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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (25 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Una ráfaga de viento helado entró por la ventana acompañando las últimas palabras del párroco, que sorbió lo que quedaba de su cerveza con expresión pensativa.

—Tenemos entendido que había un asilo, ¿no es cierto, padre? —inquirió Basia.

El padre Flannery tardó un poco en contestar. Giró la cabeza y señaló hacia las dos mujeres que no habían dejado de mirar al grupo.

—Ellas vivían en Shark y saben más de allí que yo —dijo, levantándose—. Vengan, se las presentaré.

La improvisada reunión se trasladó hasta la mesa de las sorprendidas mujeres, una joven, de unos treinta y muchos, pelo pajizo y ojos claros que les fue presentada como Anne Lacey, y otra de más edad, pelo casi blanco, ojos de un verde esmeralda intenso y cara marcada por la amargura, cuyo nombre era Anne Murray. Las dos habían vivido en Inishshark y las dos habían tenido experiencias desagradables en la isla.

—No voy a llorar más por ello —dijo Anne Murray, con los ojos verdes enturbiados por una catarata incipiente—. Quise irme de allí hace muchos años. La isla había conseguido arrebatarme lo mejor de mí. Nací allí ¿saben? Mi marido y yo construimos nuestra casa con nuestras propias manos. Pero la maldita isla sólo me devolvió pobreza y me robó a mi marido y a dos de mis hijos. Desde Dún Mór se ve el lugar donde se ahogaron…

—Durante los últimos meses de noviembre y diciembre sólo hubo seis días en los que fue posible pisar Inishshark —intervino Anne Lacey, viendo que su amiga callaba y que le temblaba la barbilla—. A veces estábamos sin té, sin azúcar o sin parafina durante semanas. Y las noches son muy largas cuando sólo tienes la luz del fuego de turba para ver. La última Navidad fue así.

Se hizo el silencio en el pub. El viento gemía desgranando una melodía altisonante al pasar entre las cuerdas de las barcas amarradas. El padre Flannery se había quedado callado, bebiendo otra pinta de cerveza que le había traído el camarero.

De pronto se abrió la puerta y en el umbral apareció una figura desgarbada y enjuta que llevaba un gorro de pescador y un suéter gris raído debajo de un impermeable amarillo que había conocido tiempos mejores. La figura se encaminó hacia la barra tras hacer una leve inclinación de cabeza a las damas y el párroco.

—¿Y el asilo? —preguntó Basia de nuevo, y Julia vio cómo el recién llegado se volvía despacio y miraba al grupo con detenimiento mientras sorbía despacio una pinta de Guinness.

—Inishshark era un buen lugar para descansar —contestó Anne Murray con un ligero temblor en la voz—. Mucha gente venía temporadas enteras, artistas y celebridades. Hasta que se construyó el asilo, hacia 1930. La verdad es que no sé qué hacían allí dentro, pero todo cambió. Las enfermeras y los médicos no paraban mucho por mi casa ni por Inishbofin, así que…

—Yo sí sé algo más del asilo Webster —interrumpió Anne Lacey—. Cuando era pequeña, me iba a jugar por la isla, así que la conocía bastante bien. Veía a los residentes del asilo cuando estaban en el jardín, una gente muy extraña —se acercó al grupo y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—, las caras parecían de pez. Otras veces —continuó en un tono más normal— había visto a obreros haciendo agujeros, como pozos, y todos se movían de forma extraña… pero nunca llegué hasta la puerta… no sé por qué…

Una voz cascada les llegó desde la barra, haciendo pegar un brinco a Julia, que se había concentrado en el relato de las dos mujeres y había olvidado la presencia del hombre que había en la barra a su espalda.

—¿Hablan del asilo de Shark? Allí había maldad encerrada. No, no me mire así, padre —todos se giraron hacia el padre Flannery, que tenía cara de consternación—. Usted sabe tan bien como yo que es verdad. Ni los médicos de Londres ni toda la gente embozada que iba y venía de la isla parecían gente honrada.

El hombre se rascó los mechones ondulados de pelo rojo fuego que habían aparecido debajo del gorro.

—Yo era un chiquillo que ayudaba a mi padre a pescar y, de paso, a llevar y traer gente de Shark en la barca. Pero lo que vi esa noche todavía me produce pesadillas.

—Jeremy Cloonan, ¡por el amor de Dios! —espetó el padre Flannery, poniéndose en pie con brusquedad—. Lo que viste es una patraña que te has inventado para esconder tu afición al alcohol y a los excesos.

—Al contrario, padre. Mi afición al alcohol y a los excesos es notoria y pública —replicó el tal Jeremy.

Fabio y el camarero se rieron por lo bajo, lo que pareció enfurecer al párroco, que sin decir una palabra salió del pub dando un potente portazo. Las dos mujeres se miraron durante un instante y se marcharon sin despedirse, atándose un gran pañuelo a la cabeza para protegerse del fuerte viento.

