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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Descansa en Paz (17 page)

BOOK: Descansa en Paz
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Miró por el patio hacia las ventanas de Anna.

«Tengo que contárselo».

Ella iría a visitar la tumba a las diez y vería lo ocurrido. Debía ahorrarle aquel sobresalto, pero estaba asustado; no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar ella. Después de la muerte de Elias sólo una película muy fina la había librado de caer en la oscuridad total. Quizá se rompiera ahora. Había un detalle que hablaba en contra de ello: Anna no quiso incinerar a Elias. Ella quería tener la piel de Elias, su cara, sus huesos para pensar en ellos, abajo en la tierra. Ella deseaba tenerlo presente. Quizá eso hiciera que ahora también pudiera superar esto. Quizá.

Gustav apagó el cigarro, respiró profundamente, tanto como se lo permitieron sus pulmones, y volvió a entrar.

Ahora, después de respirar el aire de fuera, notó lo mal que olía el cuarto. Olía a tabaco y a polvo, y además se notaba un olor fuerte, penetrante, a...

«¿Cómo se llama?».

... Havarti. Queso curado. Ese aroma que se quedaba en los dedos, en la memoria olfativa, horas después de haber abierto el plástico. El olor se volvió más intenso cuando permaneció quieto, respirando por la nariz. El abdomen del redivivo estaba hinchado como un balón, durante la noche había saltado otro de los botones del pijama, y ya sólo le quedaba el del cuello.

«Ella no puede verlo así».

* * *

Mahler llenó de agua la bañera hasta la mitad, después llevó a Elias hasta el cuarto de baño y le desvistió. Pronto se acostumbraría. Pronto desaparecería la sensación de extrañeza.

La piel del niño era de color verde oscuro, aceitunada, y parecía fina, puesto que Mahler podía ver con claridad las venas por debajo de ella. Tenía el tronco cubierto de pequeñas ampollas llenas de líquido, como si tuviera la varicela. Ojalá pudiera expulsar aquellos gases que le hinchaban tanto la tripa. Eso haría que Elias pareciera menos monstruoso, sería posible mirarlo como si... como si hubiera sufrido quemaduras o cualquier otra cosa.

La cara de Elias permaneció inmóvil mientras le quitaba la ropa. Mahler no sabía si veía algo. Sus ojos asomaban sólo como dos gotas de resina seca bajo los párpados caídos.

Mahler lo colocó con cuidado dentro de la bañera. El pequeño no protestó. Cuando el agua se cerró alrededor de su cuerpo, él expulsó un eructo de aire podrido. Llenó de agua el vaso del cepillo de dientes y se lo acercó a los labios. Como Elias no hizo ningún movimiento para beber, Mahler volcó el vaso de manera que cayera algo de agua dentro de la boca. Volvió a salir.

Entonces el periodista recordó algo. Algo que había leído sobre Haití, acerca de lo que necesitan los muertos que resucitan.

Tuvo que controlar el impulso de ir hasta la estantería y comprobarlo, no podía dejar a Elias solo en la bañera. Con una esponja le lavó minuciosamente todas las partes del cuerpo. Lo peor eran los dedos de las manos y de los pies, y el pene. Tenían el color azul oscuro de la gangrena y carecían absolutamente de vida.

Por último le lavó la cabeza. Mientras le frotaba el champú por el pelo, cerró los ojos y pudo fingir por un momento. No notaba ninguna diferencia en comparación con cuando antes le lavaba la cabeza a Elias. Pero en el momento en que abrió los ojos para aclararle, vio que se le habían quedado mechones entre los dedos.

«No, no...».

Le enjuagó el cabello con una jarra, no se atrevió a secárselo por miedo a que se le cayera más. El agua de la bañera estaba marrón y Mahler quitó el tapón, luego lo aclaró con agua templada de la ducha.

«La tripa..., esa tripa...».

