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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Descansa en Paz (16 page)

BOOK: Descansa en Paz
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—¿Te parece que está bien? —le preguntó Flora.

—Por supuesto.

—¿Por qué?

—No sé. ¿Hay más té?

—No. Se ha terminado el agua.

—Luego iremos a buscar.

Peter se levantó para hacer pis. Se le marcaban las costillas con toda claridad, como si tuviera la piel más fina que el resto de la gente. El chico quitó la bayeta húmeda del cubo de hacer pis, se puso de rodillas e inclinó el cubo para no salpicar. Un leve murmullo del chorro contra el metal. Flora era incapaz de utilizar el cubo. Cuando estaba allí, solía hacer sus necesidades en los retretes públicos que había fuera, pues el ayuntamiento, aunque no quería reconocer la existencia de Heden, había colocado allí varios aseos públicos hacía un par de años, y los vaciaba puntualmente, eso después de que las zonas de bosque de los alrededores hubieran quedado apestadas de papel higiénico, olor a mierda y plantas quemadas por la orina.

—Está bien que la policía tenga otras cosas que hacer —dijo Peter—. Y está bien que ocurra algo así. Debía pasar algo por el estilo.

—Pero es raro, ¿no? —repuso Flora.

—A mí me parece que lo raro es que no haya sucedido antes. ¿Vamos a por agua?

Se vistieron y Peter sacó el motocarro. Medio año le había llevado restaurar y reparar el montón de chatarra que se encontró abandonado y desguazado en mitad del bosque. La verdad era que sólo había podido aprovechar el chasis y las ruedas. A base de buscar y cambiar piezas de otras motos, había conseguido que el motocarro funcionara, además lo había pintado con un spray de color plata metalizado y sobre el depósito de gasolina había escrito «La flecha de plata» con letras negras. Era la única de sus pertenencias de la que realmente se preocupaba. (Si Flora se imaginaba a Peter como Snusmumriken
[6]
, la moto sería su armónica).

Ella cogió el bidón del agua, se sentó en el carro y dieron una vuelta por la zona; recogieron tres bidones que estaban colocados fuera de las puertas. Ése era todo el negocio de Peter: cuidaba las bicicletas y traía y llevaba cosas, entre ellas el agua. Con las mil coronas largas que ganaba con ello al mes, se costeaba la comida en un supermercado de Överskottsbolaget. A veces, los dueños de los puestos de fruta de la plaza de Rinkaby le daban alguna caja con las sobras a la hora de recoger el puesto.

Salieron dando tumbos por el campo, siguieron por Akallavägen y Peter llenó los bidones en la estación de servicio de Shell. Eran casi las nueve y las portadas de los periódicos ya estaban a la vista.

LOS MUERTOS DESPIERTAN

GRAN REPORTAJE GRÁFICO DE LA CONMOCIÓN DE ESTA NOCHE

LOS MUERTOS DESPIERTAN

2.000 SUECOS HAN SALIDO ESTA NOCHE DE SUS TUMBAS

El periódico que prometía un reportaje gráfico en el interior llevaba una foto en la portada de lo que parecía una pelea. Algunas personas vestidas de blanco luchaban con ancianos desnudos entre mesas de acero. La otra parecía más el típico cartel de película de terror: unos cuantos viejos con sudarios andaban entre las lápidas.

—Mira —dijo Flora.

—Sí —contestó Peter—. ¿Me ayudas con los bidones?

Entre los dos cargaron los cuatro bidones de veinte litros cada uno. Flora miró a su alrededor y no pudo evitar una punzada de decepción. Todo parecía como siempre. El sol de la mañana lucía lánguido sobre la gente que llenaba los depósitos de gasolina o caminaba por las aceras. Entró en la tienda de la gasolinera y compró los dos periódicos. La dependienta le cobró sin decir nada. Al salir vio a un viejo agachado junto a su coche poniendo aire en las ruedas.

«Como si nada...».

Peter arrancó el motor y ella se subió al carro para sujetar los bidones mientras atravesaban los campos llenos de baches. No se veía ninguna señal en ningún sitio de que el mundo se había ido a pique aquella noche.

Ella había visto la trilogía de los muertos vivientes
[7]
de George Romero, y aunque no era
eso
lo que se esperaba, pues, al menos... algo, algo más, cualquier cosa, algo más que convertirse sólo en un nuevo culebrón de los periódicos vespertinos. Peter no preguntaba nada ni se ponía nervioso. Por eso había ido a verle; para escapar, pero ahora, allí sentada, agarrando los bidones en medio del traqueteo del motocarro, casi echaba de menos la ciudad, la escuela, la histeria que suponía debía de reinar allí.

«Imagínate, ¿y si no pasa nada más? Si sólo es tema de conversación durante una semana y luego... nada».

Flora dio un puñetazo a uno de los bidones y parpadeó al sentir el escozor de las lágrimas en los ojos. Volvió a golpear el bidón. Peter no le preguntó el motivo.

