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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (9 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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En esas circunstancias, lo primero que me tocaba hacer era asentar
La linterna
en un nivel de audiencia aceptable. Se daba por hecho que yo solo no mantendría lo que Luis había conseguido cuando Antonio tiraba de
La mañana
, Encarna de
La tarde
y estábamos en la oposición al criminoso pero debilitado Gobierno del PSOE. Pero aún quedaba García por la noche y bastante preocupación tenía la COPE con Luis en las mañanas como para preocuparse conmigo. Lo único que tenía que hacer era no molestar demasiado y roturar mi propio espacio, que siempre creí que dependería de estar con nuestra audiencia y nunca, o al menos no sistemática y frontalmente, contra ella. Esto puede parecer una perogrullada pero no lo era. La patología centrista y los complejos de la derecha, tan vigentes entre los curas como en el resto de los ciudadanos, llevaban a la COPE a buscar obsesivamente un espacio en la audiencia de izquierdas y la absolución mediática de la progresía. Hasta cuatro proyectos en
La tarde
insistieron en esa vía de equilibrio y «moderación», nombre piadoso de la rendición. Por supuesto, se hundió la audiencia de Encarna Sánchez y lo único progre que conseguimos fue que Mari Cruz Soriano, directora del primer proyecto vespertino post-encarniano, ligase con su colaborador el biministro de Interior y Justicia Juan Alberto Belloch, hoy felices alcalde de Zaragoza y señora. Cuando yo llegué acababa de salir de la casa Mari Cruz, de forma innecesariamente desagradable, y habían contratado para sustituirla nada menos que a María Teresa Campos, que por entonces vivía su edad de oro en televisión y que no necesitaba enamorarse de un ministro para acercarse al PSOE. Debo decir que con ellas y con todas sus sucesoras siempre he tenido excelente trato. Y que cuando hicimos Luis, García, ella y yo un anuncio para televisión presentando la nueva parrilla de la COPE, el primero y el último en siete años porque nunca más hubo dinero para esos lujos, estuvo de lo más simpático. Lo subrayo porque no es habitual en las estrellas de la tele.

Mientras la casa se empeñaba en despachar a los oyentes de
La tarde
, para echar luego la culpa a las comunicadoras que a su vez despedía año tras año, Luis Herrero intentaba aquietar las aguas políticas y consolidar nuestra situación profesional, léase empresarial. Eso significaba, primordialmente, recomponer nuestra relación con Aznar, después de la trágica noche del 1 de mayo, de la muerte de Antonio, de la ausencia del Presidente en los funerales de nuestro amigo y de la furibunda reacción de García llamándole de todo. Como a Luis se le dan de maravilla los políticos, lo consiguió o creyó conseguirlo en el mes de agosto, gracias al venturoso vecinazgo de su chalé en Playetas, amabilísima costa de Castellón, con el que por entonces alquilaban o se dejaban alquilar los Aznar.

Con la ayuda de Carlos Aragonés e incluso de Miguel Ángel Cortés y su tocayo Rodríguez, el resultado fue espectacular. El primer programa de
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pudo contar con una entrevista con el presidente del Gobierno en el Museo del Prado, cuyas nuevas salas, redecoradas y embellecidas, había inaugurado aquella misma tarde. La entrevista, por coincidir la inauguración y un compromiso oficial de Aznar con el horario de
La linterna
, no pudo hacerse en la emisora y la grabé en una salita del Prado con la ayuda de José María Marco, al que Aznar apreciaba mucho por La libertad traicionada y la biografía de Azaña, y que a su vez mantenía una devotio saguntina por el Presidente. Ambos, Marco y yo, estábamos asociados a uno de los episodios intelectuales más absurdos del aznarismo: su reivindicación de Azaña por el lado españolista y literario, precisamente con el Museo del Prado como símbolo. La obsesión de los tres era encontrar una izquierda nacional española o un lado nacional en la izquierda, y creímos encontrarlo en Azaña como otros en Indalecio Prieto, que ya es encontrar. La verdad es que ninguno de los dos personajes se sostiene y que en el fondo, aunque con buena intención, seguíamos cautivos del prestigio de la izquierda pese a conocer y no ocultar en nuestros libros las fechorías y atrocidades contra la nación y la libertad que jalonan la vida política de Azaña. Todas acaso redimidas en lo personal con el calvario de su último año de vida que, con más voluntad que acierto, retraté en
La última salida de Manuel Azaña
. El que tiene hambre española sueña bollos franceses.

De esa primera tarde de
La linterna
, tengo unas fotos con Aznar y Marco en el Museo del Prado que valen por un tratado psicológico sobre las relaciones de los intelectuales con el Poder, abocadas a la pleitesía que éste exige y que ellos le rinden felicísimos. En mi caso, la procesión iba por dentro. Estaba contento por el buen trato de Aznar, porque siempre nos habíamos llevado bien y porque todos queremos que nos quieran, pero no las tenía todas conmigo. Sin embargo, Luis, Marco y casi todos los demás amigos daban por hecho que Aznar estaba íntimamente arrepentido por su comportamiento con Antonio y todos nosotros, pero que por esa mezcla de timidez y altivez que lo caracteriza no lo expresaba de forma directa sino por la vía de los hechos.

