Desnudando a Google (21 page)

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Authors: Alejandro Suarez Sánchez-Ocaña

BOOK: Desnudando a Google
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Corría el año… ¡1971! cuando Michael Hart impulsó el denominado Proyecto Gutenberg. Se trataba de un plan para difundir gratuitamente por medios digitales el mayor número posible de obras libres de derechos. Ésta fue la primera biblioteca digital colaborativa. Aunque el proyecto data de los años setenta, despegó significativamente con la llegada de internet en los noventa. Centenares de voluntarios procedentes de todas las partes del mundo escanean, corrigen y escriben cuando así lo requiere la antigüedad de las obras. En la actualidad, el proyecto es accesible desde la dirección web http://www.gutenberg.org, y se muestra en varios idiomas. Ofrece 20.000 libros en descarga directa y otros 100.000 desde páginas asociadas. No es el único proyecto, pero sí el más antiguo, con la intención de digitalizar el contenido bibliográfico universal.

El propio gigante del comercio electrónico Amazon.com escanea las primeras páginas de las obras que vende para ofrecer una visión inicial a los futuros compradores. En la actualidad tiene 35 millones de obras escaneadas en su web bajo el epígrafe
Search inside the book
(función que permite consultar un número limitado de páginas de un libro).

¿Por qué estando ya en marcha Google no se suma a alguno de estos proyectos? Porque el objetivo no es crear la gran biblioteca. ¡El objetivo es que sea sólo suya!

Las entidades gestoras de derechos de autor son, desde la llegada de internet, los malos de la película. En los años noventa la Business Software Alliance, impulsada entre otros por Microsoft y Adobe, era literalmente el enemigo público número uno de los internautas —bueno, tal vez el número dos, tras el propio Microsoft—. En España, la Sociedad General de Autores y Editores es la organización con peor imagen pública del país, por delante de Hacienda. Al gran público poco le importa qué pasa con estas organizaciones, e incluso resulta simpático que alguien pueda atropellar sus derechos. Así, no es raro encontrar argumentos contrarios a los derechos de autor en internet tan sólo porque perjudican a estas organizaciones. No dejan de ser el «pim pam pum» de la época de las puntocom. Nadie sufre si les sacuden, e incluso resulta socorrido y ciertamente populista hacerlo de vez en cuando. Pero al margen del daño a este tipo de organizaciones, y a miles, tal vez millones de autores, me preocupan varias cosas más de este proyecto. En primer lugar, ¿por qué Google? El hecho de escanear, archivar, conservar y difundir todo el conocimiento de la humanidad, ¿no representa algo de un valor cultural e intelectual tan serio que no debería estar en manos de una única empresa privada? ¿Tiene sentido que esta información sea tutelada por alguien que, además, es experto en la explotación publicitaria de contenidos y que goza de un monopolio en internet? Si el proyecto sigue adelante y dentro de una década Google Books es, tal vez, el mayor archivo editorial de la historia, es decir, la biblioteca de Alejandría 2.0, ¿quién nos garantiza que si Google dejara de existir —árboles más grandes han caído— este enorme legado cultural seguiría siendo accesible?

Y, finalmente, ¿en qué condiciones legales? ¿Qué ocurre si dentro de algunos años Google quiere cambiar, como dueño de la base de datos, las normas de utilización? ¿Por qué motivo nos tendríamos que plegar a las normas e imposiciones de una empresa privada para acceder a un contenido que, de facto, no es suyo, y que está formado por obras de nuestro patrimonio histórico y cultural?

Son muchos los interrogantes, pero eso no impidió que en una primera fase se suscribieran acuerdos con las universidades de Harvard, Stanford, Oxford, Michigan y la Biblioteca Pública de Nueva York. El entusiasmo de algunas de estas instituciones con el proyecto resulta curioso. Me gustaría destacar el cambio histórico que supone ver a una empresa estadounidense, que en aquel momento contaba con tan sólo seis años de vida, firmando un acuerdo que imponía sus condiciones a instituciones como la prestigiosa Universidad de Harvard, con 375 años a sus espaldas, y en posesión de una de las bibliotecas más prestigiosas del mundo que, fundada en 1638, cuenta con un catálogo de más de quince millones de ejemplares.

Todas estas bibliotecas poseen millones de ejemplares que pueden ser consultados por estudiantes e investigadores. Pero ¿eso les daba derecho a cedérselos a una empresa privada para ser copiados? Y algo más curioso todavía. Si ya resulta dudoso el derecho de copia de esos archivos, colgarlos en internet o explotarlos publicitariamente en el futuro, ¿no es ir mucho más allá de los límites razonables? El proyecto era ambicioso, aunque sobre él planeaban enormes nubarrones legales que, por increíble que parezca, habían sido subestimados por la empresa. El acuerdo con esos primeros socios establecía que Google correría con el costo de la digitalización y que cedería una copia de las obras a las instituciones, de manera que cada una de ellas tendría derecho, sin costo alguno, a una copia digital de sus propios archivos —no del total— que podría utilizar libremente, siempre y cuando fuera sin ánimo de lucro. En otras palabras, Google y las instituciones serían cotitulares de cada fichero, pero sólo desde GooglePlex podrían utilizarlos en su conjunto y lucrarse de esta inmensa fuente de conocimiento. ¡No es un trato filantrópico, precisamente!

