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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Descansa en Paz (22 page)

BOOK: Descansa en Paz
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—Bien —contestó Anna, pasando junto a su padre en dirección a la casa. Él la siguió y le sacudió la espalda con la mano.

—Cómo te has puesto.

Ella no contestó. Sus pies avanzaban ligeros sobre las raíces. Había en ella algo delicado y valioso, algo que podía resquebrajarse si hablaba. Caminaron en silencio hacia la casa y ella le agradeció que no empezara a explicarle su comportamiento, como hacía cuando era más joven; que la dejara en paz.

* * *

En la mesilla junto a la cama de Elias había un paquete de suero glucosado, sal, dos jeringas, una jarra de agua y una medida de medio litro.

Anna no pudo apreciar ningún cambio. Mahler había cubierto a Elias con una sábana blanca limpia y sus pequeñas manos de viejo reposaban a los lados, como dos garras de ave secas. Lo que estaba contemplando era un cadáver, el de su hijo. Quizá pudiera cambiar algo, si él al menos quisiera abrir los ojos, mirarla. Pero bajo aquellos párpados medio cerrados no había más que esa película inerte que parecía plástico, como una lentilla reseca. Nada.

Tal vez hubiera un camino de regreso. Su padre parecía creerlo. Pero en ese caso sería largo, tan largo que ella no podía ni imaginarse su inicio, cuánto menos su fin. Elias había muerto. Lo que había allí eran unos restos en los que no quedaba nada que recordara al niño que ella había amado. Y al que ella quería recordar.

Mahler entró y se colocó al lado de ella.

—Le he dado azúcar con la jeringuilla. Se lo ha bebido.

Anna asintió, se agachó junto a la cama.

—¿Elias? ¿Elias? Soy mamá, estoy aquí.

El redivivo no se movió un milímetro. Nada hacía pensar que la oyera. El desánimo se apoderó de ella, sintió que su debilidad interior temblaba y una profunda pena le inundó el pecho. Se levantó apresuradamente y salió. Olía a café recién hecho en la cocina, y ella recobró las fuerzas.

Anna iba a hacerse cargo de él. Iba a hacer todo lo posible. Pero no podía pensar siquiera por un momento que podría recuperar a su hijo, no quería imaginarse que en algún sitio dentro del cuerpo de aquella pequeña momia se encontraba encerrado su hijo luchando por salir. Entonces sería ella la que acabaría destrozada de verdad. Aquello le resultaría demasiado doloroso.

* * *

Sirvió dos tazas de café y las llevó a la mesa. Ahora estaba tranquila. Podían hablar. Al otro lado de la ventana el cielo había empezado a cubrirse de gris y una suave brisa agitaba las hojas de los árboles. Anna miró a su padre.

Parecía cansado. Bajo los ojos tenía las bolsas más marcadas que de costumbre y todo su rostro parecía atormentado por la fuerza de gravitación de la tierra, succionado hacia el suelo en los pliegues y arrugas.

—Papá, ¿por qué no descansas un poco?

Mahler negó con la cabeza y le temblaron las bolsas de las mejillas.

—No tengo tiempo. He llamado a la redacción y alguien ha preguntado por mí; el marido de esa mujer que... Sí, querían que escribiera algo más, pero ya veré si... y además hemos de comprar comida y cosas...

Se encogió de hombros y suspiró. Anna tomó un par de sorbos de café; estaba demasiado fuerte para su gusto, como siempre que hacía el café su padre.


Puedes
ir. Yo me quedo aquí —dijo ella.

Mahler la miró. Tenía los ojos pequeños, inyectados en sangre, y casi desaparecían en la hinchazón circundante.

—¿Puedes quedarte sola, entonces?

—Sí. Sí que puedo.

—¿Estás segura, de ello?

Anna dejó la taza en la mesa, dando un golpe.

—No confías en mí. Lo sé. Pero yo tampoco confío en ti. Nunca me he fiado. Qué pretendes.

Se levantó y fue a la nevera a buscar leche para el café. El frigorífico estaba vacío, claro. Cuando volvió a la mesa, Gustav se había hundido aún más en su silla.

—Sólo quiero que todo salga bien.

Anna asintió.

—Sí, lo creo. Pero de la forma que

lo has pensado. Como

lo has planeado. De la manera más sensata. Vete a hacer la compra. Yo puedo apañármelas aquí.

* * *

Hicieron una lista con las cosas necesarias, planeando la compra como si se tratara de resistir un asedio.

Cuando Mahler se marchó, Anna fue a ver a Elias, luego dio una vuelta a la casa y sacudió las alfombras, barrió las moscas muertas que había en las repisas de las ventanas, y pasó la aspiradora. Cuando estaba limpiando la encimera de la cocina vio los dos biberones aún sin estrenar. Guardó el electrodoméstico y fue a la habitación de Elias. Echó un poco de suero glucosado en uno de ellos, lo llenó de agua, puso la tetina y agitó hasta que el azúcar se disolvió. Después se sentó con el biberón en la mano y miró a Elias.