Mahler le puso a Elias la mano sobre el vientre y apretó suavemente. Como no ocurrió nada, apretó un poco más fuerte. El vientre cedió y se oyó el burbujeo. Apretó aún más. El burbujeo continuó, como cuando uno saca despacio el aire de un globo; del recto le salió un líquido marrón claro, que fue buscando el desagüe de la bañera, y subió un olor que obligó a Mahler a darse media vuelta, abrir la tapa del váter y vomitar.

«Esto va bien... Esto va bien...».

Sí. Elias tenía ahora mejor aspecto, según pudo constatar cuando se volvió. Su cuerpo ya no se parecía al de las víctimas del hambre, pero la piel...

Mahler lo aclaró otra vez y lo sacó de la bañera, lo envolvió en una toalla blanca y lo llevó hasta la cama, buscó un tubo de crema hidratante y le frotó con cuidado cada centímetro de su cutis acartonado. Para su satisfacción, la piel, tras un minuto, parecía igual de seca que antes. Eso quería decir que absorbía la pomada. Le volvió a untar el cuerpo con crema una y otra vez, hasta que vació el contenido del tubo.

Cuando pellizcó un trozo de piel de Elias entre el índice y el pulgar, notó que estaba menos dura que antes. Menos como cuero, más como goma. Pero igual de reseca. Tendría que comprar más crema.

El trabajo le proporcionó un poco de alivio. Conseguir que su piel fuera más suave era lo primero que él había podido hacer por Elias, la única mejoría que había conseguido.

«Haití...».

No tuvo necesidad de leerlo; lo recordó.

Fue a la cocina y llenó un vaso con agua hasta la mitad, luego añadió una cucharadita de sal y lo removió hasta que se deshizo la sal. La probó. Saladísima. Llenó el vaso de agua, lo movió y volvió a probarlo. Tiró la mitad y volvió a echar agua. Sí. Ahora sabía más o menos como el agua del mar.

Al entrar en la habitación, le asaltó la duda. A los enfermos graves solían darles glucosa, suero glucosado. Él solo podía apoyarse en la mitología para justificar su decisión.

«De todas formas, esto no puede ser... peligroso, ¿verdad?».

La llama vital de Elias era terriblemente débil. Parecía como si no hiciera falta mucho para que se apagara totalmente. ¿Un trago de agua salada no iría a...?

Se quedó sentado en el borde de la cama con el vaso de agua en la mano.

Haití era el único lugar del mundo donde estaba extendida la creencia en los zombis. Y lo que necesitan los muertos cuando vuelven al mundo de los vivos es agua de mar. En toda mitología hay algo de verdad, si no no habría sobrevivido. Así pues...

Colocó la mano detrás de la cabeza de Elias y se le mojó con el pelo cuando lo levantó, lo sentó y le acercó el vaso a los labios, lo inclinó y dejó caer dentro un poco de agua. La garganta del pequeño se movió hacia arriba con un pequeño espasmo. Y hacia abajo. Tragó.

Mahler tuvo que dejar el vaso en la mesilla para coger a su nieto en brazos. Debió contenerse para no darle un abrazo de oso que pudiera lastimar alguna parte de su frágil cuerpo.

—Tú
puedes,
pequeño. ¡Tú
puedes
!

Elias ni se movió, su cuerpo seguía tan rígido como antes, pero había hecho
algo.
Había
bebido.

Quizá la alegría de Mahler no residía tanto en la señal de vida de su nieto como en el hecho de que él podía hacer algo por el niño. No tenía que quedarse de brazos cruzados mirándolo. Podía ponerle crema en la piel, podía darle de beber. Quizá había más cosas que él podía hacer, pero eso el tiempo lo diría. Ahora...

Animado por el éxito, volvió a coger el vaso, se lo acercó a la boca, pero lo vertió demasiado rápido, y se le escurrió. La garganta ni se movió.

—Espera... Espera...

