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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (3 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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En honor a la verdad, hay que decir que Luis no sólo explicó las razones por las que quería que pasara de él ese cáliz, sino que adelantó los reproches que más tarde le dirigirían incluso algunos de los que entonces le forzaron a beberlo. Él —insistió— no tenía el estilo ni el carácter de Antonio, pese a haber sido su sustituto durante algunos años en Antena 3. Tampoco podría mantener la tensión informativa de
La mañana
, ni el ritmo vertiginoso, ni el carácter casi arrojadizo que confería Antonio a las noticias y a los comentarios sobre la marcha. Pasados los primeros días de emoción y desconcierto, en los que sobre todo se buscaría conjurar la sensación de orfandad, la audiencia dejaría de ver en él al amigo de Antonio y empezaría a comprobar lo poco que se parecía a él. El resultado, a medio y largo plazo, sería catastrófico. Nos cargaríamos un programa que funcionaba muy bien —
La linterna
— y no conseguiríamos arreglar
La mañana
. Además, a Luis le producía una repugnancia invencible que alguien pudiera decir que se aprovechaba de su amistad con Antonio para ocupar su lugar, que al fin y al cabo era y es el más deseado de la radio: el programa de las mañanas en una gran cadena nacional.

Tan convencido, tan sinceramente decidido a no aceptar se mostraba Luis que, tras una hora larga de discusión, nos hizo dudar a todos. Entonces, alguien le preguntó:

—Bien, tú no haces La mañana. Pero ¿quién la hace con las mismas garantías?

—Yo creo que el que mejor puede hacerla es Manolo Martín Ferrand.

—Ah, no, no, no. Eso me pilla ya muy mayor. Gracias, Luis, pero no.

Seguimos discutiendo. Los argumentos se alargaban hasta expirar bajo el sol de aquella mañana luminosa. Una y otra vez tropezábamos con la misma evidencia: nadie quería ocupar el sitio de Antonio y todos queríamos que lo ocupara Luis. Todos echábamos mano de Antena 3 Radio como si todavía existiera, como si todavía la dirigiera un periodista brillante, Manuel Martín Ferrand, rodeado de jóvenes llenos de ganas de triunfar que apenas se conocían entre sí. Pero lo cierto era que ahora nos conocíamos demasiado y que, tras su liquidación a manos de Polanco seis años antes, los hilos invisibles que mantienen unido a un grupo humano y periodístico, es decir, aproximadamente humano, se habían roto, por más que nos resistiéramos a admitirlo. Todos —tal vez yo menos, pero tampoco podía enfrentarme solo a todos los demás— descargamos la responsabilidad en Luis Herrero, como quizá era fatal que sucediera. Y al tratar de su sustitución en
La linterna
, volvimos a proponérselo a Martín Ferrand, que volvió a rechazar la propuesta. Creo que fue García el que me dijo entonces:

—Oye, Fede, ¿y por qué no la haces tú?

—Ni hablar. Yo nunca he dirigido un programa, ni pienso hacerlo.

—Pero
La linterna
la habéis hecho casi a medias Luis y tú. La hora tuya de los periódicos es la de más audiencia. Lo normal es que tú te hagas cargo del programa. Con el mismo equipo que tenéis ahora, pero esa sección no puede desaparecer. Y no se entendería que si tú sigues no asumieras la dirección. Ni que fueras un apestado.

—Es que lo soy. Los curas dirían que no. Y aunque no lo fuera, he dicho que no y es que no. Yo mantengo la sección si el nuevo director quiere, pero dirigir, ni hablar.

—Entonces, ¿quién es tu candidato?

—Balbín. Ya hicimos
Hora cero
en Antena 3 y funcionábamos muy bien. Creo que llevaría la tertulia mucho mejor que yo, y si quiere mantener la fórmula actual de los periódicos, no se notará demasiado el cambio. Vamos, se notará si no está Luis, porque siempre la hemos hecho juntos, pero no se hundirá.

