopal.

—Bueno, pues nada, me alegro por don Elías, y a ver si algún otro se convierte.

—No seas malo. Ahora que empiezan a verte como el bueno, no puedes ser malo.

Me reí, me despedí y todo quedó ahí.

Es posible que, por entonces, los siete obispos que con el secretario forman el Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal, o al menos los cuatro necesarios para conformar una mayoría suasoria y consensual, hubieran decidido, de acuerdo con don Bernardo, que no podían seguir templando gaitas internas a costa de la trompetería de la COPE, porque antes de un año, adiós trompeta. También es posible que fuera una cierta rectificación de don Bernardo con respecto a mí y a
La linterna
, que el cupo de miembros o presuntos simpatizantes del Opus en los programas de opinión de la COPE pareciera intolerable a otros grupos católicos (Comunión y Liberación, por ejemplo) y que, al cabo, el perfil píamente anodino de Apezarena estuviera provocando más problemas internos que los que pretendía resolver.

No es descartable tampoco que don Bernardo, que nunca solía dar un paso sin el respaldo del Ejecutivo, observara en sus jefes naturales un cambio de criterio sobre los profesionales de la COPE, o que hubiera sabido transmitirles la presión casi irresistible de García. Me inclinaría por una mezcla de las dos razones últimas pero, la verdad, ni lo supe entonces, ni lo sé ahora, ni me preocupé de averiguarlo cuando podía hacerlo ni, a estas alturas, tiene demasiada importancia. Si, por mero prurito historicista, acudiera a memorias ajenas sé que tampoco serían fidedignas incluso queriéndolo, porque cada cual recuerda una cosa distinta aun viviendo la misma, y no digamos una como aquélla. En el turbión y el caos de esos meses aciagos, con la muerte de Antonio gravitando de forma terrible sobre nosotros y quizá con algunos obispos importantes lamentando su comportamiento en vida con nuestro amigo, las decisiones en la COPE iban por delante de las meditaciones, como la muerte y los funerales. Al cabo, todo lo nuestro se había convertido en oficio de difuntos.

Lo que García me había dicho en la escalera, y aunque él no celebrase, iba a misa. Luis, que no acababa de creerse que el malo del grupo se convirtiera en el bueno para la complicada sensibilidad episcopal, llegó finalmente a la conclusión de que San Federico o, más probablemente, la Virgen del Tremedal, patrona de mi pueblo y a la que entre bromas y veras se encomendaba antes de empezar cada telediario en Antena 3 Televisión, había hecho el milagro. Y que la propuesta de que hiciera
La linterna
iba a producirse y en términos de afectuosa perentoriedad, pero, eso sí, en el peor estilo dilatorio de la casa: bien entrado el mes de julio, para que no molestase a Apezarena, y tras perder un tiempo precioso para preparar el nuevo equipo que yo debía formar; porque el nuestro de
La linterna
había migrado casi en bloque a
La mañana
acompañando a su director.

Luis no estaba nada convencido de mi idoneidad para dirigir
La linterna
, pero no por mi absoluta inexperiencia técnica, que es lo que yo argumentaba inútilmente una y otra vez para resistirme al encargo. El, lo mismo que García, decían que eso se remediaba antes de un mes, mediante el acreditado sistema de aprender a nadar que consiste en tirarte al agua. Las razones eran fundamentalmente dos: le privaba de su más estrecho colaborador en los últimos años para afrontar
La mañana
y, además, sin la menor garantía de que acabase bien, porque en cuanto se reprodujesen las presiones del PSOE y de PRISA (que en su clásico estilo matonesco, tratarían de liquidar a la COPE después de enterrar festivamente a Antonio) y en cuanto se produjera alguna perfidia episcopal nacionalista o antiliberal en la SER contra mí, yo era muy capaz de mandar a freír espárragos no sólo
La linterna
, que no quería hacer, sino a la cadena donde los dueños no me dejaban trabajar, y me largaría a mi casa a escribir o, aún peor, a otra radio para hacer fuera de la COPE lo que dentro no me permitían hacer.

En realidad, eso era lo que entonces se decía en todos los mentideros políticos y periodísticos de Madrid, porque se suponía que Luis y yo éramos gente cercana a Aznar y que era el momento adecuado de desguazar la ingrata cadena episcopal y reforzar Radio Nacional, Onda Cero o, sobre todo, la naciente Cadena Ibérica, promovida por Anson y dirigida por un periodista reconvertido en ejecutivo de estricta confianza ansonita y monclovita: José Antonio Sánchez. Y, en efecto, cumpliendo los vaticinios del gremio y obedeciendo a una lógica bastante elemental, Cadena Ibérica se apresuró a lanzar una OPA económicamente irresistible contra buena parte del equipo de Antonio Herrero, con éxito apabullante. Su habitual suplente, Antonio Jiménez, su productor, Miguel Pérez Pía (que oficiaba de discreto agente contratante) y varios más de su equipo se fueron de la COPE a la competencia para «mantener vivo el espíritu crítico de Antonio». Tamaño sacrificio resultaba más soportable, hay que entenderlo, doblando o triplicando sueldos en una cadena que no tenía oyentes pero sí mucho dinero «político».

