—Ni se te ocurra volver a tocar mis cosas.
—Sólo queríamos ver lo que era.
—¿Ah, sí? ¿Y era divertida?
Los chicos se miraron y menearon la cabeza.
—Aunque molaba cuando los descuartizaban —repuso Viktor.
—Sí, muy guay. Vamos a ver con qué sueñas esta noche.
Flora pensó que no volverían a coger vídeos de su estantería nunca más. Percibió la infantil desazón, el miedo que rezumaban sus cuerpos. La película les había impresionado profundamente. Seguramente a Viktor y a Martin iban a perseguirles aquellas imágenes de la misma manera que a ella la acosaron con doce años las de
Cannibal
Ferox
después de que viera el largometraje en casa de un amigo más mayor. Aquella película no la abandonó nunca.
—Flora ¿es cierto que han salido de las tumbas de verdad? —le preguntó Viktor.
—Sí.
—¿Es como con ellos? —inquirió Viktor señalando la cinta de vídeo que Flora tenía en la mano—. ¿Se comen a la gente y eso?
—No...
—¿Cómo es entonces?
Ella se encogió de hombros. Viktor había estado muy triste después de la muerte del abuelo, pero Flora sospechaba que no estaba tan afectado por su pérdida como por la muerte como tal; el hecho de que la muerte significaba en realidad la desaparición de las personas. Que todas las personas iban a desaparecer.
—¿Tenéis miedo? —les preguntó.
—Yo estaba muy asustado al salir de la escuela —confesó Martin—. Pensaba que todos eran como zombis de ésos.
—Yo, también —dijo Viktor—. Pero yo he visto uno de verdad. Tenía los ojos totalmente locos. Joder, cómo he corrido. ¿Crees que el abuelo se va a poner así?
—No sé —mintió Flora, y se fue a su habitación.
* * *
Flora saludó con la cabeza a Pinhead, que la miraba fijamente desde el póster de la pared, y colocó el vídeo en la estantería. Debería comer algo, pero no tenía ganas de ir al frigorífico y empezar a sacar todos los paquetes y cacharros habituales. Le gustaba sentir hambre, como un asceta. Se echó en la cama y su cuerpo se llenó de tranquilidad.
Después de descansar un rato, cogió la funda vacía de
Pretty Woman
y sacó la navaja de afeitar que guardaba allí. Sus padres nunca habían dado con ella durante el periodo en que la usaba.
Las marcas de los brazos eran de su época de aficionada, enseguida había pasado a cortarse debajo de los huesos de las clavículas y los omoplatos. Por fuera de la escápula tenía un par de cicatrices tan profundas y tan largas que más bien parecía que le habían cortado las alas. Qué idea más bonita, pero esa vez se asustó; parecía que aquello no quería dejar de sangrar nunca, fue entonces cuando tuvo la conversación con Elvy y la vida se volvió algo más soportable. Las cicatrices de las alas fueron las últimas.
Miró la navaja, la abrió, la giró entre los dedos y... sí. Hacía mucho tiempo que no estaba
tan lejos
de querer autolesionarse.
Recorrió la estantería con la mirada para ver si le apetecía leer algo. La mayoría eran novelas de terror. Stephen King, Clive Barker, Lovecraft. Lo había leído todo, no tenía ganas de releerlos. Entonces se fijó en un libro con ilustraciones, en el nombre de una escritora, y en algún rincón de su cerebro se le encendió una luz.
El castor Bruno encuentra su casa,
de Eva Zetterberg. Flora cogió el libro, se quedó mirando al castor dibujado delante de su casa: un montón de palos en un rápido.
«Eva Zetterberg...».
Sí, claro. Hablaban de ella en el periódico. Era la rediviva capaz de hablar, la que había permanecido menos tiempo muerta.
«Lástima» dijo Flora en su fuero interno, y abrió el libro. Tenía también el otro,
El castor Bruno se pierde,
publicado cinco años antes. Ahora estaba esperando la aparición del tercero, había leído en el periódico Dn que saldría en breve. De todas las obras que le habían regalado sus padres, los libros de
Bruno
eran los que más le habían gustado, después de
Mumin
[9]
.
Nunca había podido con Astrid Lindgren.
Lo que le había gustado, y aún le gustaba, era la relación directa con el miedo y la muerte. En los libros de Mumin se llamaba Mårran; en los de Bruno, el Señor del Agua se manifestaba como una amenaza constante abajo, en el rápido. Su presencia suponía el ahogamiento, era la fuerza que se llevaba por delante la casa de Bruno, era el destructor.
Flora rompió a llorar después de releer el libro un rato. Porque no iba a salir ningún otro del castor Bruno. Porque había muerto con su creadora. Porque el Señor del Agua finalmente le había dado caza.
Sollozaba sin poder evitarlo. Acarició el pelo blanco de Bruno en la portada y susurró:
—Pobrecito Bruno...
Koholma, 17:00
Mahler conducía a gran velocidad a través de la colonia de casas de veraneo, de vuelta a la suya. Las vacaciones de las empresas ya habían terminado y quedaba poca gente en las casas. Serían más para el fin de semana.