Lanzando un suspiro, el hombre se acercó a la mesa y se sentó en el lugar que había ocupado el padre Flannery. Tenía los rasgos picados por innumerables horas de sol y de viento, orejas medio comidas por la sal del océano, la nariz gruesa y enrojecida, y dos ojillos verde mar que destellaban con un brillo alcohólico y que miraban con picardía a las dos investigadoras por debajo de las cejas hirsutas y pelirrojas.

—Una noche de invierno —comenzó con voz rasposa, y hasta Julia llegó una vaharada etílica que la obligó a fruncir la nariz—, cuando habíamos terminado de llevar unas tinajas de leche a Rose McGarry, la profesora, oímos un extraño ruido que venía del asilo. Se lo juro, parecían
cientos
de ranas croando. Lo curioso —dijo, acercándose aún más a una asqueada Julia—, es que en Inishshark no ha habido nunca charcas ni ranas, pero les juro que eso es lo que oí, ¡sí, señor!

Julia miró a sus dos compañeros, pero Jeremy Cloonan no había terminado su relato.

—Lo más extraordinario —siguió diciendo, con la voz tan baja que casi no se le entendía—, es que esa misma noche apareció corriendo el pobre Markus, un médico que tal vez fuera el único normal de entre toda esa gente, apareció, digo, subió de un salto a la barca y se acurrucó con tal cara de pavor que, todavía no sé por qué, pero hizo que mi padre y yo huyéramos de allí y remáramos tan deprisa que al día siguiente teníamos los brazos amoratados por el esfuerzo. Markus se quedó en la popa de la barca, gritando frases inconexas durante todo el trayecto y apretando contra sí una pequeña maleta. Al día siguiente había desaparecido de Inishbofin y nadie volvió a saber de él. Eso pasó en 1940. No he vuelto a poner los pies en esa condenada isla desde entonces, ¡no, señor!

El viento zarandeaba el coche aparcado frente al pub. Basia y Julia habían vuelto a entrar en él mientras Fabio intentaba convencer a un recalcitrante Jeremy para llevarles hasta la isla y de paso, tomaba unas cuantas copas más.

Los últimos datos de la gente de Inishbofin habían arrojado una luz que acababa con cualquier sombra de duda respecto a la horrenda función del asilo Webster. Era evidente que allí se había establecido una colonia de Profundos que había conseguido echar a la mayoría de los isleños provocando tormentas y cambios climáticos que impedían la vida normal. Una vez estuvo
limpia
la isla, habían establecido un laboratorio de experimentación con humanos que debían traer de otros asilos y de las calles de Londres, a los que habían mutilado y torturado para convertirlos en monstruos, híbridos de humano y ser acuático que les garantizara la supervivencia y la expansión de su estirpe.

Por alguna razón, el asilo había sido abandonado y ahora nadie habitaba la diminuta isla, cuyo perfil se podía vislumbrar en el horizonte cada vez más oscuro. La noche se estaba acercando y todavía no habían hallado el medio de llegar hasta Inishshark. Fabio volvió a entrar en el coche y negó con la cabeza.

—El muy bastardo… se niega… en redondo —afirmó, con un ligero hipo—. Dice que ni el espectro de su madre muerta le obligaría a poner de nuevo los pies en esa isla —hizo una pausa, un ruido de deglución, y salió del coche a toda prisa, alejándose en dirección al mar. Basia le siguió con la mirada y suspiró meneando la cabeza.

—El alcohol y la cocaína no son buenos amigos —le comentó a Julia en voz baja, que comprendió de repente el porqué de la extraña vitalidad y los continuos sorbetones que daba el italiano—. Fabio ha pasado por muy malos momentos, y ya no podemos hacer nada por él. Todo el mundo tiene derecho a elegir la manera de morir. Voy a ver al padre Flannery. Quédate aquí, no tardaré mucho.

La frase que iba a pronunciar Julia murió en su garganta al cerrarse la puerta del todoterreno. Observó cómo Basia se encaminaba hacia la pequeña iglesia con paso firme y entraba en ella. Después, miró al cielo, cubierto aquí y allá por espesas nubes que se desplazaban a toda velocidad. El horizonte mostraba una espectacular gama de azules, naranjas y amarillos mientras el sol se preparaba para hundirse en el océano. Bajó la ventanilla y aspiró el aire con fruición.

Siempre le había fascinado el mar y ahora sabía el motivo. Con manos un poco trémulas, buscó el talismán que se había colgado alrededor del cuello antes de salir. Esta vez no hubo dolor, sino una simple sensación de desasosiego que desapareció al cabo de un momento.

Era la estrella de los Ancianos. Estaba hecha de material extraído de un meteorito que la organización custodiaba como si fuera una reliquia divina. El talismán no la protegería de los ataques directos, le había dicho Fabio durante el viaje, pero le impediría sucumbir al terrible canto de sirena que precedía al combate.

Fabio regresó, con el semblante pálido y un sutil tufillo a vómito, y se sentó al volante sin decir nada. Al cabo de un rato, Basia salió de la iglesia y abrió la puerta del vehículo.

—Ya tenemos transporte —anunció, con expresión dura—. El padre Flannery
ha accedido
—enfatizó, haciendo una mueca cínica— a prestarnos su viejo bote y un par de latas de combustible. Es esa barca de ahí delante, la azul y blanca. Echadme una mano con el equipaje.