Gustav fue corriendo a la cocina, rebuscó en el cajón de las medicinas una jeringa de plástico que le habían dado en la farmacia junto con el frasco de paracetamol líquido que compró una vez que Elias tuvo fiebre. Llenó la inyección con agua salada del vaso, e introdujo con cuidado un centilitro entre los labios de Elias. Éste bebió. Mahler continuó hasta que la inyección quedó vacía. Entonces la volvió a llenar. Diez minutos después, Elias se había bebido todo el vaso y Mahler volvió a recostar la cabeza mojada de su nieto sobre las almohadas.

No se había producido ningún cambio visible, pero sólo el hecho de que Elias, según parecía ahora, tuviera una voluntad, o al menos un impulso de asimilar algo de fuera...

Mahler le arropó en la cama, luego se tumbó a su lado.

Elias seguía oliendo mal, pero el baño se había llevado lo peor de la pestilencia. Además, el hedor se mezclaba ahora con el olor a jabón y a champú. Mahler giró la cabeza sobre la almohada y entornó los ojos, trató de ver a su nieto, pero fue imposible. Su perfil suave aparecía completamente cambiado por aquellos pómulos prominentes, la nariz hundida, los labios.

«No está muerto. Vive. Se pondrá bien...».

Mahler se quedó dormido.

* * *

En el despertador de la mesilla eran las diez y media cuando le despertó el teléfono. Lo primero que pensó fue: «¡Anna!».

No había hablado con ella; quizá había ido ya al cementerio. Echó una mirada rápida a Elias, que seguía como él lo había dejado, luego cogió el teléfono.

—Sí, soy Mahler.

—Soy yo, Anna.

Mierda. Idiota. ¿Cómo había podido quedarse dormido? La voz de su hija sonaba destrozada, temblorosa. Había estado en Råcksta. Mahler sacó las piernas de la cama, se sentó.

—Sí... Hola. ¿Cómo estás?

—Papá, Elias ha desaparecido. —Mahler tomó aire para contárselo, pero no tuvo tiempo, Anna continuó—: Acaban de estar aquí dos hombres preguntando si yo... si yo había... Papá, es que... esta noche... los muertos se han despertado por todas partes.

—¿Quiénes eran esos hombres?

—¡Papá, escucha lo que te
digo!
¡Escucha lo que te
digo!
—Parecía histérica, a punto de gritar—. Los muertos se han despertado y Elias... me dijeron que su tumba...

—Anna, Anna, tranquilízate. Está aquí. —Mahler miró a Elias, su cabeza descansaba sobre la almohada, le acarició la frente con la mano—. Está aquí. En mi casa. —Se hizo un silencio al otro lado del hilo—. ¿Anna?

—¿Está... vivo? ¿Elias? ¿Me estás diciendo que...?

—Sí. Bueno... —Se oyeron unos golpes en el teléfono—. ¿Anna? ¿Anna? —A través del auricular, a lo lejos, oyó abrirse y cerrarse una puerta.

«Joder...».

Se levantó, aún medio dormido. Anna venía hacia acá. Él debía...

¿Qué debía hacer?

«Aliviar, tranquilizar...».

Las persianas del dormitorio estaban bajadas, pero no bastaba para ocultar el aspecto de Elias. Mahler sacó rápidamente una manta del armario y la colgó encima de la barra de las cortinas. Se colaba algo de luz por las rendijas de los lados, pero la habitación estaba bastante más oscura.

«¿Debería encender una vela? No, entonces va a parecer un velatorio».

—¿Elias? ¿Elias?

No hubo respuesta. Con manos temblorosas, Mahler absorbió con la jeringuilla lo que quedaba en el vaso y se lo acercó a los labios a Elias. Quizá fuera sólo un espejismo, puesto que la habitación estaba muy oscura, pero Elias no sólo bebió, a Mahler le pareció que incluso llegó a mover un poco los labios para sujetar con ellos la jeringa.

