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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (6 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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El que no esperó a pasarle la factura al presidente del Gobierno fue García. Esa misma noche dijo que su ausencia en el funeral de Antonio demostraba «la basura de la condición humana». No sé si luego se extendió en comparaciones sobre la incineradora de residuos urbanos de Valdemingómez y el horno crematorio de respetos humanos de La Moncloa. Pero el efecto fue estruendoso y el resultado exactamente el que Luis y yo temíamos: las hordas de Polanco se alegraron muchísimo al comprobar que el Gobierno había abandonado a la COPE, su enemigo más aguerrido, y que ni siquiera la muerte de Antonio en terribles circunstancias era capaz de disimular la animadversión de Aznar hacia sus antiguos amigos y tradicionales aliados. Eso auguraba la liquidación de la COPE y la dispersión de los restos de Antena 3 y del variopinto grupo formado en torno a Antonio Herrero que el gálico Cebrián había bautizado como «Sindicato del Crimen».

Al final, la llamada «Guerra Digital» a la que tras el «Pacto de Nochebuena» entre Polanco y Asensio en 1996 nos había convocado un mendicante Aznar (fue la última vez que estuvimos con él Antonio, Luis, García y yo), y que duró todo 1997, sólo habría servido para impedir temporalmente que Polanco se hiciera con el monopolio de la televisión de pago y también para diseñar frente a PRISA otro gran grupo multimedia en torno a la Telefónica de Villalonga; pero como sabiamente deducían en el imperio prisaico, los «incontrolados», los que durante los peores años del felipismo habíamos demostrado una capacidad de resistencia y de ataque casi ilimitada, habíamos sido ya condenados a la dispersión o al exterminio por el propio Gobierno al que habíamos llevado al Poder. Al final, unos imbéciles —nosotros— habíamos encumbrado a unos malvados —el PP—, pero, de momento, los tontos íbamos a recibir el castigo que tan soberbia estupidez merecía. Ya llegaría el turno de los malos. Como, en efecto, llegó.

El violinista del Titanio

Aunque por razones diametralmente opuestas, Luis y yo hacíamos el mismo análisis, fundado en los mismos hechos incontrovertibles: el Gobierno quería liquidar la COPE; nosotros nos habíamos quedado al frente de la emisora condenada; estábamos seguros (como lo estaba Antonio) de que García sería tentado por el grupo multimedia de Telefónica, porque el deporte no planteaba los problemas políticos de los programas de información y opinión; así que sólo teníamos una alternativa: acudir a La Moncloa a rendirnos o tratar de asentar una nueva programación en la COPE, atrincherarnos y ganar tiempo a ver si pasaba algo que modificase la situación. Si todo salía mal, es decir, si la COPE se hundía, «alguien decidirá por nosotros», como repetía fatalista Luis Herrero. Si salía bien, podríamos incluso elegir la forma de salvarnos y de salvar algo de nuestro patrimonio moral y profesional, que era la audiencia fiel que nos seguía. Del naufragio de la COPE, pocos dudaban. Por eso, a los protonáufragos y robinsones nos resultaba tan patético o tan ridículo posar ante la prensa con galones de capitán. Salvo los de capitán del
Titanic
, o el traje de etiqueta del último de sus violinistas, que se convirtió en la metáfora favorita, casi obsesiva, de Luis Herrero sobre nuestro destino.

Hubo otro detalle que nos perturbó profundamente en el funeral de Antonio: la homilía de Rouco. No es que fuera crítica u ofensiva para con el muerto, faltaría más, pero resultó tan medida y severa, tan preocupada por mostrar una distancia afable pero muy difícilmente salvable entre las «estrellas» de la COPE y su accionista mayoritario que, pese a suponer que Rouco simplemente trataba de salvar el difícil equilibrio entre las distintas facciones dentro de la Conferencia y las profundas disensiones internas sobre el futuro de la cadena, nos quedamos helados. Nosotros queríamos oír el elogio por encima de todo; y no, pese a todo, algún elogio. Luis y yo nos mirábamos atónitos: después de Aznar, encima, Rouco. García estaba como una pantera de las del cine:

—¡Si no quería hacer la homilía, no haberla hecho! ¡Para esto, mejor nada!

Luego, el tiempo demostró que no todas las cosas de aquella noche eran lo que parecían. Cuando Rouco sucedió a Yanes como presidente de la Conferencia Episcopal, se portó muy bien con nosotros, especialmente conmigo, y, en buena parte, gracias a él se salvó la COPE. Pero en esos momentos, yo sólo saqué una conclusión clara:

—Luis, para mi funeral quiero dos cosas: la misa, en latín; y el cura, a favor.

Antes de salir a la calle, al fragor del gentío cuyas ovaciones a los distintos asistentes oíamos desde dentro de la iglesia, recuerdo dos cosas más: el larguísimo abrazo a Cristina Pécker y unas extrañas palabras de Eugenio Galdón —el «hombre fuerte» de la COPE que facilitó el desembarco de los damnificados de Antena 3, pero que luego había roto con los obispos y reñido con el propio Antonio—, que me cogió de los hombros, me llevó un poco aparte y, mirándome fijamente desde arriba, me dijo:

—Fede, te va a tocar crecer de golpe. La mañana sólo puedes hacerla tú.