—Tienes que apreciar el gesto de Aznar —me decía Luis.

—El que tiene que apreciar el mío es él —respondía yo, molesto con mi propia obsequiosidad en la entrevista del Prado.

—Sí, pero es que da la casualidad de que el presidente del Gobierno no eres tú.

—Y el que se ha portado miserablemente con nosotros tampoco soy yo, sino él.

—Mira Fede, lo necesitamos nosotros más a él que él a nosotros. No te engañes: si los curas creen que eres muy amigo o bastante amigo, o algo amigo de Aznar, te van a tratar mejor que si piensan lo contrario. Déjate aconsejar, que conozco el paño. Para
La linterna
, que tú empieces así, en tan buenos términos con el presidente del Gobierno, es una prueba de fuerza. Y te da tiempo para rodar el programa, que es lo fundamental.

—Y ahora me dirás que hay que llevarse con los socialistas y los nacionalistas.

—Si consigues ese milagro, todos se rendirán ante tu insospechada moderación.

—Menos la audiencia, que huirá espantada.

—Siempre que a las once toques a rebato, lo dudo. ¿Qué planes tienes ahora?

—Primero, me voy a la Seo de Zaragoza, que ha restaurado Manolo Pizarro.

—Muy bien. Después de verte con Aznar, te verán con Yanes. Vas aprendiendo.

—Luego, voy a hacer el Camino de Santiago.

—¿Como peregrino? ¿No te parece un alarde de piedad excesivo?

—Quiero hacer una serie de programas en directo siguiendo el Camino, desde Santo Domingo de la Calzada a Santiago de Compostela pasando por Burgos, Palencia y León. Para que la audiencia se identifique con la nueva dirección y demás, situándola en la atmósfera mágica de esos sitios. Si me sale, claro. Y de paso, para ir conociendo la COPE de la España profunda. Ya me he vacunado contra la gripe y contra el catarro.

—Pues nada, que salga bien lo de Zaragoza, que es lo importante de verdad. Y cuando llegues al Monte del Gozo, da un grito
ostentóreo
.

—Si sobrevivo, lo haré.

Pero sobrevivir sin calefacción no resultó nada fácil. En la Seo, en un salón con soberbios tapices donde hicimos el programa, el frío salía de aquel mármol renacido y pulimentado con fiereza antartica. Desde aquella primera salida fuera de Madrid decidí llevar siempre dos pares de calcetines de lana. Don Elias Yanes estuvo muy amable, Pizarro muy simpático, los paisanos muy felices y todos comimos perdices al terminar el programa en torno a Luisa Fernanda Rudi, que estaba imponente al lado de su flamante, joven, guapo y simpatiquísimo marido. Componíamos una estampa baturra perfecta. Ellos, los dos hermosos gigantes. Nosotros, los simpáticos cabezudos.

Otras cosas en aquella primera salida de
La linterna
fueron menos perfectas y muy poco simpáticas. Por
La tarde
, al llegar a Zaragoza, me encontré con que había dimitido José María García, tras pelearse no recuerdo si con Yanes, con Sánchez Terán o con la Romareda. Por la noche, mandaron a las chicas de mi equipo a dormir en una residencia geriátrica, seguramente la más económica de la región. Al día siguiente amaneció, amanecieron ellas, aunque espantadas, y García siguió en la COPE, pero como primera experiencia de asomarse al abismo, no estuvo mal. Claro que nada comparable a las que fui acumulando a lo largo del Camino de Santiago. En algún claustro románico de Palencia y Burgos reinaba tan despóticamente el frío que hice el programa con abrigo, traje de pana, bufanda, guantes, botas, dos pares de calcetines de lana y camiseta de termolactil. Cuando descubrí las delicias del goretex ya había sobrevivido a aquel invierno, pero sólo gracias al calor de la buenísima gente que no dejaba de acudir a los sitios más inhóspitos, arrostrando la nieve y el hielo, muchas veces viajando desde remotas aldeas a decenas de kilómetros, para seguir en directo el programa.

Comprobé entonces lo que siempre había sospechado: que en la España rural, la COPE era la radio de los pobres. Dignos, por supuesto. Muy aseados, faltaría más. Pero pobres de verdad y hasta de solemnidad. Y entre los pobres, nadie más pobre que las monjas y frailes que tenían a su cargo aquellas inmensas bóvedas, aquellos claustros fantásticos y aquellas no menos fabulosas necesidades para cuidar dignamente a los enfermos, a los ancianos, a los locos, a los marginados de la España marginada. Y, si quedaba algo, poco, para cuidar de sí mismos. Cuando los señoritos de izquierda, los demagogos nacionalistas y los millonarios progres hablan de las riquezas que la Iglesia católica debería repartir entre los pobres, me da risa de pura pena. Porque no hay sino ver con lo poco que pueden agasajarte monjas y frailes para comprobar el estado casi de miseria en que viven. Por propia voluntad, cierto, pero no para regalarse disfrutando de las famosas riquezas de la Iglesia. En algunos monasterios ves que la única riqueza que tienen es un óleo maravilloso atribuido a Zurbarán o la talla estremecedora de un Cristo yacente que tal vez pudo cincelar Gregorio Hernández. Con esa belleza en los objetos de culto, con ese sublime obsequio a los sentidos, deben darse y se dan por satisfechos.