Aronsson, su vecino más cercano, estaba junto al camino regando su parra virgen. Hizo una mueca cuando Aronsson le vio y le hizo un gesto para que se parara. El periodista no podía ignorarle sin más, así que frenó y bajó la ventanilla. Aronsson se acercó hasta el coche. Era un hombre de unos setenta años, delgado y con paso vacilante, llevaba puesto un gorro de pescador de tela vaquera, donde ponía «Black & Decker».
—Hombre, Gustav. Así que al final has venido a dar una vuelta.
—Sí —dijo Mahler, y señalando la regadera que Aronsson llevaba en la mano—: ¿Crees que hace falta regar?
Aronsson miró al cielo donde se concentraban las nubes y se encogió de hombros.
—Es la costumbre.
Aronsson cuidaba su parra virgen con esmero. Ésta trepaba frondosa y exuberante alrededor del arco de metal que era la puerta de entrada a su terreno. En el centro del arco había un letrero de madera con las letras grabadas en el que le informaban a uno de que había llegado al jardín de la calma. Después de la jubilación, el vecino había convertido su casa de veraneo en el paraíso sueco más cuidado que pueda imaginarse. Estaba prohibido regar, pero, a juzgar por el verdor al otro lado del arco de entrada, Aronsson no había hecho mucho caso.
—Oye —le dijo Aronsson—, te cogí unas pocas fresas. Espero que no te haya molestado. Los corzos andaban tras de ellas.
—No. Me alegro de que no se hayan estropeado —respondió el periodista, aunque habría preferido que se comieran sus fresas los corzos antes que Aronsson.
—Tuviste unas fresas muy buenas —comentó el jubilado, haciendo ademán de paladear—. Eso fue antes de que empezara el tiempo seco. Por cierto, he leído tu artículo. ¿De verdad piensas eso, o es sólo por...? Bueno, ya me entiendes.
Mahler meneó la cabeza.
—No. ¿Qué quieres decir?
Aronsson dio marcha atrás inmediatamente.
—No, sólo quería decir... estaba bien escrito. Hacía mucho tiempo que no escribías nada, ¿no?
—Así es.
Mahler había dejado el coche en marcha. Ahora volvió la cara hacia el camino para indicar que debía irse, pero Aronsson no se dio por aludido.
—Bueno, y ahora has venido a pasar aquí unos días y te has traído a la chica.
Mahler asintió. Su vecino tenía una facilidad pasmosa para enterarse de todo, para acordarse de los nombres, los años, de las cosas que habían pasado y para estar al tanto de todo lo que hacía la gente de la colonia. Si se publicara alguna vez una crónica de Koholma, Aronsson tendría que ser el redactor por derecho propio.
Aronsson miró hacia la casa de Mahler, que estaba detrás de la curva, y —gracias a Dios— no se veía desde allí.
—¿Y el niño? Elias. ¿Está...?
—Está con su padre.
—Ya, ya. Por supuesto. De un lado a otro. Así que estáis sólo la chica y tú, entonces. Está bien. —Aronsson miró de reojo hacia los asientos de atrás, que estaban llenos de bolsas del supermercado Flygfyren de Norrtälje.
—¿Os vais a quedar muchos días?
—Ya veremos. Oye, tengo...
—Lo comprendo. —Aronsson sacudió la cabeza señalando hacia la parte de arriba del camino, y adoptó un tono quejumbroso—. Los Siwert tienen cáncer, ¿lo sabías? Los dos. Les dieron el diagnóstico con sólo un mes de diferencia. Es lo que puede pasar.
—Sí. Tengo... —Mahler aceleró en punto muerto y Aronsson se alejó un paso del coche.
—Claro —dijo Aronsson—, que volver con la chica. A lo mejor me paso a hacerte una visita un día de éstos.
A Mahler no se le ocurrió en ese momento ningún buen pretexto para decir que no, así que asintió y condujo hasta casa.
Aronsson. No sabía cómo, pero había conseguido olvidar que vivían otras personas en esa zona. Sólo había visto la casa, el bosque, el mar. No había reparado en las narices largas dispuestas a meterse donde nadie les llamaba.
¿Quién era el que llamaba a la policía en cuanto había un coche aparcado demasiado tiempo en la zona? Aronsson. ¿Quién llamó a la Seguridad Social diciendo que Olle Stark, que estaba de baja por enfermedad, trabajaba en el bosque? Nadie lo sabía y todos estaban al corriente. Aronsson.
¿Y qué había querido decir con ese «de verdad piensas eso»?
Ya podían tener cuidado. Qué mala pata. Aronsson era uno de los Justos y, ¿por qué no podía hacer algo alguien y quemarle la casa, preferiblemente cuando él estuviera durmiendo dentro?
Gustav apretó los dientes. Como si no tuvieran ya bastantes problemas.
Estaba cabreado cuando se bajó del coche y empezó a sacar las cosas. Y cuando se le rompió el asa de una de las bolsas de papel y se le cayeron al suelo unos cuantos kilos de fruta y verdura, le entraron ganas de dar una patada y mandarlo todo a la mierda, y de soltar más de un taco. Se contuvo, pensando en Aronsson. Sólo por una cosa así. Eso le cabreó aún más.
