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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Descansa en Paz (38 page)

BOOK: Descansa en Paz
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Elias ahora tenía miedo, pero ella no podía alegrarse de que le hablara ni consolarlo, sólo podía seguir sujetando la puerta para evitar que entrara aquel monstruo.

Los tirones constantes y la fuerza aplicada a la puerta para mantenerla cerrada le pasaron factura: empezaba a tener los brazos entumecidos.

—¿Qué quieres? ¡Lárgate de aquí! ¡Fuera de aquí!

Dejó de tirar.

La puerta se cerró de golpe y saltaron algunas astillas de la madera podrida, que planearon hasta caer sobre sus pies. Ella contuvo la respiración y escuchó. El mirlo había dejado de cantar y Anna oyó unos golpes que se alejaban hacia la roca de fuera. Hueso contra piedra. El monstruo se alejaba.

«Mamá, ¿qué pasa?».

«No tengas miedo», respondió ella. «Ya se ha ido».

Volvió a ponerse en marcha ese sonido silbante tan similar al de una flota de barcos pequeños cuando surcaba la bahía, se acercaba más y más. A Anna le habría gustado gritar: «Basta, déjanos en paz, lárgate de aquí» a todo lo que parecía que quería atraparlos, pero no se atrevió por temor a asustar a Elias. El sonido sibilante desapareció en cuanto aquél abandonó su mente.

Anna soltó la puerta, empuñó el hacha y volvió a su sitio. Escuchó los ruidos del exterior. No se oía nada. La mano humedecida por el sudor apenas era capaz de sostener el arma. Mientras sucedió todo aquello, ella no había notado ni por un momento la presencia del ahogado dentro de su cabeza, cosa que le asustó aún más. Con Elias había siempre un atisbo, una presencia. El ahogado estaba callado.

Cuando el mirlo retomó su canto fuera de la casa, Anna se atrevió a alejarse de la entrada y se dirigió a la habitación de Elias. Se detuvo en el vano de la puerta, y al fin se le cayó el hacha de las manos.

El ahogado estaba encima de la roca, mirando hacia dentro a través de la ventana. Ella se agachó con cuidado para recoger el hacha como si se encontrara frente a un animal que pudiera alborotarse con cualquier movimiento brusco, pero el intruso no se movió.

«¿Qué hace?».

No podía mirar; no tenía ojos. Anna se quedó en el borde de la cama agarrando fuertemente el hacha con la mano, se sentó en un ángulo en el que no podía ver por la ventana, y, no obstante, sí que podía oírlo si se movía. Jamás había visto algo tan repulsivo. No podía pensar en él, no debía pensar en él. Era como si algo vibrara dentro de su cabeza, esperando conectar con ella y sumirla en una siniestra locura.

Se quedó con los ojos clavados en el cuadro del trol que colgaba de la pared, en el trol bueno con las manos grandes y seguras. En la niña pequeña. Y entonces pensó: «Papá, ven a casa».

Kungsholmen, 17:00

Habían hallado un sitio en la orilla de Kungsholm, a mitad de camino entre su apartamento y el Parlamento.

David supuso que estaría prohibido enterrar animales, así sin más, en la ciudad, pero ¿qué otra cosa cabía hacer?

Antes de salir habían hecho una cruz con unos trozos de listones de madera y una cuerda. El propio Magnus había escrito «Baltasar» con un rotulador. David se quedó vigilando mientras nieto y abuelo cavaban un hoyo dentro del matorral lo bastante hondo como para que cupiera la caja de zapatos.

Desde la perspectiva limitada que le proporcionaba aquel ejemplo, David creyó comprender cuál era el sentido de los entierros. El trabajo de preparar la caja, pensar cómo había que poner las flores y hacer la cruz proporcionó a Magnus una satisfacción que las palabras y el consuelo solos no habrían podido darle. Había llorado mucho en el camino de vuelta a casa desde Heden, pero en cuanto llegaron al apartamento empezó a hablar del entierro, de cómo podían hacerlo.