Balbín aceptó. Así que la suerte de Luis estaba echada.

Rumores y leyendas sobre la muerte de Antonio

Tampoco tuvimos ocasión de seguir discutiendo porque nos avisaron de que en unos minutos —sería cerca de la una de La tarde— estarían los resultados de la autopsia. Así, con la idea de que la sucesión de Antonio estaba hecha, todos nos encaminamos hacia el oráculo forense, que debía despejar la duda terrible que también a nosotros nos embargaba y que, con las horas, se iba convirtiendo en sospecha popular: si la muerte había sido efectivamente accidental o si había datos extraños que permitieran pensar en una intervención exterior. Vamos, si Antonio había muerto o lo habían asesinado.

Todavía hoy muchos creen que a Antonio lo mataron. Más concretamente, que lo mató el CESID o algunos elementos de la trama del GAL, como los que montaron el vídeo contra Pedro Jota. Algunos, mejor enterados, creen que se debió a que Bárbara Rey, vecina de Antonio, había ido a quejársele del acoso del CESID por una supuesta grabación de sus encuentros sexuales con el Rey, y por el terror que tenía a sufrir un «accidente» que eliminara cualquier posible escándalo. Bárbara le habría entregado una copia del vídeo a Antonio, «por si le pasaba algo», y, enterado el CESID, alguien había ordenado que se evitara la tentación de que el vídeo del Rey con Bárbara se hiciera tan famoso como el de Pedro Jota con Exuperancia… eliminando discretamente a Antonio. Esta última hipótesis es la única que tiene alguna verosimilitud, pero, cuidado, eso no significa que sea cierta. Que la actriz había ido a quejársele a Antonio del acoso del CESID a cuenta de su lío con el Rey es rigurosamente cierto. Lo sé porque a mí me lo había contado el propio Antonio; y estoy seguro de que no fui el único. Pero no me dijo que tuviera ninguna copia del vídeo de marras y tampoco me consta que se lo dijera ni que se lo mostrara. No digo que sea totalmente imposible, pero me parece rarísimo que, de tenerlo, Antonio no se lo enseñara a algunas personas de su confianza. Primero, porque era de natural chismoso y enredador. Ese plato era demasiado sabroso para no comerlo. Segundo, y más importante, porque el hecho de haberlo visto con alguien más suponía para él mucha más garantía de seguridad que si lo hubiese guardado en secreto. Obviamente, esto son conjeturas, pero creo que razonables. Y se trata del único asunto (no conocido hasta ahora, según creo, por la opinión pública) que, a mi juicio, podía desencadenar, por orden oficiosa o por oficiosidad sin orden, uno de esos crímenes que me niego a llamar de Estado cuando sólo son extremos monstruosos de corrupción institucional y de abuso de poder. Supongo que en este punto algún lector sensible me plantearía la pregunta retórica: pero ¿cree usted que sería capaz algún servicio secreto español de hacer algo así? Mi respuesta es clara: sí. Lo hicieron en esa misma Época con el vídeo de Pedro Jota y hay sobrados indicios de que pudieron hacerlo el 11, 12 y 13-M. Ahora bien, supongamos que el mismo lector sensible me plantea esta otra pregunta: ¿y usted cree que lo hicieron con Antonio Herrero? Mi respuesta es igualmente clara: no.

Si no recuerdo mal, el informe de la autopsia concluía que Antonio murió por la rotura de una úlcera de estómago que le provocó un vómito de sangre y le impidió el acceso regular al oxígeno a través del equipo de buceo. Aunque desde el agua hizo señas de que estaba mal y, como se había zambullido después de comer, Cristina y su tío estaban atentos y lo subieron pronto a la barca, los esfuerzos de reanimación, que se prolongaron un buen rato, hasta la llegada de una lancha de auxilio, fueron inútiles. Todos sabíamos que Antonio estaba mal del estómago, o que se pasaba la vida pegado al Almax, que no cuidaba su dieta y, sobre todo, que llevaba unos meses sometido a un estrés brutal. A mi juicio, eso es lo que le produjo esa úlcera sangrante o se la agravó hasta el punto de hacerla estallar. Los que le hicieron la vida imposible en esos meses tienen una cierta responsabilidad moral en su muerte, pero no responsabilidad penal.

