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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (27 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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—Bienvenida al mundo de los vivos —dijo sonriendo desde la cama contigua. Tenía unas ojeras espantosas y la cara magullada y violácea.

—¿Lo conseguimos? —preguntó Julia sintiendo la lengua de trapo.

Basia negó débilmente con la cabeza e hizo una mueca de dolor.

—No del todo. Conseguimos sellar el pozo de Inishshark, pero no ha sido suficiente. El padre Marini nos espera en Florencia. Ha dicho que los de la fundación Wilmarth no pudieron cumplir con su parte. El avión nunca llegó a despegar pero consiguieron hacer detonar el explosivo del pozo de la isla de Oak. Fabio no sobrevivió —añadió tras una pausa, con la voz rota.

Julia se recostó con sumo cuidado en la cama. De golpe, el dolor había sido transformado en una insensibilidad gélida. No podía, no, no quería imaginar lo que había supuesto la detonación del ingenio nuclear de la isla de Oak. Los ojos se le llenaron de lágrimas y de pronto, todo lo que habían conseguido le pareció minúsculo e inútil, el esfuerzo de un insecto frente al avance imparable de una apisonadora.

Habían entreabierto las puertas de un infierno más antiguo que la misma religión y ahora sólo era cuestión de tiempo que sus moradores surgieran de las oscuras profundidades. Un tiempo valioso que los humanos desperdiciaban con sus inútiles vidas y del que
ellos
disponían en abundancia, porque…

No Está Muerto Aquello Que Puede Yacer Durante Toda La Eternidad, Y Con El Paso De Los Eones,

Hasta La Misma Muerte Puede Llegar A Morir.

Florencia, esa misma noche

Un vivísimo relámpago iluminó los rasgos acerados del padre Marini. Sus pupilas dilatadas reflejaban el horror que estaban retransmitiendo todos los canales de televisión.

Las imágenes del colosal desastre causado por el fortísimo terremoto de origen desconocido que había cambiado para siempre la orografía de la costa este de los Estados Unidos llegaban con brutal claridad.

Pero en este caso, las ruinas de Nueva York, Boston o Washington, sepultadas a más de cincuenta metros de profundidad a causa del corrimiento de una parte de la placa tectónica, no eran lo más terrible. Ni las pérdidas humanas que se estimaban en cifras astronómicas y que habían ido subiendo hora a hora, día a día, hasta que alcanzaron valores tan escalofriantes que las cadenas de noticias dejaron de darlos.

Lo peor habían sido las imágenes aéreas que mostraban una extensión sin límite de cadáveres que el mar había devuelto, ahíto de muerte. Un océano cubierto hasta más allá del horizonte por una alfombra humana que flotaba grotescamente sobre las aguas aún embravecidas que los hacía agitarse como muñecos desmadejados.

En la orilla, los puntos amarillos de los equipos de rescate pululaban, desbordados, vencidos, rotos, impotentes ante una tarea imposible. La cámara se acercó hasta uno de ellos, que se había adentrado en el agua y tiraba de un cadáver, primero con fuerza, después con sacudidas desesperadas, para soltarlo finalmente y dejarse caer pesadamente sobre la arena, llevándose las manos a la cara cubierta por una máscara.

Las lágrimas brotaban de los ojos del padre Marini y se deslizaban por su rostro para caer sobre la gruesa alfombra. Los dibujos se iban tiñendo de rojo con las gotas de sangre que caían de la mano que asía con fuerza el pequeño crucifijo de plata. Las palabras de la profecía resonaban una y otra vez en su mente aturdida:

Y aparecerá la Primera Dama, la Sacerdotisa,

Terrible en su esplendor decadente.

Conocerá los Textos Prohibidos

Y quebrará el Primer Sello,

Que abrirá el Portal Primigenio

Y segará la vida de un tercio de los Hombres.

El padre Marini se santiguó, dejando un rastro sanguinolento en su rostro desencajado.

—Y así es cómo empieza… —musitó.

Segunda parte: Necrópolis Mundi
Prólogo

El Sol, a ciento cincuenta millones de kilómetros de la Tierra

Nadie estaba allí para verlo.

Ningún ser vivo vio cómo surgía de entre los remolinos caóticos de plasma ardiente, lenguas de fuego estelar gigantescas que recordaban los pálpitos irregulares y sincopados del corazón enfermo de una bestia apócrifa. Sin embargo, para un Sol indiferente, no era más que una simple esquirla de una herida diminuta que le había sido infligida por un poder más antiguo que el propio astro.

