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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Descansa en Paz (24 page)

BOOK: Descansa en Paz
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Mahler se puso detrás de ella y dijo:

—Fantástico.

—¿El qué? ¿La cabaña?

—No. Que beba él solo.

—Sí.

Mahler respiró profundamente, soltó de nuevo el aire. Dijo luego:

—Perdón.

—¿Por qué?

—Porque... no sé. Por todo.

Anna sacudió la cabeza.

—Las cosas son como son.

—Sí. ¿Quieres un whisky?

—Sí.

Mahler echó un chorrito de whisky en dos vasos, los puso en la mesa y levantó el suyo delante de Anna.

—¿Paz? —propuso—. ¿De momento?

—Paz. De momento.

Después de beber cada uno su trago, suspiraron ambos al mismo tiempo, lo cual hizo sonreír a los dos. Anna le contó que había masajeado la mano y los dedos de Elias un buen rato hasta que se le pusieron más suaves y que después le había puesto el biberón en la mano.

Mahler le contó lo de Aronsson y comentó que debían andarse con cuidado; Anna hizo muecas grotescas imitando la cara de Aronsson, que recordaba a la de un gran inquisidor.

Mahler cogió el libro que Anna había estado leyendo, y preguntó:

—¿Qué te parece?

—Bien, pero todo este... programa de entrenamiento que describen, pues es para... —Anna se quedó sin voz—, para niños más sanos. —Se tapó la cara con las manos—. Él está tan grave... —El aire salió de sus pulmones con una respiración entrecortada.

Mahler se levantó, se puso a su lado y le apretó el hombro y la cabeza contra su estómago. Ella le dejó hacer. Él le acarició el pelo y le dijo en voz baja...

—Se va a poner bien, se va a poner bien... Sólo tienes que ver lo que ha pasado hoy. —Apretó la cabeza de su hija contra su pecho y añadió—: Debemos tener confianza.

Anna asintió.

—Eso hago. Y eso es lo que me causa tanto dolor.

De repente alzó la cabeza, se secó los ojos y se levantó.

—Ven —le pidió.

Mahler la siguió hasta el dormitorio. Se agacharon el uno junto al otro al lado de la cama de Elias.

—Hola, cariño. Ahora estamos los dos aquí —dijo, y volviéndose hacia Mahler añadió—: Papá. Mira su cara. Dime si estoy loca.

Él observó. Lo que había visto cuando Elias sujetaba el biberón había desaparecido. Tenía la cara inmóvil, sin vida. Se le cayó el alma a los pies. Anna retiró la sábana hacia atrás. Mahler vio que le había puesto a Elias uno de sus pijamas viejos que se había quedado olvidado en la casa y que le quedaba por las rodillas.

Anna colocó los dedos índice y corazón de una mano en el muslo de Elias. Y empezó a mover los dedos como si caminaran hacia su tripa mientras canturreaba:

—Aquí viene un ratón... andando a cuatro patas... —Recorrió su cadera con los dedos—. Andando a cuatro patas... y de pronto va y dice... —Anna le dio un golpecito en el ombligo—. ¡Piii!

Mahler lo vio. No fue más que un esbozo, un pequeño temblor, pero ahí estaba: Elias sonreía.

Täby Kyrkby, 18:00

Hagar se frotó la rodilla derecha.

—Creo que va a llover. Me ha dolido esta vieja rodilla toda la tarde.

Elvy se asomó a la ventana y miró hacia fuera. Pues, sí. No hacía falta una rodilla adivina para ver que se acercaba una tormenta. Las nubes estaban ya tan cerca que ocultaban el sol y parecía que iba a hacerse de noche a media tarde. El aire estaba cargado de electricidad. Elvy sólo podía interpretarlo de una manera. Aclaró las tazas del té que habían tomado y dijo en voz alta:

—Tenemos que salir esta tarde.

Hagar asintió. Estaba preparada. Elvy le había dicho por teléfono que se pusiera algo decente, por si tenían que empezar su tarea sin pérdida de tiempo.