Y uno se siente también humilde y agradecidamente satisfecho al saber que para tantas personas voluntariamente sacrificadas esta COPE ingobernable y de fiar es un diario sustento moral, social, político, ciudadano y nacional. Sí, político, porque las más humildes monjitas siguen a diario la actualidad española y temen y rezan por la nación. Esa que hace dos mil años se forjó en el crisol de Roma y se mantuvo en torno a la cruz contra viento y marea, contra bárbaros del norte y del sur, contra el islam en todas sus variantes y contra el mal que anida en su seno. También misteriosamente animada por esa sangre invisible que nos llega del corazón al corazón leyendo a Juan de la Cruz y a Teresa de Ávila. O a Miguel de Cervantes, el Manco de Lepanto, el Cautivo de Argel.

Pero estas reflexiones son posteriores a aquella experiencia. En el invierno de 1998 la vivíamos como una escalada ciclista: subiendo, bajando, comiendo sobre la marcha, pensando e inventando estrategias sin dejar de «dar pedales», sin bajar mucho el ritmo y procurando que el pelotón de la competencia no nos dejara atrás si nos quedábamos descolgados. O que no se nos echara encima cuando parecía que nos escapábamos. Después de aquel primer programa con Aznar y mientras recorría claustros helados y conocía a obispos a la vez cercanos y lejanos, pero en última instancia favorables a
La linterna
y a la COPE, descubrí lo que todos sabían menos yo: que hacer entrevistas no es tan difícil cuando llevas quince años viendo hacerlas a Antonio y a Luis Herrero. Por seguir el guión de supervivencia que nos habíamos trazado, la política seguida en ellas era aseada, pulcramente intransitiva. Tras la archicitada de Aznar, la primera que recuerdo fue con Garaicoechea, a quien Antonio solía cultivar porque era educado y también para fastidiar a Arzalluz, su enemigo íntimo del PNV. Todo va bien cuando no aprietas mucho en las preguntas, y, si uno quiere, es fácil congraciarse con el entrevistado: basta con preguntar como abogado defensor en vez de fiscal. Todo parece así de color de rosa, aunque la idea de Justicia desaparece y la misión de los medios de comunicación de controlar al Poder en sus distintas manifestaciones deriva en amable acompañamiento. Pronto empezaron a decir, tanto en áreas sociatas como en las cercanías del Gobierno Aznar, con admirado reproche, que Luis y yo habíamos dado un espectacular giro centrista. ¡Como si eso fuera tan difícil! Basta con poner entre paréntesis lo que tú crees y comportarte con afectada urbanidad cuando tratas las cuestiones políticas de fondo, como si no te importaran demasiado. Yo era bastante convencional y casi suavón en la primera media hora del programa, resucitaba fieramente en la segunda comentando con malicia las noticias culturales; a las diez retomaba las convenciones informativas y a partir de ahí devoraba las tertulias, porque ni sabía conducirlas al modo de Luis ni había encontrado un estilo propio para deshacerlas. Sin embargo, al decir de García, el más interesado en el éxito de
La linterna
, lo que sí funcionaba era la comunicación radiofónica, esa mezcla de fuerza y convicción que lleva a la audiencia a no cambiar de comunicador, programa y emisora. Y eso era lo fundamental. En realidad, lo único que, finalmente, habría de salvarnos o aniquilarnos.

Al terminar cada entrevista, Susana Moneo, a la que —como dije antes— había hecho jurar que no me dejaría hacer ninguna solo, y que mantenía a mi lado, por si desfallecía en las vocales o se me atragantaba alguna consonante, solía reírse como diciendo: «¡Ya lo sabía yo!». Y aquella etapa de tanteo terminó un día en que me dijo: «Bueno, ¿me dejarás hacer una entrevista alguna vez?». Yo había entrado en una etapa de voracidad microfonil que sólo escondía la ansiedad que seguía produciéndome hacer tres horas diarias en directo; y que, paradójicamente, sólo creo haber superado al hacer seis horas en
La mañana
. Nunca me escuché entonces para pulir defectos, pero no por vanidad sino por una razón tan vulgar como invencible: todavía hoy experimento un profundo desagrado al escuchar mi voz. Nada raro entre la gente del común y tampoco entre muchas «estrellas» radiofónicas, generalmente las que tienen peor voz o están menos enamoradas de sus calidades vocales y su augusta persona. Pero en aquel entonces, como siempre en la radio y casi siempre en España, los hechos se pusieron a correr tan deprisa que bastante tuvimos con seguirlos sin perder pie en la información y, lo más difícil en cualquier circunstancia, manteniendo un criterio claro en la opinión.

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