Industrigatan, 07:41

—¿Qué te ocurre, corazón? ¿Estás enfermo?

—No, es sólo... que he dormido mal.

—¿Y qué tal te fue en Norra Brunn?

—No hubo espectáculo por lo de la luz. Ahora debemos irnos.

David tendió la mano a Magnus por delante de su madre. El niño esbozó una amplia sonrisa y dijo:

—¡Estuve mirando la tele hasta las diez y media! ¿A que sí, abuela?

—Sí —admitió ella con una sonrisa de mala conciencia—. Como no se podía apagar, y yo tenía un dolor de cabeza tan...

—A mí también me dolía, es verdad —le interrumpió Magnus—. Pero estuve mirando la tele igual. Pusieron
Tarzán.

Su padre asintió con un gesto mecánico. Por la cabeza, por detrás de los ojos, le corría lava granulada. Si permanecía allí un minuto más iba a darle un ataque, iba a explotar. No había pegado ojo en toda la noche. Hasta las seis no le habían comunicado que Eva había sido trasladada al Instituto Anatómico Forense. Él había intentado en vano hablar con alguien, luego se fue a casa, allí se había lavado la cara con agua fría y escuchado los mensajes del contestador.

No había ninguna llamada del hospital. Sólo periodistas y el padre de Eva preguntando dónde estaba ella. No se sentía con fuerzas para hablar con él ni con su madre. Por suerte, ella no se había enterado de nada de lo sucedido por la noche.

Cuando Magnus le dio la mano, David tiró de él con demasiada brusquedad. Su madre arrugó en entrecejo y le preguntó:

—Y con Eva, ¿va todo bien?

—Sí, claro. Ahora tenemos que irnos.

Se despidieron y David arrastró a Magnus escaleras abajo. De camino hacia la escuela, el niño le fue contando cosas del capítulo de
Tarzán
que había visto y su padre iba asintiendo, diciendo que sí sin enterarse de nada. A mitad de camino se llevó a Magnus hacia un banco de un parque.

—¿Qué pasa? —preguntó Magnus.

David se colocó las manos en las rodillas y clavó la vista en el suelo. Tratando de que se enfriara lo que le ardía dentro de la cabeza, de que se tranquilizara. Magnus jugueteaba con su mochila.

—¡Papá! ¡No llevo nada de fruta!

El niño enseñaba su mochila vacía para que lo comprobara.

—Compraremos una manzana en el quiosco —le contestó David.

Esas palabras cotidianas y un hecho normal le tranquilizaron. Se abrió una rendija de luz, y a través de ella vio a su hijo de ocho años rebuscando en el fondo de su mochila; tal vez había alguna vieja manzana olvidada allí. El sol de la mañana brillaba sobre sus finos cabellos.

«Nunca te fallaré, pequeño. Pase lo que pase».

La angustia fue sustituida por una enorme tristeza. Como si fuera tan sencillo: hacía un día precioso, lucía el sol, arrojaba sombras borrosas sobre los troncos de los árboles y sobre el hormigón. Y aquí estaba él, sentado en un banco con su hijo que iba a la escuela y necesitaba una manzana para la pausa de la fruta. Y él era un padre que podía entrar en una tienda, sacar unas coronas, comprar una manzana grande y roja y dársela a su hijo, que diría: «Qué bonita», y se la guardaría en la mochila. Si fuera así.

—Magnus... —le dijo.

—¿Sí? Yo prefiero una pera.

—Vale. Oye...

Se había pasado buena parte de la noche pensando en este momento, en cómo iba a decírselo, en cómo tenía que hacerlo. Quien tenía buena mano para estas cosas era Eva. Ella era la que hablaba con Magnus de cómo debía comportarse él si los chicos mayores se portaban mal, si tenía miedo o estaba preocupado por algo. Él podía apoyarla y seguir su línea, pero no sabía por dónde empezar, ni qué era lo correcto.

—Es que... mamá ha tenido un accidente esta noche. Y está en el hospital.

—¿Cómo un accidente?

—Chocó con el coche. Con un alce.

Los ojos de Magnus se abrieron como platos.

—¿Murió el alce?

—Sí, eso creo. Pero... mamá estará unos días en el hospital hasta que... la curen.

—¿No podré ir a verla?

A David se le formó un nudo en la garganta, pero antes de que se le deshiciera en lágrimas se levantó, agarró a Magnus de la mano y le dijo:

—Ahora no. Más adelante. Pronto. Cuando se ponga buena.

Caminaron un trecho en silencio.

—¿Y cuándo se pondrá buena? —quiso saber el niño cuando se hallaban cerca del colegio.

—Pronto. ¿Querías una pera?

—Mm.

David entró en el quiosco y compró una pera. Cuando salió, Magnus estaba mirando las portadas de los periódicos.

LOS MUERTOS DESPIERTAN

GRAN REPORTAJE GRÁFICO DE LA CONMOCIÓN DE ESTA NOCHE

LOS MUERTOS DESPIERTAN

2.000 SUECOS HAN SALIDO ESTA NOCHE DE SUS TUMBAS

El niño las señaló e inquirió:

—¿Es
verdad
eso?