—¡Qué dices, si yo nunca he querido dirigir nada, ni siquiera La linterna!.

—Por eso te digo que vas a tener que crecer de golpe. No tendrás más remedio.

—Eugenio, está ya todo decidido: Balbín hará La linterna y La mañana va a hacerla Luis. Y la va a hacer muy bien, ya lo verás.

—De momento, vale. Pero, a la larga, no funcionará. Acuérdate de lo que te digo.

Aquella noche, en la cama y con la luz apagada, recordé las palabras de Galdón, entre tantas otras, pero pronto dejé que flotaran y desaparecieran en aquel torrente de imágenes y emociones que había arrasado el cauce de nuestras vidas. Hacía sólo tres noches que Luis y yo habíamos ido a La Moncloa, no sabíamos a qué. Ahora sabíamos demasiado: Antonio, nuestro segundo padre, nuestro protector, había muerto; y nuestro futuro era una sombra entre la niebla. Mi vida había cambiado en sólo tres días, desde aquella noche del 1 de mayo de 1998. Y entonces no podía yo imaginar hasta qué punto.

Capítulo II
L
A LINTERNA: LUCES, SOMBRAS Y APAGONES

E
l primer fallo del proyecto de continuidad para la COPE, diseñado en el paseo marítimo de Marbella al día siguiente de la muerte de Antonio Herrero, se produjo en lo que, aparentemente, no podía fallar: la sustitución de Luis Herrero por José Luis Balbín en
La linterna
. La propuesta había sido aceptada de inmediato por don Bernardo, que era el que realmente gobernaba tras el reinante Sánchez Terán, así que lo único que había que negociar eran los términos del contrato y la fecha de incorporación del nuevo director. Todos creíamos que cuanto antes se firmara y empezara su rodaje, mucho mejor. Estábamos a primeros de mayo y, hasta agosto, teníamos tiempo para preparar el cambio con ciertas garantías. Aunque en comunicación nunca esté garantizado nada.

Es sabido que, a diferencia de la televisión, a la que siempre se define como un medio «frío», capaz de cambiar fidelidades de años en una sola noche («frialdad», por tanto, discutible, ya que supone una infidelidad veloz, casi epiléptica), la radio es el medio «caliente» por excelencia, tanto por su inmediatez como por los fuertes lazos, casi familiares, que el comunicador crea con la audiencia. En rigor, quizá sería más justo bautizarlo como el medio más «cariñoso», ya que tiende a conservar el calor, léase la fidelidad del oyente, como una funda acolchada de tetera escocesa. Para bien y para mal, en la radio todo dura y todo se hace esperar, casi ningún programa suele asentarse de golpe, pero, cuando lo hace, suele tardar en hundirse. La naturaleza del medio, pues, y las propias circunstancias aconsejaban en la COPE ponerse a «rodar» rápidamente
La mañana
y
La linterna
para que cada programa fuera amoldándose a la personalidad del director, que, por mucho equipo que le rodee, al final es el que tiene que estar varias horas en directo ante el micrófono y conseguir que el oyente se identifique con él. Tres meses parecía un plazo muy razonable para hacer todas las pruebas y cambios necesarios y empezar, ya en septiembre, con una fórmula aproximadamente definitiva.

Pero todos los planes se vinieron abajo cuando Balbín, pese a todas las premisas favorables, no llegó a un acuerdo con la COPE para dirigir
La linterna
. En realidad, según las fuentes oficiales de la casa (generalmente creíbles por su acreditada falta de imaginación), hubo no sólo un acuerdo verbal sino dos en quince días, que naufragaron a la hora de firmar físicamente el contrato. Balbín tiene, o tenía por entonces, un gran abogado que era un hacha redactando contratos. A menudo bromeábamos diciendo que para él siempre era mucho mejor negocio irse de una empresa que trabajar en ella; Televisión Española y Antena 3 lo acreditaban. Pero creo que la única causa claramente identificable en el fracaso de un acuerdo, que es la diferencia en cuestión de dinero, no fue la única en ese caso, es decir, en los dos casos consecutivos de Balbín.