¿Por qué he querido abordar este vidrioso asunto del que intelectualmente es imposible salir bien, pues soy consciente de que la manipulación del equipo de buceo de Antonio podría haber provocado su muerte sin dejar huellas? ¿Por qué dar más detalles sobre las hipótesis que entonces manejamos pero que el tiempo aparentemente ha archivado ya? Pues por una sola razón, pero muy importante: porque cada vez son más oyentes de la COPE los que, con la mejor intención, me plantean sus incógnitas sobre la muerte de Antonio o me sugieren que deberíamos haberla explicado más en detalle. Y aunque no sea mucho lo que puedo decir, tengo la obligación de decirlo, precisamente porque he asumido la responsabilidad de ocupar el lugar de Antonio y porque ahora comprendo más que nunca lo que entonces sólo podíamos entrever, abrumados por las prisas y las penas: la extraordinaria importancia de lo que Antonio había llegado a ser para una parte sustancial de la nación española. Para sus amigos y para sus enemigos.

No quise verlo por última vez después de la autopsia, cuando lo expusieron, para conservar su imagen vivo, la que ahora me devuelven nuestras fotos juntos e incluso los reportajes sobre su muerte en el papel irremediablemente amarillento de aquellos días. Por lo que me dijo Luis, que sí quiso afrontar ese trance y quedó anonadado por el deterioro de su aspecto, hice bien. A fuer de sincero, nunca he querido o soportado ver a los amigos muertos, pero es que en el caso de Antonio, que era la pura representación de la vida, de la fuerza y las ganas de vivir, verlo muerto me parecía aceptar lo inaceptable. Lo que, como vimos en el funeral de esa misma tarde en Marbella y, sobre todo, en el de Madrid al día siguiente, mucha, muchísima gente se negaba a aceptar.

Del funeral de Marbella recuerdo que, antes y después de entrar en la iglesia, llovió, que yo llevaba un traje ligero color pizarra, casi negro, sobre el que caían los goterones de la lluvia de mayo con ferocidad de noviembre, y que me empapé antes de que pudiera darme cuenta. Nunca pude volver a ponerme aquel traje porque, cada vez que lo intentaba, recordaba aquella tarde de lluvia, la primera sin Antonio, y lo dejaba en la percha. Un día desapareció, pero no le pregunté por él a María. Para qué.

Y el gentío. No sé los que cabían en la iglesia, pero sí sé que no cabían. En la escala del pueblo grande que es Marbella, aquello tenía un aire naturalmente familiar, de vecindario afligido, pero también de montón sobrevenido, apiñado, encimado en la tristeza de aquella tarde tormentosa. He borrado los recuerdos de aquel funeral, excepto el de la lluvia y el comentario que alguien —seguramente García o Luis— hizo a mi lado al salir de la iglesia, entre empujones y sólo gracias a la eficacísima policía municipal de Jesús Gil: «Pues si esto está así, no quiero ni pensar cómo estará mañana en Madrid».

Volvimos de Marbella en el avión privado de Juan Villalonga, por entonces presidente de Telefónica, que quiso, o García le sugirió tener el gesto, enviárnoslo para hacer más llevaderas aquellas horas insomnes y dejarnos descansar un rato antes de embarcarnos en el Lunes de Tinieblas, primer día a oscuras sin Antonio, con programa especial en La mañana y funeral por La tarde. Recuerdo como dato surrealista de aquel viaje una conversación de don Bernardo Herráez y Pedro Jota sobre teología o cosa parecida, que obviamente no suponía una ruptura en el paradigma del pensamiento occidental, sino la disposición, por parte de los allegados a Antonio, de no dilapidar su legado. Al menos, de no tirarnos los trastos a la cabeza a las pocas horas de enterrarlo.