Incluso David y Sture colaboraron sinceramente en el proyecto, aún no habían dicho ni una palabra sobre lo ocurrido. No podían hablar de lo que había hecho Eva ni de lo que eso significaba cuando Magnus estaba presente y precisaba toda su atención. De una cosa podían estar seguros: Eva no iba a volver a casa en mucho tiempo.

El hoyo estaba listo. El niño abrió la tapa de la caja por última vez y Sture se apresuró a colocar la cabeza del conejo en su sitio. Magnus le acarició el pelo con el dedo.

—Adiós, pequeño Baltasar. Espero que te vaya bien.

David ya no podía llorar más. Ahora únicamente sentía rabia, rabia contenida e impotencia. Si hubiera estado solo, habría agitado los puños contra el cielo antes de gritar: «¿Por qué, por qué, por qué haces esto?». En lugar de eso se derrumbó en el suelo junto a Magnus y le puso la mano en la espalda.

«¡Joder! Que es su cumpleaños. ¿No podía haber disfrutado... aunque sólo fuera por hoy?».

El propio Magnus puso la tapa y depositó la caja en el hueco. Sture le entregó una pala de jardín y él echó tierra hasta que ya no se veía el cartón. David permaneció inmóvil, con la vista fija en el montón de tierra que disminuía, en el agujero que se rellenaba.

«Y si... vuelve...».

Se tapó la boca con la mano y se esforzó por contener una carcajada que pugnaba por salir al imaginarse al conejo cavando hasta salir de la tierra, descabezado y volviendo a su apartamento saltando con andares de zombi, brincando escaleras arriba.

Sture ayudó a Magnus a colocar encima los trozos de hierba, alisarlos y, con ayuda de la pala, clavar la cruz en la tierra. Miró a David y ambos asintieron. No estaban seguros de que la tumba fuera a seguir allí, pero ya estaba hecho de todos modos.

Todos se levantaron. Magnus empezó a cantar «El mundo es un valle de lágrimas...» como había visto por la tele que hacían los niños en
Vi på Saltkråkan,
y David pensó: «Esto es el fondo. Ahora hemos tocado fondo. Ahora tenemos que haber tocado fondo».

David y Sture le pusieron al niño una mano cada uno en los hombros. Su padre no podía quitarse de encima la sensación de que en realidad lo que estaban haciendo era enterrar a Eva.

«El fondo. Esto tiene que ser...».

Magnus cruzó los brazos sobre el pecho y David sintió cómo se le hundieron los hombros.

—Ha sido culpa mía —dijo el pequeño.

—No —refutó su padre—. No, claro que no ha sido culpa tuya.

Magnus asintió.

—Fui yo el que lo hizo.

—No, cariño. Fue...

—Sí, fui yo. Fui yo quien pensé eso y mamá lo hizo.

David y Sture se miraron el uno al otro. El abuelo se agachó y le preguntó:

—¿Qué quieres decir?

Magnus se abrazó a la cintura de su padre y le dijo con la cara pegada al vientre:

—Yo pensé cosas malas de mamá y ella se enfadó por eso.

—Cariño... —David se agachó y cogió a Magnus en brazos—. Somos nosotros los que deberíamos haberlo entendido... No es culpa tuya.

El cuerpo del pequeño temblaba entre sollozos y por sus labios salió un torrente incontenible de palabras.

—Sí, porque yo pensé... Yo pensé que... que ella sólo hablaba raro y no se preocupaba de... Y yo pensé que no la quería, que era fea y la odié por mucho que no quisiera, porque yo creía que ella iba a estar como siempre, y entonces resulta que ella estaba así, y entonces pensé eso, y cuando pensé eso... cuando pensé eso, fue entonces cuando ella hizo lo que hizo.