El vestido de seda azul oscuro con estrellitas blancas que Hagar había elegido era quizá un poco llamativo a los ojos de Elvy, pero Hagar se había defendido diciendo que se trataba ciertamente de una «ocasión solemne», y eso no se podía negar.

Hagar no había dudado. Cuando Elvy le contó lo de la aparición, cloqueó encantada y la felicitó. Que María se apareciera en aquella situación tan extrema era para ella algo natural; que se le hubiera aparecido precisamente a Elvy, era una suerte increíble, pero también había gente de la que uno nunca había oído hablar que ganaba diez millones a la primitiva, así que...

A decir verdad, a Elvy no le acababa de gustar la ligereza con la que Hagar admitía todo aquello. Ponerse el vestido de fiesta y hacer esas comparaciones con la lotería.

El encuentro con María había supuesto para Elvy una conmoción profunda, probablemente era lo más grande que le había ocurrido, pero Hagar sólo le miró la herida de la frente, juntó las manos y dijo: «¡Qué estupendo! ¡Qué maravilla!». Elvy sospechaba que si le hubiera contado que la habían secuestrado unos extraterrestres, Hagar habría reaccionado de la misma manera. Era como si su amiga sólo pensara que era divertido que pasara algo, independientemente de lo que fuera.

Hagar había estado casada tres veces. Rune, su último marido, había muerto hacía diez años y desde entonces ella no había hecho otra cosa que asistir a cursos y reuniones. Había mantenido durante tres años una
relación
con un hombre de su edad, pero sin llegar a vivir juntos. Sólo habían tenido «sus pequeños
tête-à-tête»,
como los llamaba Hagar. Ella le había dejado cuando el hombre empezó a chochear.

Se trataba, por lo tanto, de una mujer frívola y completamente distinta a Elvy. Pese a todo, eran las mejores amigas. ¿Por qué? Bueno, para empezar, tenían el mismo sentido del humor. Y eso daba para mucho. Además era culta y totalmente lúcida, lo cual no podía decirse de todos los antiguos amigos de Elvy. Y aunque tenían opiniones diferentes en muchos asuntos, se entendían la una a la otra.

Sin embargo, Elvy no podía tomarse lo de la Virgen con la misma alegría que Hagar. No quería. Esto era algo serio. Era de suponer que Hagar lo comprendería.

Hagar se frotó la rodilla e hizo un gesto de dolor.

—¿Cómo vamos a empezar? Nadie es profeta en su propia tierra, ya lo sabes. A lo mejor debemos ir a otro sitio a predicar.

Elvy se sentó al otro lado de la mesa y la miró fijamente a los ojos. Hagar bajó la mirada.

—¿Qué pasa?

—Te lo voy a explicar, Hagar... —Elvy dio con los nudillos en la mesa para remarcarlo—.
No
vamos a salir a hacer el payaso. Tal vez a ti esto te parezca divertido, algo así como ganar la lotería y demás, pero si quieres colaborar en esto, entonces tienes que comprender... —Elvy se pasó la mano por el apósito de la frente. Había empezado a picarle la herida; continuó—: ... que de lo que se trata es de que María, la madre de Dios, me ha dicho a mí personalmente que debo guiar a la gente hacia ella. ¿Sabes lo que significa eso?

Hagar balbució:

—Que tienen que tener fe.

—Eso es. No vamos a hacer que se cuiden la barba ni que donen sus bienes, ni ninguna otra cosa. Vamos a hacer que crean, a través de la fuerza de nuestra propia fe. Y ahora te pregunto, Hagar... —Elvy se asustó un poco de su propio tono de voz, pero, de todas formas, siguió—: ¿Crees en Nuestro Señor Jesucristo?

Hagar se revolvió en la silla y mirando tímidamente a Elvy, como si fuera una alumna que hubiera recibido una reprimenda del profesor, dijo:

—Lo sabes muy bien.