La mera sensación de sostener un biberón en la mano le trajo recuerdos. Hasta los cuatro años Elias se había llevado a la cama un biberón con leche a la hora de acostarse. Nunca había usado chupete, ni se había chupado el dedo, pero necesitaba ese biberón.

Cuántas veces no había estado ella sentada como ahora al borde de la cama cuando él se iba a dormir. Lo había besado, le había dado las buenas noches y luego el biberón. Era increíble aquella sensación de satisfacción cuando él cogía el biberón con sus manitas, empezaba a chupar de la tetina y a continuación se le perdía la mirada.

—Aquí, Elias...

Anna le acercó el biberón a la boca. Mahler había dicho que tendrían que esperar un poco con eso, que Elias no podía chupar solo. Pero ella quería intentarlo. La tetina seca le rozó los labios. Él no se movió. Ella presionó con cuidado la tetina.

Entonces sucedió algo. Anna creyó al principio que era un insecto que le corría por el estómago y miró hacia abajo. Los dedos de Elias se movían un poco. Rígidos, torpes, pero se movían.

Cuando alzó la vista y le miró de nuevo a la cara, Elias había cerrado los labios alrededor de la tetina. Y chupaba. Con movimientos pequeños, muy pequeños de la piel reseca de los labios, un músculo en la garganta que trabajaba lentamente.

A ella le temblaba el biberón en la mano y se apretó la otra mano contra los labios con tanta fuerza que sintió en la lengua un sabor a metal.

Elias estaba mamando de la tetina.

Le causó tanto dolor que no podía respirar, pero cuando se calmó esa primera oleada de congoja fruto de la esperanza, le acarició la mejilla mientras él seguía succionando. Inclinó la cabeza sobre él.

—Mi niño... Qué bien lo haces, pequeño.

Kungsholmen, 13:45

«los niños, los niños, los niños...».

David Zetterberg estaba en el patio viendo salir a los niños de la escuela como un torrente. Tres, cuatro, diez, treinta pequeños seres multicolores con sus mochilas corrían escaleras abajo. Entes humanos, una turba a la que había que controlar y educar. Cuatrocientos de ellos se agolpaban en ese edificio seis horas al día, todos eran soltados de nuevo cuando acababan las seis horas.

Material.

Pero acércate a uno de esos niños y verás a un portador del mundo. Un niño con padre y madre, abuelos, parientes y amigos. Un niño cuya existencia era necesaria para que funcionaran otras muchas vidas. Frágiles son los niños, y cuántas vidas llevan sobre sus tiernos hombros. Frágil es su mundo, impuesto por los mayores. Frágil es todo.

David había pasado todo el día como en una nube. Después de la visita al Instituto de Medicina Forense había entrado en una pizzeria y se había bebido un litro de agua, después se había tumbado debajo de un árbol en un parque y había dormido casi tres horas. Cuando los ladridos de un perro lo despabilaron, despertó a un mundo que le había vuelto la espalda. La gente estaba de merienda en el parque y los niños corrían en la hierba. Él no formaba ya parte de esa vida.

Lo único que parecía que le afectaba eran las nubes negras que se iban acercando lentamente. Aún estaban lejos, pero todo apuntaba que se dirigían hacia Estocolmo. Le zumbaban los oídos y le picaba el interior de los párpados. Los rayos del sol no llegaban debajo de su árbol, así que se acurrucó contra el tronco, sacó el periódico y volvió a leer el artículo. El artículo parecía que también hablaba de él.

Sin saber lo que iba a decir, ni lo que quería realmente, sacó el móvil y marcó el número del periódico. Contó quién era, que buscaba a Gustav Mahler. Le dijeron que éste trabajaba por su cuenta y que sintiéndolo mucho no podían darle su número de teléfono, pero le harían llegar su mensaje, ¿quería algo en particular?

—No, quiero... hablar con él, sólo...

Eso sería lo que le comunicarían a él.

David cogió el metro de vuelta a Kungsholmen. Todos los viajeros que hablaban en su vagón lo hacían sobre los muertos. A todos les parecía que era horrible. Alguien se fijó en él, consiguió recordar de qué le sonaba aquella cara y se calló. Nada de condolencias en esta ocasión.

También de camino hacia la escuela comprobó hasta qué punto le habían cortado los hilos que le mantenían sujeto al mundo. Él era a lo sumo un par de ojos que flotaban alrededor, evitando los obstáculos, parándose cuando estaba en rojo el muñeco del semáforo. Al llegar a la escuela se aferró a una barra negra de metal de la verja, cerró los ojos y se quedó agarrado a ella.

Los niños salieron en tromba cuando sonó la campana. Él abrió los ojos y vio el montón de tejidos biológicos que bajaban por la escalera dando brincos, y él siguió aferrado a la barra para no salir flotando.

Cuando la riada humana se derramó sobre el patio o salió fuera por las verjas, apareció Magnus. Empujó la puerta con todas sus fuerzas y se detuvo en lo alto de la escalera mirando a su alrededor.