Magnus siguió hablando mientras David le llevaba de vuelta al apartamento, y no dejó de hablar hasta que lo acostó en su cama. Tenía los ojos rojos de tanto llorar y los párpados hinchados.

«En el día de su cumpleaños...».

Al poco rato se le cerraron los ojos y se quedó dormido. Su padre lo arropó, volvió a la cocina junto a Sture y se desplomó en una silla.

—Está agotado —informó David—. Está totalmente agotado. Estos días no ha dormido mucho y hoy... Es demasiado para él. No puede... ¿Cómo va a poder superarlo?

Sture no respondió en un primer momento.

—Seguro que lo supera —aseguró tras un momento de silencio—. Si tú eres capaz de superarlo. Entonces seguro que él también lo hará.

David recorrió la cocina con la mirada y se detuvo en una botella de vino. Sture miró hacia el mismo lugar y luego observó a David. Éste meneó la cabeza.

—No —dijo David—. Pero es... duro.

—Sí —contestó Sture—. Lo sé.

Con grandes pausas entre las intervenciones, comentaron lo ocurrido en Heden sin llegar a ninguna conclusión.

El recinto estaba en pleno caos cuando ellos lo abandonaron. Parecía poco probable que permitieran más visitas de momento. David fue a vigilar a Magnus. Dormía profundamente. Cuando volvió a la cocina, Sture dijo:

—Y lo que preguntó el médico. Lo del Pescador.

—¿Sí?

—Es que es... muy raro. —Sture pasó el dedo sobre la mesa como si estuviera dibujando una línea del tiempo hacia atrás—. O absolutamente natural. No sé qué pensar.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, ya sabes, sus libros. El castor Bruno. ¿Tienes aquí alguno?

Tenían una pequeña caja con ejemplares de promoción de los dos tomos; David fue a buscar los dos libros y los puso encima de la mesa. Sture buscó una página de
El castor Bruno encuentra casa,
y señaló la escena en la que Bruno por fin encontraba un lugar donde construir su casa, pero descubría que el Señor del Agua también vivía en el lago.

—Éste —observó Sture, y señaló la figura imprecisa que se veía dentro del agua—. Ella lo ha visto. Empecé a contarlo cuando estábamos allí, pero... —El padre de Eva hizo un gesto de impotencia con los hombros—. Fue cuando estuvo a punto de ahogarse. Luego, al cabo de varios días, nos contó que había... sí, que se había encontrado a una especie de ser raro allí abajo.

David asintió.

—Me lo ha contado. Que fue como si aquel ser hubiera ido a buscarla. El Señor del Agua.

—Sí —aclaró Sture—, pero entonces... no sé si ella lo recuerda, si te lo ha contado, pero, entonces, cuando era pequeña... entonces ella llamaba a aquel ser el Pescador.

—No —dijo David—. Eso no me lo ha dicho nunca.

Sture hojeó el libro.

—Cuando hemos hablado alguna vez del tema después, cuando ya era mayor, siempre lo ha llamado Señor del Agua o Aquello, así que yo pensé que lo había... olvidado.

—Pero ahora vuelve a llamarlo el Pescador.

—Sí. Recuerdo que ella... pintaba. Nosotros le animamos a hacerlo, pensamos que podía ser bueno. Hizo después de aquello montones de dibujos de aquel Pescador. A ella le gustaba mucho dibujar. Ya entonces.

David fue al armario de la entrada y buscó la caja donde guardaban papeles, tebeos, dibujos viejos; las cosas de su infancia que Eva había decidido conservar. Era un alivio tener algo que hacer, un asunto que resolver. Colocó la caja sobre la mesa de la cocina y entre los dos sacaron libros de la escuela, fotografías, piedras bonitas, álbumes escolares de fotos y dibujos. Sture se entretuvo mirando algunas cosas, suspiró profundamente ante una fotografía de Eva, en la que ella tendría unos diez años, con un lucio enorme en los brazos.