Caminó hacia la casa con la bolsa en brazos y, no pudo evitarlo, miró de reojo por encima del hombro, para comprobar si su vecino estaba mirando detrás del recodo. No estaba.
Mahler dejó la bolsa encima de la mesa de la cocina.
—Hola —gritó, y fue hasta el dormitorio al no obtener respuesta.
El pequeño estaba en la cama tal como le había dejado, aunque ahora tenía las manos sobre el pecho. Mahler tragó. ¿Se acostumbraría alguna vez al aspecto de Elias?
En el suelo, al lado de la cama, yacía tumbada Anna. Estaba como muerta, con los ojos abiertos de par en par mirando fijamente al techo.
—¿Anna?
—Sí —contestó ella con voz apagada, sin levantar la cabeza.
Había un biberón junto a la almohada de Elias. Se había caído un poco de líquido en la sábana. Mahler cogió el biberón y lo puso encima de la mesilla.
—¿Qué pasa?
Seguía cabreado. Había sido un suplicio andar dando vueltas con las bolsas por Norrtälje bajo aquel calor sofocante, llevar las cosas y hacer bien los encargos. Había contado con volver a casa y poder descansar un poco. Pero ahora había pasado algo más. Anna no contestaba. Tuvo ganas de darle un golpecito con el pie, pero se abstuvo.
—Oye, ¿qué pasa?
Anna tenía los ojos hinchados, rojos de llorar. Su voz, apenas un susurro a través de capas de viejas lágrimas.
—Está vivo.
—Sí. Ya lo sé. —Mahler cogió el biberón, lo agitó. Quedaban los posos del azúcar que no se había disuelto bien—. ¿Le has dado esto?
Anna asintió sin palabras.
—Ha bebido.
—¿Ah, sí? Qué bien.
—Ha chupado.
—Ya.
Mahler sabía que debería estar más entusiasmado con la noticia de lo que era capaz de mostrar; tenía la cabeza embotada por la falta de sueño, el cansancio y el calor.
—¿Puedes ayudarme a descargar el coche?
Anna levantó la cabeza y lo miró. Un buen rato. Lo observó como si él fuera un ser de otro planeta y ella estuviera tratando de entender cómo funcionaba. Él se pasó la manga de la camisa por la frente y dijo de mal humor:
—Traigo cosas congeladas que se van a deshacer si no...
—Yo lo descargaré. —Anna se levantó—. Yo descargaré las cosas congeladas.
Era necesario aclarar las cosas. Algo no iba bien. Él ya no era capaz de pensar. Cuando Anna fue al coche, él se encerró en su habitación y se tumbó en la cama. Advirtió, agotado, que la habitación había sido limpiada mientras él estaba fuera. Sólo la cantidad de telarañas que había en los ángulos entre las paredes y el techo indicaban que no había vivido nadie allí desde hacía tiempo. Medio amodorrado, oyó la entrada de Anna y el crujir de las bolsas de papel cuando sacaba las cosas en la cocina.
«La bolsa grande lo dice todo...»
[10]
.
No estaba dormido, pero su cuerpo se fue hundiendo lentamente hasta llegar a un punto en el que algo arrancó dentro de él, un clic, y entonces abrió los ojos, se sentía bastante más despierto de lo que lo había estado en todo el día. Se quedó un rato en la cama, disfrutando de que ya no sentía como si tuviera arena debajo los párpados. Luego se levantó y fue a la cocina.
* * *
Anna estaba sentada a la mesa leyendo uno de los libros que él había traído de la biblioteca.
—Hola —dijo él—. ¿Qué estás leyendo?
Anna le enseñó la cubierta,
Autismo y juego,
y retomó la lectura.
Él permaneció indeciso unos instantes, luego fue al cuarto de Elias y se llevó una sorpresa. El pequeño estaba tumbado en la cama con un biberón que él mismo sujetaba con la mano. Mahler parpadeó, se acercó.
Probablemente eran imaginaciones suyas, motivadas por el hecho de que Elias hacía algo que cualquier niño puede hacer, pero tuvo la impresión de que la cara de Elias parecía un poco más... sana. No tan absolutamente rígida y áspera, de viejo. Como si se hubiera posado un poco de luz y de alivio sobre aquella piel reseca.
Tenía aún los ojos cerrados y con el biberón en la boca parecía casi como si... disfrutara. Gustav cayó de rodillas al lado de la cama.
—¿Elias?
No hubo respuesta ni gesto que indicara que Elias oía o veía. Pero sus labios se movían, succionando poco a poco, y la garganta tragaba.
Mahler estiró la mano y le acarició con cuidado el cabello rizado. Era fino y suave bajo su mano.
Anna había dejado el libro y estaba sentada mirando por la ventana, el muro del bosque de abetos y el álamo alto y solitario en el que habían empezado a construir una cabaña; había algunas tablas de madera y contrachapados clavadas entre las ramas. Elias y ella habían empezado a construirla el verano pasado; Mahler no era hombre de andar subiendo escaleras.