La gente, la muchísima gente para la que Antonio era el despertador y el que les servía el desayuno, el que les contaba lo último y les recordaba lo esencial, tampoco nos lo hubiera permitido. Por La mañana, fueron incontables las llamadas a la COPE, en los términos imaginables.

Yo temía el momento de ponerme delante del micrófono en directo, pero Pilar Vicente, la subdirectora de Antonio, que asumió la conducción del programa durante esos días, Luis y Abellán supieron encontrar el tono de un homenaje de celebración de la vida viva, corta pero plena, intensa y conseguida de Antonio, no de simple plañidería anonadada. Recordaré siempre dos canciones que quisieron venir a cantar en directo a la COPE, en aquella mañana luminosa, destartalada y triste, dos de los grupos favoritos de Antonio: Ella Baila Sola (a la morena, que solía llevar trenzas y le gustaba horrores, Antonio la llamaba Pocahontas) y los sevillanos Siempre Así, que tuvieron el gesto de coger el AVE para venir en directo al programa. Casi a palo seco, acompañándose con sus guitarras, ellas dos cantaron «Despídete»:

Muchacho, vete ya
a otro lugar;
cabeza alta y lágrimas.

Los de Siempre Así hicieron —y eran las diez de La mañana— una extraordinaria versión de la canción popularizada por Frank Sinatra «A mi manera», que tanto le iba a Antonio: El fin.

ya cerca está,
lo afrontaré
a mi manera…

Fue una mañana de limón, de llanto y de consuelo, de muerte pero también de vida, algo que nos hacía mucha falta pensando en lo que nos esperaba por La tarde.

Porque el funeral que en memoria de Antonio se celebró ese lunes 4 de mayo en la iglesia de San Isidro en Madrid fue una de las manifestaciones más profundamente ciudadanas —es decir, más cargadas de sentido político y moral— en toda la historia de la Villa y Corte. Una vez más, acreditando su más profunda razón de ser, el pueblo de Madrid hacía suya la conmoción que para millones de compatriotas suponía la muerte de Antonio Herrero. Y nos recordó las honrosas pero muy gravosas obligaciones que, por haber trabajado con él durante tantos años, habíamos contraído algunos de nosotros.

«Los balcones de la acera de los pares de la calle de Toledo estaban llenos de gente como para una procesión —escribió Maribel Hernando en Época—. Las colas del pueblo soberano que había acudido a la reiterada convocatoria de la radio y algunos sueltos publicados en la prensa, a las esquelas de página entera para asistir al funeral, alcanzaban La Latina, daban la vuelta por Colegiata, llegaban hasta la Plaza Mayor».

A la llegada, el buen alcalde de Madrid y buen amigo de Antonio que era José María Álvarez del Manzano, había dispuesto un férreo cordón policial, sin el que realmente no hubiéramos podido acceder a la iglesia. No sé los miles de personas que habría dentro y fuera del templo, pero la temperatura emocional habría roto cualquier termómetro. Aquello no era una celebración del muerto, sino una interpelación a los vivos. Tampoco era, aunque lo fuera, un homenaje sentidísimo a Antonio, sino una jura de continuidad, una petición, airada de puro emocionada, de que siguiéramos el camino que él marcó, el que con él seguían dos millones de españoles cada vez que amanecía. La frase más repetida, entre aplausos y lágrimas, era «¡Tenéis que seguir!». Sin acuerdo previo, a una distancia que no les permitía verse ni oírse, grupos distintos de jóvenes y viejos, de ricos y pobres (más pobres dignos que orondos ricos) coincidían en las mismas tres palabras: «Tenéis-que-seguir, tenéis-que-seguir, tenéis-que-seguir…» Cuando Luis y yo entramos con María en la iglesia y nos pasaron a primera fila, para sentarnos junto a García, no nos hacía falta hablar: a los tres nos martilleaba en los oídos la misma cantinela: «Tenéis-que-seguir, tenéis-que-seguir».

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