Entre los tres trasladaron los maletines y el resto del equipaje al bote que se mecía en el muelle de piedra. En una de las idas y venidas, Julia vio al padre Flannery, con una expresión difícil de definir, mezcla de miedo y admiración, observando el trajín desde la puerta entreabierta de la iglesia. Julia ardía de ganas de saber qué le había dicho Basia al cura para hacerle cambiar de opinión, pero, a juzgar por la expresión de ésta, no sería fácil averiguarlo.
Meilhor, no meneallo
, que decían en su tierra natal.

Quedaban quizá dos horas de luz cuando se hicieron a la mar en la pequeña barca. Julia miró hacia el pueblo y vio que el padre Flannery había salido de la iglesia y les bendecía desde la orilla. Después, se persignó y se quedó quieto, con los brazos caídos y dejando que el viento hiciera ondear la chaqueta gastada como una bandera.

Entonces Jeremy y el camarero salieron del pub, se apostaron a ambos lados del cura y se quedaron mirando también el lento alejarse del bote.

La extraña trinidad evocó en Julia imágenes borrosas de una juventud muy temprana, cuando salía a los embarcaderos del pueblo para despedir a los pescadores que iban a faenar muy de madrugada. Sólo que allí eran las mujeres las que montaban guardia en los escarpados riscos hasta que el último bote había cruzado la línea del horizonte, figuras patéticas embozadas en negro, forzando los ojos para tratar de ver, quién sabe si por última vez, a un ser amado.

La barca llegó a Inishshark, la isla del Tiburón, cuando la escasa luz del ocaso recortaba la silueta del horizonte. Sólo había siete millas de distancia entre ambas islas, pero el bote era lento y la carga pesada. Era una diminuta isla de perfil bajo, jalonada por pequeños rompientes y arrecifes que Fabio sorteó con sorprendente habilidad, evitando las afiladas agujas de piedra que acechaban a pocos centímetros de la superficie y que habrían rasgado el bote de proa a popa como navajas.

Gracias a la potente linterna que empuñaba Basia desde su puesto en la proa, localizaron una minúscula caleta de arena fina y consiguieron atracar sin dificultades. Al poner el pie en tierra, Basia se subió a una peña y bajó al cabo de un momento.

—Hay unas edificaciones en esa dirección —dijo señalando con la mano.

Julia se volvió y consiguió vislumbrar a contraluz unas formas rectilíneas que se erguían a poca distancia. El camino para llegar hasta ellas estaba cubierto de limo y algas que, recalentadas por el sol, le recordaron de nuevo las rías de su niñez. Fabio se adelantó un poco y les indicó al cabo de un momento que la edificación que habían visto eran los restos de las paredes de una casa, pero que podía servir eventualmente de cobijo contra las inclemencias de la noche.

Mientras transportaba penosamente el equipaje hasta allí, tropezando en la penumbra, Julia empezó a sentir desasosiego, un malestar que se convirtió en miedo mientras observaba subir la marea con rapidez pasmosa, llenando todos los intersticios y grietas con avidez, trepando por las rocas como un ser vivo y hambriento, cubriéndolo todo de espuma blanca que se retorcía sobre sí misma.

De pronto se dio cuenta de que podía ver con una cierta claridad y descubrió que sobre su cabeza flotaba la luna llena, cuyas enormes manchas parecían titilar y deformarse como enjambres de insectos furiosos. El avance del agua la obligó a retroceder e internarse hacia la parte más alta de la isla, huyendo del mar que le lamía los tobillos como un amante lúbrico.

Finalmente llegó a un edificio grande y que había tenido varias plantas. A la luz de la luna vio los restos de vigas carcomidas y paredes con ventanas caídas. También entró allí el agua, reclamando su territorio y obligando a Julia a trepar de forma temeraria por los restos podridos de una escalera de madera que conducían a lo que quedaba de la primera planta. Las tablas de madera crujieron de manera amenazadora cuando se desplomó en el suelo con las maletas y contempló el hervidero de espuma blanca en que se había convertido la planta baja, igual que si hubiera cientos de pirañas, enloquecidas por la sangre, ensañándose con una presa.

Sólo entonces se acordó de los otros dos y miró con pánico renovado hacia el exterior del edificio. Todavía lejos, entrevió dos siluetas que se bamboleaban bajo el peso de sendos bultos y se aproximaban con dificultad a las ruinas. Suspiró con alivio y se sintió avergonzada de inmediato, pues había huido despavorida, olvidando las reglas elementales de compañerismo y obedeciendo a un ataque de miedo injustificable.

Tratando de enmendar su comportamiento, sacó una de las potentes linternas y la encendió, dirigiéndola hacia las dos sombras que iban chapoteando hacia ella. Cuando entraron en el edificio, Julia bajó la escalera con cuidado y fue cogiendo los bultos que le pasaron sus mojados compañeros, que se desplomaron en el precario entramado de tablas cimbreantes del primer piso.

BOOK: Despertando al dios dormido
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