Pero en lugar de desplomarse y hundirse de nuevo en el magma incandescente o quedarse atrapado para siempre en alguna órbita lejana, quizá transformado en un fragmento más de escoria espacial, o tal vez en una de esas lunas que danzan eternamente alrededor de los cuerpos celestes, el enorme trozo de materia solar inició un movimiento de escape que cualquier centro de control de misión espacial hubiera calificado de perfecto.

Algo invisible, intangible, algo que ni tan siquiera era posible para la mente humana, lo estaba guiando y colocando en una trayectoria extremadamente precisa.

Precedido por un colosal destello que consiguió sobresalir un instante por encima de la corona, envuelto en un majestuoso manto ígneo, algo se adentró en el vacío.

En la penumbra de la inmensa caverna sepultada en las entrañas de un mundo muy lejano, unos ojos anormalmente grandes se cerraron. Había gastado hasta la última gota de su poder para realizar aquel extraordinario conjuro. Pero la magia antigua y terrible había tenido éxito y ahora, sólo había que esperar.

Capítulo I

Abadía de Montecassino, Italia, otoño de 1943

El joven monje Roberto Marini contempló el ir y venir de los soldados enfundados en uniformes negros. En las solapas blancas brillaban con malevolencia las dos siglas más temidas por toda la Europa ocupada: SS. No podía hacer nada más que mirar con impotencia cómo los cuadros, las estatuas y las reliquias sagradas que había ido atesorando la abadía durante los primeros años de la guerra iban pasando a los camiones sin insignias que esperaban en el exterior del edificio. El traslado de la irremplazable biblioteca benedictina, compuesta por más de setenta mil volúmenes de valor incalculable, estaba previsto para el final.

Un soldado le golpeó al trastabillar con un cuadro envuelto en una manta.


Scusa
, padre —dijo con un cerrado acento teutón y sin mirarle a los ojos.

El novicio se apartó y se frotó el costado entumecido mientras sentía que un dolor más profundo que el del golpe le desgarraba el interior. Los alemanes,
los nazis
, se corrigió, estaban saqueando impunemente la abadía por orden directa del
Oberbefehlshaber Süd
, Albert Kesselring. A juzgar por la rapidez y la discreción con que se estaba llevando a cabo, se trataba de una operación secreta. Los camiones llegaban de noche, traspasando con total indiferencia la línea de trescientos metros que el ejército alemán había prometido mantener entre las tropas y la abadía. Los soldados ejecutaban las órdenes de los oficiales en silencio y trataban con respeto inusitado a la aterrada comunidad benedictina que habitaba el imponente grupo de edificios que se alzaban como un faro en el valle del río Liri.

Lo poco que había podido averiguar el joven Marini hablaba de una conjura desconocida incluso para algunos altos mandos militares de Berlín. Formaba parte del siniestro complot orquestado por el propio Hitler para deshacerse de Su Santidad Pío XII, reacio a dar su beneplácito a los horrores que los nazis estaban llevando a cabo con los judíos. Su nombre clave era operación «Rabat».

Tras la reciente derrota en Stalingrado a manos de los rusos, los alemanes necesitaban desesperadamente tiempo para reorganizarse y lavar un poco la terrible imagen que el mundo tenía de ellos. Se habían recibido informes de la Abwehr, el servicio de inteligencia alemán, indicando que la zona que ocupaba el monasterio iba a ser bombardeada por el ejército Aliado. Esto era lo que Hitler esperaba, ya que pretendía que todos los tesoros que había en la abadía fueran destrozados por las bombas del ejército de liberación mientras los alemanes simulaban defenderla hasta la muerte ante los ojos escandalizados de la opinión internacional.

Sin embargo, alguien había saboteado los planes del todopoderoso canciller alemán. Unos días después de la discreta visita a la abadía del
Oberstandartenführer
Schlegel, el brazo derecho de Kesselring, había llegado un numeroso contingente de camiones de la división Hermann Göring. Al parecer, algunas almas cristianas de Berlín deseaban salvar los últimos tesoros de la Cristiandad de la destrucción. Los rumores apuntaban el nombre del almirante Wilhem Canaris, jefe de la Abwehr, como posible instigador de la operación secreta.

No obstante, el joven monje tenía otra teoría al respecto. Creía con firmeza en la hipótesis de que todo lo que estaba pasando obedecía al afán de los nazis por asegurarse la supervivencia una vez acabada la guerra. Había oído rumores de la existencia de la llamada
red del Vaticano
, una organización clandestina que ayudaba a los altos mandos del maltrecho ejército alemán a huir hacia Sudamérica, llevándose consigo auténticas fortunas en obras de arte y joyería, trofeos arrancados de los cadáveres de miles de infortunados condenados por el despiadado régimen de Hitler. Si Dios no lo remediaba, todo el arte que contenía la abadía iría a parar a algún lugar remoto del lejano continente americano, a salvo de las bombas aliadas y reconvertido en el núcleo económico necesario para la financiación de un hipotético Cuarto Reich.