A lo largo de los años otras instituciones fueron suscribiendo el acuerdo, como las universidades de Princeton, Texas, California, e incluso algunas instituciones europeas, como la Biblioteca Municipal de Lyon, en Francia, la Biblioteca de Babaria, en Alemania, o la Universidad Complutense de Madrid. En España siempre hemos sido fácilmente colonizados. Cuando nuevos vientos traen novedosos productos desde el otro lado del Atlántico, es habitual que nos hagamos sus principales embajadores y los asumamos como si fueran propios, enterrando con ello las alternativas patrias. Tal vez por ello no resulta extraño que la participación de la Universidad Complutense de Madrid sea entusiasta, y que presuma con orgullo de ser el primer colaborador no anglosajón del proyecto. No sé si esto debería ser motivo de especial orgullo. La Universidad Complutense de Madrid, que dispone de interesantes bibliotecas y archivos, explica en su página web cómo se realizarán dos copias. La de Google, que por el hecho de haber realizado la digitalización puede disponer de la suya como considere, y la de la propia universidad, que podrá utilizarse «siempre y cuando sea sin ánimo de lucro». Sorprende que tu propio archivo sea tutelado por un tercero y que éste, además, te otorgue una licencia que indica cómo y cuándo puedes hacer uso de él. Es evidente que lo que les interesa es que no puedas ganar dinero con ello, ya que para esa parte —pensarán Larry y Sergey— ¡ya están ellos!

En la Universidad Complutense se escanearán 110.000 libros, artículos y manuscritos con el ánimo de preservarlos para el futuro y apoyar la función docente. Según indican, lo harán con el máximo respeto a los derechos de propiedad intelectual, por lo que las obras que, según la legislación española, son dudosas de estar protegidas, no son escaneadas.

Como antes comenté, todos estos acuerdos se rodean de un curioso secretismo. Cuando uno quiere rascar un poco y pregunta, siempre se topa con una puerta infranqueable. «Hemos firmado un acuerdo de confidencialidad, por lo que no puedo oficialmente explicarte más…» Los acuerdos de confidencialidad no son precisamente un estándar en el mundo docente y entre los bibliotecarios. Es más, son insólitos, les inquietan y molestan, lo que entiendo perfectamente. Sin embargo, Google considera que se trata de compromisos comerciales. Sus equipos y tecnología son estratégicos, y no deben ser revelados en ningún caso. No sólo firman acuerdos de confidencialidad con las universidades o bibliotecas. Incluso llegan a firmarlos individualmente todas las personas con participación directa en el proyecto.

Todo eso resulta curioso. Soy de los que piensan que si no quieres que un acuerdo sea revelado no debes darle importancia. De ese modo nunca debes firmar un acuerdo de confidencialidad o, como dicen los anglosajones,
non-disclosure agreement
(NDA).

Una vez que propones la firma y la llevas a cabo, es una situación tan extraordinaria para los firmantes que ya tienen algo que comentar en
petit comité
que, a buen seguro, resultará un buen colofón a una cena de amigos. No falla. Me cuentan que la situación llegó a ser tan surrealista en el entorno de una de las universidades que la extrema interpretación de estos contratos hacía que no pudieran explicar a sus propios compañeros qué sucedía en determinadas habitaciones, que quedaron totalmente restringidas. Resulta paradójico estar obligado a guardar secreto cuando el proyecto trata de universalizar el acceso a la información. Resulta difícil de explicar cómo puedes tener acceso al mundo, pero no a la habitación contigua. Una vez más, se trata de un ejemplo de doble rasero a la hora de querer facilitar la práctica totalidad de la información —la mía, ¡no, gracias!

El dilema estaba servido. Google daba por descontado que habría polémica por sus métodos e intenciones. Suponían que podría desencadenarse una intensa batalla judicial. Tanto es así que en los acuerdos firmados con las instituciones se dejaba claro que la empresa correría con todos los costos legales de la iniciativa, en previsión de lo que podría llegar a ser una auténtica lluvia de demandas por parte no sólo de autores y editores, sino también de ilustradores y fotógrafos que podrían ver reproducidas, y accesibles desde internet, sus obras sin consentimiento alguno.