David fue consciente entonces de que estaba sujeto a una barra; de que una mano aferraba esa barra y que esa mano formaba parte de un cuerpo que era el suyo. Regresó a su ser y volvió a sentirse... padre. Había retornado al mundo e iba al encuentro de su hijo.

—Hola, pequeño.

Magnus le dio la mochila y miró al suelo.

—Papá...

—¿Sí?

—¿Se ha vuelto mamá como los orcos?

Así que habían hablado de ello en la escuela. David le había estado dando vueltas al asunto para decidir cómo iba a empezar, si no debería decírselo poco a poco, pero esa posibilidad ya había desaparecido. Cogió a Magnus de la mano y empezaron a caminar hacia casa.

—¿Habéis hablado de ello hoy en la escuela?

—Sí. Robin dice que era como los orcos, que comen carne humana y eso.

—¿Y qué han dicho entonces los profesores?

—Han dicho que no era verdad, que era como... ¿papá?

—Sí.

—¿Sabes quién es Lázaro?

—Sí. Ven...

Se sentaron en el bordillo de la acera. Magnus sacó sus Pokémon.

—He cambiado cinco. ¿Quieres verlas?

—Magnus, tú...

El padre cogió las cartas de la mano de Magnus y éste no protestó.

David le acarició la nuca y el frágil cráneo que había debajo del fino pelo casi blanco después del verano.

—Lo primero: mamá no se ha convertido en ningún... orco. Sólo ha sufrido un accidente.

Ahí se quedó sin palabras, no sabía cómo seguir. Miró las cartas; Grimer, Koffing, Gastly, Tentacool; todos seres más o menos terribles.

«¿Por qué tiene que ser todo terror en su mundo?».

Magnus señaló a Gastly.

—Horrible, ¿no?

—Mmm. Oye, es que... eso de lo que habéis hablado hoy. Le ha ocurrido a mamá, pero ella está... mucho mejor que todos los demás.

Magnus cogió sus cartas, las estuvo barajando un rato y después preguntó:

—¿Está muerta?

—Sí, pero... vive.

El niño asintió.

—Entonces, ¿cuándo vuelve a casa?

—Eso no lo sé, pero de un modo u otro
va a
volver.

Permanecieron en silencio el uno junto al otro. Magnus repasó todas sus cartas. Miró un par de ellas con detenimiento. Después agachó la cabeza y rompió a llorar. Su padre le rodeó con los brazos, le sentó en sus rodillas y el niño se hizo un ovillo, apretando la cara contra el pecho de David.

—Quiero que ella esté en casa
ahora.
Cuando yo vuelva a
casa.

A David también se le cubrieron los ojos de lágrimas. Meció a Magnus hacia delante y hacia atrás, acariciándole los cabellos.

—Lo sé, cariño... Lo sé.

Bondegatan, 15:00

Las escaleras de piedra en forma de caracol que subían hasta el apartamento de Flora en el segundo piso estaban desgastas por el paso de generaciones. Como la mayoría de los edificios antiguos, aquella casa de la calle Bondegatan envejecía con dignidad. La madera se arqueaba y la piedra se desgastaba en vez de abrirse o romperse como el hormigón. Era una casa con carácter y, en contra de su voluntad, Flora estaba enamorada de ella.

Sabía qué aspecto tenía cada uno de sus cuarenta y dos peldaños, conocía cada irregularidad de las paredes de la escalera. Un año y pico antes, ella había dibujado con un rotulador una A abajo, en la puerta del portal, del tamaño de un puño. Ella misma había sufrido al verlo cada vez que pasaba, y se sintió aliviada el día que pintaron la puerta.

Se le iba un poco la cabeza al subir los escalones. No había comido nada en todo el día y no había dormido más que un par de horas en toda la noche. Abrió la puerta de fuera y alcanzó a oír un par de segundos antes de que apagaran la música electrónica procedente del cuarto de estar. Después escuchó unos cuchicheos agitados y movimientos rápidos.

Cuando ella entró en la sala de estar, Viktor, su hermano pequeño de diez años, y Martin, el amigo con el que se había ido a dormir la noche anterior, estaban sentados cada uno en un sillón, completamente entregados a la lectura de los tebeos del Pato Donald.

—¿Viktor?

Él contestó con un «mm» sin levantar la vista del cómic. Martin alzó el suyo para que Flora no pudiera verle la cara. Ella no se lo quitó, sino que pulsó el botón de salida del vídeo y cogió la cinta; la puso delante de Viktor.

—¿Qué demonios andas haciendo? —Él no respondió. Flora le arrancó el tebeo de las manos—. ¡Escucha! Te he hecho una pregunta.

—¿Qué pasa? —dijo Viktor—. Sólo estábamos mirando a ver qué era.

—¿Una hora?

—Cinco minutos.

—Vete a la mierda. He escuchado la música al entrar, así que ya sé hasta dónde habéis llegado. La habéis visto casi entera.

—¿Y cuántas veces la has visto tú? ¿Eh?

Flora le dio a Viktor en la cabeza con la película
El día de los muertos.

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