No tuvo tiempo de pensar en ello, porque oyó cómo se abría escaleras abajo la puerta del portal y fue hacia la entrada para encontrarse con su hija. Pasaron diez segundos durante los cuales se le desbocaron las ideas; luego, sonó el timbre, respiró profundamente y abrió la puerta.

Anna vestía sólo una camiseta y las bragas. Iba descalza.

—¿Dónde está? ¿Dónde está?

Entró corriendo en el apartamento, pero Gustav la agarró y la sujetó.

—Anna... escúchame un momento... Anna...

Ella forcejeó.

—¡Elias! —gritó, e intentó soltarse.

—¡ESTÁ MUERTO, ANNA! —rugió Mahler a todo pulmón.

Ella dejó de pelear, le miró desconcertada, parpadeó y dijo con labios temblorosos:

—¿Muerto? Pero... pero... si has dicho... si has dicho...

—¿Puedes escucharme un momento?

Anna se quedó de repente sin fuerzas, se habría desplomado allí mismo si Mahler no la hubiera cogido y la hubiera sentado en una silla al lado del teléfono. Su cabeza se agitaba de un lado a otro como movida por una fuerza invisible. Mahler se puso delante de su hija, bloqueándole el camino hacia el dormitorio, se agachó y la tomó de la mano.

—Anna. Escúchame. Elias vive..., pero está muerto.

Ella sacudió la cabeza y se apretó las sienes con las manos.

—No entiendo, no entiendo qué dices, no entiendo...

Él le sujetó la cabeza entre las manos con firmeza y la obligó a mirarle a los ojos.

—Ha permanecido un mes bajo tierra. No parece el de antes. En absoluto. Tiene un aspecto... bastante desagradable.

—Pero ¿cómo puede haber...? Tiene que...

—Anna, no sé nada. Nadie lo sabe. Elias no habla ni se mueve. Es Elias y está vivo. Pero está muy cambiado. Está... como muerto. Tal vez se pueda hacer algo, pero...

—Quiero verlo.

Él asintió.

—Sí, claro que quieres, pero debes estar preparada para... Intentar estar preparada para...

«¿Para qué? ¿Cómo puede alguien estar preparado para una cosa así?».

Mahler se hizo a un lado. Anna continuó sentada en la silla.

—¿Dónde está?

—En el dormitorio.

Ella apretó los labios y se inclinó ligeramente hacia delante para poder ver la puerta del dormitorio. Se había tranquilizado. Ahora parecía más bien asustada.

—¿Está... destrozado? —inquirió, indecisa, señalando la puerta con la mano. Miró a su padre con ojos suplicantes. Él negó con la cabeza.

—No. Pero está... deshidratado. Está... negro.

Anna se cruzó con fuerza las manos sobre la rodilla.

—¿Fuiste tú quién...?

—Sí.

Ella asintió y dijo con la voz apagada:

—Me lo preguntaron.

Y, levantándose, se encaminó hacia la puerta del dormitorio. Mahler la siguió, medio paso detrás. Mentalmente iba repasando el contenido del cajón de las medicinas, a ver si tenía algún tranquilizante en caso de que Anna... No. No tenía ningún tranquilizante. Sólo sus palabras, sus manos. En la medida en que pudieran servir de algo.

* * *

Anna no se derrumbó. No gritó. Se acercó despacio al lecho y miró lo que había en él. Se sentó al borde de la cama. Después de permanecer así un minuto sin decir nada, le rogó:

—¿Puedes salir un momento, por favor?

Mahler salió y cerró. Se quedó detrás de la puerta escuchando. Al cabo de un rato oyó un sonido como de un animal herido, un gemido prolongado, monótono. Él se mordió los nudillos, pero no abrió la puerta.

Después de cinco minutos reapareció Anna. Tenía los ojos rojos, pero parecía entera. Al salir cerró la puerta con cuidado. Entonces fue Gustav quien se puso nervioso. Aquello no era lo que él había esperado. La mujer fue hasta el sofá y se sentó, Mahler la siguió, se sentó a su lado y le cogió la mano.

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