Alegres las viuditas y viuditos con sus opíparos contratos, firmados a escondidas pero filtrando el monto, que es fórmula infalible para desestabilizar cualquier equipo y sumir a la redacción en un clima de turbia sordidez, los «ibéricos» anunciaron no ya su legítima voluntad sino su seguridad de heredar la audiencia de Antonio tres meses después. A mí, el episodio me sorprendió poco, porque así es la naturaleza humana; el periodismo no suele mejorarla, bien al contrario; y en los medios de comunicación la mediocridad necesita de esos trucos para remediar la falta de talento. Pero Luis lo llevaba fatal. Abrumado por la verdadera herencia de Antonio (profesional y legal, porque era su albacea testamentario), no soportaba ver a tantas «viudas» de ocasión. Yo aún alcancé a heredar el último ejemplar de la torva especie, que pasó de elogiarme ad nauseam a insultarme fieramente al ver que no prorrogaba su contrato. El sentimentalismo es así.

El primer equipo de La linterna

Por esos equilibrios entre empresariales y clericales que el lego jamás podrá entender, yo me encontré entonces en la peregrina situación de tener que formar un equipo nuevo para el segundo programa de información y opinión de la casa, pero prácticamente en la clandestinidad. Además de la cautela forzosa de no descuajeringar
La linterna
clásica, en la que seguía haciendo la hora de mayor audiencia, tenía que hacer a escondidas una Linterna nueva, con nueva redacción, nuevos contertulios y nuevo de todo… pero sin contar con nadie. Fue un mes surrealista, disparatado y bobo al que sólo el tiempo limó los filos. Porque, a todo esto, a mí nadie me había confirmado formalmente el encargo ni habíamos firmado contrato alguno. García juraba que estaba hecho, Luis decía que mientras no firmase el contrato la casa podría echarse atrás y yo esperaba secretamente que Luis acertara, pero actuaba como si hubiera acertado García.

En esos días, cuando a las diez terminaba mi colaboración con Luis, me encaminaba hacia el cuchitril rinconero que pasaba por despacho del director de
La linterna
y hablaba con quien fue mi primera colaboradora: Isabel González. Una chica de apenas veintitrés años, de un gótico adolescente y flamígero, a quien Antonio había contratado poco antes de morir y que se quedó fuera del equipo de
La mañana
porque a Luis no le cabían todas las piezas en el «puzzle» de su equipo más el de Antonio, que por otra parte se estaba desperdigando a toda velocidad. Cuando habló con Isabel, ésta dijo que lo entendía muy bien, que sobraba cualquier explicación y además le dio ánimos, que buena falta le hacían. Luis, que asistía diariamente a la fuga financiada de los redactores supuestamente íntimos de Antonio, se quedó sorprendido de que una chica tan joven y que, pocos meses después de ser contratada como productora en el programa estrella, se veía de pronto en los pasillos, resultara tan madura y tan inteligente. Cuando le dije que pensaba contar con Isabel para hacer la producción y mi nuevo espacio de cultura, si finalmente me encomendaban
La linterna
, le pareció justísimo y estupendo.

Pero, claro, lo difícil era decírselo a ella y, si aceptaba, empezar a trabajar sin que nadie se enterase. Apezarena la había puesto en la producción de
La linterna
pero en el horario matinal, así que al terminar la tertulia con Luis y desembocar en el lato e impreciso tiempo del café con leche, me iba a su despacho, porque no había nadie más del programa en los alrededores, y charlábamos largamente. Yo lo desconocía casi todo de los recovecos laborales y los rencores particulares que, como en todas, anidaban en aquella redacción, donde enseguida se propaló la especie de que estábamos liados. Con esa forma de machismo retorcido que ciertas mujeres suelen aplicarse a sí mismas, fueron las propias compañeras las que la crucificaron, mientras a mí me felicitaban de tapadillo los colegas por haber conseguido el acceso a aquella belleza espectacular. No se piensa o no se quiere pensar que para trabajar a diario en un programa de opinión de varias horas, y encima tan exigente como
La linterna
, el director necesita sobre todo colaboradores inteligentes, sea cual sea su sexo, estado civil o disponibilidad afectiva. Y que mezclar los intereses personales y los profesionales suele acabar perjudicando a los dos. Ya, ya sé que todo esto se sabe, pero, como he tenido luego ocasión de comprobar, la malicia periodística es tan incompatible con la bondad como con la lógica. No obstante, aquella habladuría que, como a todas las guapas inteligentes, tenía que mortificar mucho a Isabel, nos vino muy bien para que —aparte de Luis, que estaba al tanto— nadie sospechara lo que realmente hacíamos, que no era ligar sino preparar el espacio de cultura y la nueva Linterna. Ella fue de una discreción sepulcral y pudimos avanzar bastante en el proyecto, que suponía un cambio total de estructura, de colaboradores y de equipo, si es que alguna vez llegaba a tenerlo.

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