—¡No! —dijo Elvy levantando el índice. Siempre hablaba alto cuando conversaba con Hagar, pero ahora subió aún más el tono de voz. Era como si estuviera poseída por alguien—. ¡No, Hagar! Te lo pregunto: ¿crees en Nuestro Señor Jesucristo, hijo único de Dios?

—¡Sí! —Hagar cerró los puños—. Creo en Jesucristo, hijo único de Dios, que padeció bajo Poncio Pilatos, fue crucificado, subió a los cielos y resucitó al tercer día, ¡sí! ¡Sí, creo en él!

Lo que se había apoderado de Elvy por un momento se retiró. Ella sonrió.

—Bien. Entonces, quedas aceptada.

Hagar meneó la cabeza lentamente.

—Dios mío, Elvy. ¿Qué es lo que te pasa?

Elvy no supo qué contestar a eso.

* * *

Cuando salieron, una capa de nubes había encapotado el cielo y parecía cubrir el mundo. Ambas llevaban paraguas. Hagar se quejó de que no sólo le molestaba la rodilla derecha, sino que le dolía de lo lindo. Iba a ser una tormenta de mil demonios.

Pero de momento no llovía. Los pájaros estaban callados en los árboles y las personas esperaban en sus casas. La presión del aire hacía que a uno se le subiera la sangre a la cabeza, era como una borrachera. Elvy era feliz. Posiblemente iba a suceder esa misma noche. Quizá ella sólo fuera una de los muchos creyentes que habían recibido la llamada. Ella iba a hacer su parte.

Empezaron en casa de sus vecinos, los Soderlund. Elvy sabía que él era un jefecillo en Pharmacia, la mujer era bibliotecaria y cobraba una jubilación anticipada. Llevaban mucho tiempo viviendo allí, pero Elvy no había tenido apenas contacto con ellos.

Abrió la puerta el marido. Lucía un jersey a cuadros, bigote y un poco de barriga, y era medio calvo; en otras palabras, que con su físico habría tenido una oportunidad como presentador de los concursos televisivos tan populares en los años noventa.

Elvy no se había preparado, confiaba en que llegaría la inspiración cuando fuera el momento. El hombre la reconoció y le sonrió amistosamente.

—Bueno, pero si es la señora Lundberg...

—Sí —dijo Elvy—, y ésta es Hagar.

—Ah, bien. Buenas tardes. —El hombre se quedó mirando a Elvy y a Hagar—. ¿En qué puedo ayudarles?

—¿Podemos pasar? Tenemos algo importante que contar.

El vecino alzó las cejas y echó una mirada por encima del hombro como para comprobar si realmente podía dejarlas pasar. Se volvió de nuevo hacia ellas, parecía que estaba a punto de preguntarles algo, pero sólo dijo:

—No faltaba más, adelante.

Cuando Elvy pasó a la entrada con Hagar detrás, el hombre hizo un gesto apuntando a la frente de Elvy:

—¿Ha sufrido un accidente?

Elvy negó con la cabeza.

—Al contrario.

La respuesta no satisfizo al hombre, que arrugó el ceño y dio un paso atrás para dejarlas pasar, y se quedó luego con las manos en el estómago. La entrada estaba decorada con mucho gusto, al detalle, lo que no coincidía para nada con el estilo de él y probablemente había sido obra de su mujer.

—¡Qué bonito lo tienen! —exclamó Hagar.

—Sí, bueno... —El hombre observó a su alrededor; quedó claro que él era de otra opinión—. Tiene un... cierto estilo.

—¿Perdone?

Elvy miró enojada a Hagar mientras él repetía lo que acababa de decir. Luego se quedó a la espera. Antes de que Elvy hubiera decidido lo que iba a decir, las palabras se le escaparon de la boca.

—Hemos venido para prevenirlos.

El hombre adelantó la cabeza un poco.

—¿Ah, sí? ¿Y de qué?

—Del regreso de Cristo. —El hombre abrió los ojos de par en par, pero antes de que pudiera decir algo, Elvy continuó—: Los muertos se han despertado, eso sí que lo sabrá.