Tanto Luis como yo —García daba por hecho el fracaso, me parece— entendimos que Balbín se comportaba, en última instancia, como Martín Ferrand cuando rechazó hacer
La mañana
y
La linterna
. Eran retos muy duros, en lo físico y en lo psicológico, que exigían mucho trabajo, mucha ilusión, mucha entrega, y en los que concurrían dos factores negativos: lo normal era fracasar y, encima, por poco dinero. Como sucede en el fútbol, a diferencia de los jugadores que nunca han levantado una copa importante ante los forofos enardecidos, a las «estrellas» que ya han cosechado muchos títulos les resulta muy difícil entusiasmarse por algo más que el número de ceros del cheque. Y la COPE, tras la muerte de Encarna Sánchez un año antes, que supuso el hundimiento comercial de
La tarde
, y ahora la de Antonio, que suponía el hundimiento, como mínimo parcial, de
La mañana
, era un club sin deudas pero con un candado en la tesorería y sin más crédito en el banco que el que aportaba García en los deportes. Balbín —como Martín Ferrand— lo había ganado ya casi todo en los campos hertzianos de la radio y la televisión. Era mucho más cómodo seguir como colaborador apreciado y bien pagado en los programas de la casa, sin tener que arrastrar la pesada responsabilidad del éxito o el fracaso. Nunca hay dinero bastante para hacer lo que uno no quiere hacer, salvo que lo necesite mucho o sea tanto que compense el riesgo.

Aparte de que me falten datos sobre el doble fracaso de las negociaciones con Balbín, aunque el dato esencial es que nuestro candidato las tuvo y no llegó a ningún acuerdo con la COPE, carece de sentido discutir a estas alturas si no llegaron los galgos o fallaron los podencos. Sí creo que cuando uno —empresa o profesional— no quiere realmente llegar a un acuerdo, lo mejor es decirlo cuando antes y no perder ni hacer perder el tiempo a nadie. Pero quizá nosotros necesitábamos una prueba más de que Antena 3, como realidad ideológica y vivero de profesionales, ya no existía; que la COPE estaba a la intemperie y que antes de levantar
La mañana
se nos hundía la noche.

Tras fallarnos Balbín, don Bernardo nos sorprendió a todos nombrando director de
La linterna
a José Apezarena. Lo había puesto Antonio como jefe de Informativos para controlarlos él, pero salvo esa relación personal utilitaria, no había ninguna razón para encargarle la dirección de
La linterna
, el segundo programa de información y opinión de la cadena. Salvo su pertenencia al Opus, claro está, a la que de inmediato achacaron los mentideros políticos y periodísticos su elección. Sin embargo, reunidos García y yo con Luis Herrero, que pertenece a una dinastía muy ligada a la Obra, él nos lo desmintió con toda clase de datos consultados y razones de orden ideológico y político. Luis estaba consternado por aquella elección bernardina o bernardesca que, según nos dijo, podía hacerle casi tanto daño al Opus como a la COPE. Entonces, ¿por qué se produjo?

La extraña subespecie del ejecutivo audiovisual

Vadeando el caso concreto que nos ocupa, permítaseme exponer una teoría sobre las decisiones en las modernas empresas de comunicación. Puede parecer absurda, pero aseguro al lector que se basa en una larga experiencia y una cuidadosa observación de los más diversos y valiosos ejemplares de una especie probablemente emparentada con el
Homo sapiens
y que no es otra que la del ejecutivo del sector audiovisual.

En realidad se trata de una variante, acaso de una mutación, dentro de una especie curiosa, también aproximadamente humana, que ha dado lugar a muchísimos estudios e investigaciones: el ejecutivo común y corriente, o
executor vulgaris
. Centrándonos en esta subespecie, y dejando aparte su aspecto, maneras, coches, vocabulario y costumbres, que no difieren de las del precitado ejecutivo común, si hubiera que definir sus rasgos esenciales yo señalaría dos: el primero, que no escucha la radio ni ve la televisión en que trabaja; el segundo, que la posibilidad de «controlar» al director de un programa le vuelve loco, altera todos sus mecanismos de control y autocontrol, como si de un hongo alucinógeno se tratara, y le lleva a provocar grandes catástrofes. Por ejemplo, que alguien pueda ser suficientemente controlable dirigiendo un programa le parece una razón poderosísima para encargárselo; superior, de hecho, a cualquier otra de tipo profesional, intelectual, política o moral.

El lector escéptico podrá decir que se trata del eterno afán de ejercer y disfrutar del Poder que el ser humano acredita desde Atapuerca. De acuerdo, pero según códigos muy singulares. El más curioso es que esta especie de cita a ciegas con el servilismo que proviene de la tendencia primera, la más atávica y profunda, del ejecutivo audiovisual (
executor audiovisualis
) sólo funciona si se observa inquebrantablemente la segunda: no someterse jamás a la prueba de disfrutar o padecer el resultado de la propia elección. O sea, que los directivos (los ejecutivos políticos funcionan según pautas muy similares) eligen a ciertos periodistas para puestos de responsabilidad política porque los suponen controlables, pero, atención, no por ellos mismos, puesto que una vez nombrados ya no los siguen, ni los leen, ni los escuchan, ni los ven, sino por una especie de cualidad compartida de presunta autocontención y autoproclamada responsabilidad, de no sacar nunca los pies del plato y hacer siempre lo que se espera de ellos. Digamos que eligen a los que se supone que se controlan solos porque ellos no tienen tiempo para controlarlos. Y si se descontrolan, siempre podrá decirse que traicionaron la confianza que en ellos puso la empresa, nunca que semejante método de elección está inevitablemente destinado al fracaso.

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