—Lo pescó ella —explicó Sture—. Ella sola. Yo sólo la ayudé con la red —añadió secándose los ojos—. Fue un... día precioso.

Siguieron bajando los montones de material acumulado. Muchos de los dibujos estaban fechados y no era difícil advertir que Eva llegaría a ser dibujante. Con nueve años, ella ya dibujaba animales y personas mejor de lo que David podría llegar a hacerlo nunca.

Así, hasta que encontraron lo que buscaban.

Un solo dibujo, fechado el 13 de junio de 1975. Sture hojeó rápidamente los dibujos que había debajo, pero no encontró más.

—Tenía más —dijo Sture—. Habrá tirado los otros.

Apartaron el resto de los papeles a un lado y David rodeó la mesa para poder observar mejor aquel único dibujo colocado en el centro.

El estilo de Eva era aún infantil, algo bastante lógico. Los peces, dibujados con trazos sencillos, y la niña que representaba a Eva tenía una cabeza muy grande, desproporcionada en relación con el cuerpo. De las líneas onduladas que aparecían en la parte superior del papel se infería que ella era la niña que se encontraba debajo del agua.

—Sonríe —observó David.

—Sí —afirmó Sture—. Sonríe.

Sobre el dibujo de la cara de la niña aparecía pintada una boca tan alegre que no coincidía exactamente con lo que suele ser el estereotipo infantil normal. La sonrisa cubría la mitad de la cara. Era la representación de una niña feliz.

No era fácil de comprender, sobre todo teniendo en cuenta la figura pintada junto a ella: el Señor del Agua, el Pescador. Era por lo menos tres veces más grande que ella. No tenía cara alguna, sólo un óvalo en el lugar donde debería estar el rostro. El contorno de los brazos, de las piernas y del cuerpo estaban dibujados con trazos temblorosos y encrespados, como si la figura estuviera electrizada o en descomposición.

—Ella dijo que no se le veía bien —le informó Sture—. Era como si cambiara todo el tiempo.

David no dijo nada. Había un detalle en el dibujo del cual no podía apartar la vista. Si bien toda la figura estaba dibujada de forma borrosa intencionadamente, había una cosa que no lo estaba: las manos. Las manos tenían los dedos perfectamente dibujados, y en la punta de cada dedo se veía un anzuelo. Aquellos anzuelos se alargaban hacia la figura sonriente de la niña.

—Los anzuelos... ¿Qué es eso? —preguntó David.

—Nosotros salíamos muchas veces a pescar cuando ella era pequeña —dijo Sture—. Así que...

—¿Qué?

—Sí, Eva dijo entonces que él tenía esos anzuelos para cogerla a ella, pero no le dio tiempo. —Sture señaló los dedos del Pescador—. En realidad, según dijo ella, no eran tan grandes, pero los vio con toda claridad.

Contemplaron el dibujo en silencio, hasta que David dijo:

—Y, sin embargo, se ríe.

—Sí —confirmó Sture—. Se ríe.

Gräddö, 17:45

Mahler atracó en el muelle de la isla de Gräddö cuando faltaba un cuarto de hora para las seis de la tarde. Subió a la tienda todo lo deprisa que se atrevió y llegó un par de minutos antes de la hora de cierre. Compró leche, de la que se conservaba más tiempo, varios botes de conservas, sobres de sopas, salsas, macarrones y tortellinis. Una bolsa de pan de molde, Skogaholmslimpa, con fecha de caducidad ilimitada, y unos tubos de queso fresco para untar.

Llenó los bidones de agua potable en el grifo de la parte posterior de la tienda. Entonces se acordó de la carretilla que había visto abajo junto al embarcadero, en la que ponía «Supermercado Insular del Archipiélago de Gräddö». Ahora comprendía por qué estaba allí. Se preguntó qué sería mejor: bajar al puerto y coger la carretilla o intentar llevar los dos bidones, que ahora pesaban cuarenta kilos, más las bolsas de la compra.

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