—Sí, pero...

—No —le interrumpió Elvy—, nada de peros. Mi marido ha regresado esta noche, lo mismo que ha ocurrido en todas partes. Los expertos no saben cómo explicarlo, «imposible, inexplicable», dicen todos, pero está totalmente claro y siempre hemos sabido que iba a suceder. ¿Piensan ustedes quedarse aquí mano sobre mano, fingiendo que es un fenómeno cualquiera?

La señora de la casa salió de la cocina, secándose las manos con un paño. Elvy oyó a sus espaldas cómo se saludaban ella y Hagar.

—Y... ¿qué es lo que quieren? —inquirió él.

—Queremos... —Elvy levantó la mano, y sin pensarlo hizo el signo de la paz, el pulgar contra el interior del dedo anular y los otros dedos extendidos—. Queremos que crean en Cristo.

El hombre miró a su mujer ligeramente azorado. La esposa respondió a su mirada con un gesto que parecía indicar más bien que aquélla era una propuesta ante la que había que definirse. El hombre sacudió la cabeza.

—Mis creencias serán cosa mía.

Elvy asintió.

—Por supuesto, pero mirad a vuestro alrededor. ¿Podéis interpretar sensatamente todo lo que está ocurriendo de otra manera?

La esposa se aclaró la voz.

—Yo creo que uno debe...

—Espera un poco, Matilda. —El hombre hizo un gesto para acallar a su mujer y se volvió hacia Elvy—. ¿Por qué lo hacéis? ¿Qué es lo que queréis?

Antes de que Elvy pudiera contestar, dijo Hagar:

—María se le ha aparecido a Elvy y le ha pedido que lo haga. Tiene que hacerlo. Y yo también, porque yo creo en ella. Y en Jesús.

Elvy asintió. Fue entonces cuando se dio cuenta de cuál era realmente la utilidad de llevar con ella a Hagar. Como Nuestro Señor Jesús, sin ir más lejos, había tenido a Pedro, la piedra.

—No pedimos nada —dijo Elvy—. Vosotros podéis hacer lo que queráis. No obligamos a nadie, no podemos obligar a nadie. Sólo queremos avisarles de que quizá estén a punto de cometer un error terrible si se alejan de Dios ahora cuando... cuando tenemos todas las pruebas.

La mujer miró angustiada a su marido como si Elvy y Hagar estuvieran ofreciéndoles una vacuna contra una enfermedad que estaba causando estragos y supusiera que su marido iba a rechazarla.

Y así fue. El esposo meneó la cabeza, enfadado, pasó por delante de Elvy y Hagar y abrió la puerta de la calle.

—A mí me parece que suena más como una amenaza. —Hizo un gesto con la mano indicándoles que le parecía que debían irse—. Y espero que les vaya bien. Hay muchas almas confundidas.

Elvy y Hagar salieron al porche. Antes de que él tuviera tiempo de cerrar la puerta, Elvy insistió:

—Si cambian de opinión... mi casa está abierta, todo el tiempo.

El hombre cerró de un portazo.

* * *

Cuando estuvieron de nuevo en la calle, Hagar sacó la lengua en dirección a la casa que acababan de visitar.

—Pues esto no ha salido muy bien. —Miró a Elvy, que se había puesto la palma de la mano en la frente—. ¿Qué te pasa?

Elvy cerró los ojos.

—Siento algo más raro en la cabeza.

—Es la tormenta —dijo Hagar señalando al cielo con la punta del paraguas.

—No. —Elvy puso la mano en el hombro de su amiga y se apoyó en él. Ésta la cogió del brazo.

—Pero querida, ¿qué te pasa?

—No puedo... —Elvy se llevó la mano a la frente—. Es como si... como si alguien se adueñara de mí. Otra voz. Para que yo diga esas cosas... «Mi casa está abierta». No había pensado decir eso. No se me habría ocurrido. Sólo... me salió.

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