Google no suele empezar con la ardua tarea comercial de firmar acuerdos con titulares de derechos. Más bien ocurre todo lo contrario. En una curiosa interpretación de la ley, considera que puede utilizar todos los contenidos que le plazca y que, si algún tercero quiere eliminarlos, debe dirigirse a Google para solicitarlo. Si no lo hace, está autorizando su uso de facto.

Hace algunos años, junto a varios socios, cofundé Yes.fm, una empresa de internet que, a modo de radio
online
, pretendía ofrecer música a la carta bajo demanda. Recuerdo que el equipo de Yes.fm tardó más de un año de intensas gestiones, viajes y reuniones en Madrid, Londres, París o Nueva York para obtener el beneplácito de la industria y así distribuir su contenido.

En aquel entonces se contaban con los dedos de una mano las empresas que habían suscrito acuerdos con las cuatro grandes discográficas, conocidas como las
majors
,
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para ofrecer su catálogo editorial. Recuerdo esos meses como frustrantes por la lentitud de las negociaciones y por la enorme cantidad de dinero, tiempo, recursos en relaciones públicas y viajes invertidos. Finalmente lo conseguimos, y no sólo pudimos contar con el contenido de las
majors
, sino que además lanzamos el producto con acuerdos con otros sellos discográficos independientes como BOA, Blanco y Negro, The Orchard, Popstock o Subterfuge. En cierto modo, nuestro sueño era poder ofrecer nuestra propia biblioteca de Alejandría, en este caso musical, ofreciendo un acceso al mayor catálogo imaginable. Pues bien, todo ese esfuerzo económico y humano fue un absurdo innecesario, simplemente una pérdida de tiempo según
The Google Way of Life
. Si quisiéramos haber actuado como Google en los inicios de su proyecto editorial, deberíamos haber acudido a una tienda, haber llegado a un acuerdo para grabar toda su música y haberla distribuido hasta que algún editor se quejara y, en ese caso, siguiendo la lógica de Mountain View, nuestra responsabilidad se limitaría a eliminar de nuestro catálogo sus canciones o a negociar con él. La diferencia entre Google y nosotros era que si hubiéramos actuado así, hoy en día, a buen seguro, habríamos pasado por la cárcel tras multitud de demandas de la industria musical al completo. Una compañía como la suya se puede permitir interpretaciones creativas y ventajosas de la ley y pisar ciertos jardines sin que el jardinero los persiga guadaña en la mano, sino más bien interesado en llegar a un acuerdo económico para cobrar la próxima vez que pases por su jardín. Eso hace que a determinadas empresas, que se llenan la boca presumiendo de innovación, les resulte más fácil desarrollar determinados productos, ya que no a todo el mundo le cuesta lo mismo cruzar las líneas rojas trazadas por la ley, o el sentido común.

Por eso este proyecto sólo podría haber nacido desde Google. En cualquier otra multinacional tecnológica no hubiera pasado de ser una idea formulada e inmediatamente desechada por las consecuencias legales que podría acarrear. Sin embargo, en Google tienen una vasta experiencia en «tirar para adelante» e ir arreglando esos detalles a posteriori. Así lo hicieron con las patentes iniciales de Adwords, o con los problemas de propiedad intelectual de Google News, o del mismo YouTube. El mundo va rápido. Seamos los primeros, comámonos el mercado y después haremos lo que haya que hacer, llegando a acuerdos comerciales si es necesario. Y lo hacen. Pero siempre tras haber engullido el segmento y destruido cualquier atisbo de competencia. Amén.

Así fue. Como estaba previsto, o al menos se intuía, empezaron los problemas, y Google intentó llegar a acuerdos y subsanarlos, bajo amenaza de verse inmerso en batallas judiciales paralelas a una intensa labor de digitalización de millones de obras. En 2005 llegaron las primeras demandas en Estados Unidos por parte del Gremio de Autores de América, y de la Asociación de Editores de Estados Unidos. Ambas, por separado, denunciaron a Google por «infracción masiva de los derechos de autor de sus asociados». Los editores sostienen que, aunque Google no muestra más que una parte de los libros sujetos a derechos de autor —no así los libros huérfanos o de dominio público, que ofrece íntegramente—, no tiene derechos de copia y almacenaje de las obras, y mucho menos para la posterior redistribución de las mismas.

En 2008, Google cerró un acuerdo extrajudicial con la industria editorial norteamericana a través del cual se comprometía a pagar la cantidad de 125 millones de dólares por todas las obras que había ido escaneando a cambio de la retirada de las demandas y de poder seguir ofreciendo íntegramente las obras huérfanas, o sin derechos de autor. Además, se comprometía a correr con todos los costos judiciales de los demandantes, a pagarles el 63% de los ingresos del sitio —publicidad, suscripciones, ventas online—, y a crear un registro, denominado Books Right Registry, para intentar localizar a los creadores o titulares de derechos de autor de obras antiguas, dándoles de este modo la posibilidad de retirar sus obras del proyecto si así lo deseaban.

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