El humorista lanzó una mirada a las estridentes letras negras sobre fondo amarillo.

—No lo sé —contestó, y le puso la pera dentro de la mochila. Magnus siguió preguntando durante el último trecho hasta la escuela, y David siguió mintiendo.

Se dieron un abrazo junto a la verja del colegio y David se quedó en cuclillas un rato, vio a su hijo cruzar la puerta de entrada con la mochila rebotándole en la espalda.

David captó fragmentos de una conversación de dos padres que estaban a su lado: «... como una película de terror... zombis... esperemos que consigan encerrarlos a todos... figúrate lo que los niños van...».

Él los reconoció, eran padres de compañeros de clase de Magnus. Una rabia repentina se apoderó de él. Le entraron ganas de lanzarse sobre ellos, zarandearlos y gritarles que aquello no era ninguna película, que Eva no era ningún zombi, que ella sólo había muerto y se había despertado de nuevo, y que pronto se arreglaría todo.

Como si hubiera adivinado lo que se le venía encima, la mujer se volvió y vio a David. Se llevó los dedos a los labios y una súbita compasión transformó la expresión de sus ojos. La mujer se acercó a David agitando los dedos, y dijo:

—Lo siento... he oído... qué horror.

David la miró con hostilidad.

—¿De qué está hablando?

Evidentemente, la mujer no se había esperado esa reacción, e instintivamente se puso las manos delante a modo de protección frente a la furia de David.

—Sí —repuso ella—. Lo comprendo... salió en las noticias esta mañana...

Él tardó un par de segundos en reaccionar. Había olvidado totalmente la conversación con el reportero, le pareció tan absurda que no pensó que pudiera significar nada para el mundo exterior. Entonces, se acercó también el hombre.

—¿Podemos hacer algo? —preguntó.

David negó con la cabeza y se fue de allí. Se detuvo fuera del quiosco frente a las portadas.

«Magnus...».

Si alguno de los padres que había visto la televisión por la mañana se lo había contado a sus hijos, entonces Magnus se enteraría por esa vía. ¿Estaba la gente tan mal de la cabeza? ¿Debería volver en busca de Magnus?

Era incapaz de pensar. En vez de eso, entró en el quiosco, compró los dos periódicos y se sentó en un banco a leerlos. Después tenía pensado ir al Centro de Medicina Forense del Instituto Karolinska para enterarse de qué demonios estaban haciendo con ella.

Le costaba concentrarse en la lectura. Las palabras que había captado en la conversación de los otros padres seguían dándole vueltas en la cabeza.

«Película de terror... zombis...».

Él no veía nunca películas de terror, pero hasta ahí sí llegaba; los zombis eran algo peligroso. Algo frente a lo que las personas debían protegerse. Se frotó con fuerza los ojos y concentró la vista en las imágenes, en el texto.

El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través de la ventana del ascensor.

El texto, por lo demás estrictamente informativo, terminaba con un alegato que de repente hizo reaccionar a David. Al final, el periodista —Gustav Mahler, leyó David— de pronto, y totalmente fuera de lugar, había dejado oír su propia voz.

...sin embargo, debemos preguntarnos: ¿no son los familiares los que deben decidir qué se debe hacer? ¿Pueden las autoridades tomar decisiones por su cuenta en un asunto que, en el fondo, es una cuestión de cariño? A mí no me lo parece, y creo que somos muchos.

David bajó el periódico.

«Sí», pensó, «en el fondo es una cuestión de cariño».

Se guardó la prensa en la bolsa como si fuera un apoyo silencioso y paró un taxi para ir hasta Solna, el lugar donde Eva estaba retenida.

Vällingby, 08:00

Mahler creía que sólo había dado una cabezada cuando sonó el despertador, pero había dormido tres horas sentado en el sillón. Parecía como si su cuerpo formara parte del mueble y resultara difícil separarlo de él. Elias estaba tumbado en el sofá con la cabeza a su lado. El periodista alargó el brazo y colocó un dedo en la mano de Elias, que reaccionó y se lo apretó.

Recordó vagamente haber escrito un texto para el periódico y se angustió. ¿Había escrito algo sobre su nieto? En cierto modo lo había hecho, pero no podía recordarlo con exactitud. La redacción había sido un puro arrebato de letras y cigarrillos que había durado cuarenta y cinco minutos. Después se había sentado en el sofá y se había adormecido.

Fuera, había otras muchas cosas en las que pensar. Se levantó del sillón y fue hasta el balcón, encendió un cigarrillo y se apoyó contra la barandilla. Hacía una mañana preciosa. El cielo era azul claro, y aún no hacía mucho calor. Una brisa suave animó el ascua del cigarrillo y le acarició el pecho. Tenía todo el cuerpo pegajoso de sudor reseco y la camisa tiesa, grasienta. El humo que aspiraban sus pulmones le sabía a calor pesado.

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