El ruido de motores poniéndose en marcha le atrajo hacia el portón exterior. Uno a uno, los grandes camiones maniobraron para tomar la polvorienta carretera que les conduciría a Roma. Si todo iba bien, estarían de vuelta la noche siguiente para proseguir con el expolio. «Quizá no regresarán esta vez», pensó, sabiendo que la carretera era patrullada con frecuencia por la aviación aliada.

—¡
Fratello
Roberto!

La voz de su superior, el abad Gregorio Diamare, le hizo dar un salto. Se volvió para encarar al anciano monje, al que la guerra parecía haberle dado la estocada final. Se le veía agotado, vencido por el cansancio infinito de una vida llena de penuria y sacrificio, a las órdenes de un Dios que raramente se justificaba ante atrocidades como las que se estaban cometiendo en Europa en esos momentos.


Dom
Gregorio —respondió inclinando la cabeza en señal de respeto.

El abad agitó la mano, indicando que no se requería protocolo. Afianzándose las gafas de pasta negra sobre el puente de la nariz, miró su reloj y sacudió la cabeza con preocupación.

—Venid conmigo, hermano —le dijo, cogiéndolo del brazo—. Tenemos mucho que hacer antes de que vuelvan los soldados.

El joven Marini tuvo que apresurar el paso para seguir al viejo benedictino por el dédalo de pasillos y patios interiores de la abadía hasta llegar a la basílica. Una vez allí, ambos monjes descendieron el corto tramo de escalones que conducían a la parte más baja, la cripta, justo debajo del Altar Mayor, donde reposaba la hermosa urna de bronce que contenía las reliquias de San Benito, fundador de la Orden de los Benedictinos, a la que pertenecía la abadía.

El joven novicio se quedó atónito y en silencio mientras contemplaba los inusuales manejos a los que se entregó el abad frente a los bajorrelieves que representaban a los Santos Fundadores de la Orden. El asombro llegó a su cúspide cuando vio cómo una sección del suelo de mármol veteado de la cripta se hundía en silencio y dejaba al descubierto los primeros peldaños de una escalera de piedra que descendía hacia el corazón de la montaña.

La cara surcada de arrugas de Diamare esbozó una sonrisa triste al ver la expresión de pasmo del joven monje.

—Siento la precipitación, hermano Roberto —exclamó escondiendo las manos callosas entre los ropajes de lana gruesa que vestían todos los monjes de la abadía—. Pero no hay tiempo que perder. Traed la linterna que hay sobre el altar de San Mauro y acompañadme. He de mostraros algo.

Marini obedeció y se internó por la estrecha galería que conducía a la diminuta capilla de San Mauro. Al coger la pequeña linterna de aceite que se mantenía encendida de forma perenne frente al minúsculo altar, alzó la vista y contempló durante un instante el altorrelieve de mármol que mostraba al Santo dando la bendición.

—San Mauro, tened piedad de nosotros —musitó, haciendo una profunda genuflexión y persignándose. Pero el Santo continuó mirando al frente impertérrito, ajeno al inminente peligro y a la barbarie en que se había convertido la insensata guerra.

Marini suspiró y volvió sobre sus pasos. El abad le indicó con un gesto que le precediera en la bajada. Tras un instante de duda, de miedo atávico frente a lo desconocido, empezó a bajar lo que se convirtió en una larga espiral de piedra tallada en la roca de la montaña y que desembocó en una segunda cripta. La entrada estaba flanqueada por columnas de las que partían arcos que formaban un ábside rematado por un medallón de piedra esculpido con un emblema que no acertó a reconocer. A la luz amarillenta de la linterna le pareció vislumbrar un reflejo dorado en la penumbra de la cámara secreta, pero el sonido de los pasos del abad aproximándose le impidió seguir examinando el extraño recinto subterráneo.

El anciano benedictino accionó una palanca disimulada que había cerca de la entrada y se oyó un rechinar amortiguado procedente de lo alto de la escalera. El ruido sonó en los oídos del inquieto Marini igual que el chirrido de una losa sepulcral. La entrada secreta se había cerrado de nuevo.

El abad recogió la linterna de manos de su silencioso acompañante y avanzó por el ábside, deteniéndose para encender varias lamparillas de aceite adosadas a la pared. Como un truco de ilusionismo, la sala se fue iluminando y un espectáculo increíble se fue haciendo visible a los ojos del joven monje.

La estancia era bastante más grande de lo que había intuido en un principio. Completamente circular, sustentada por columnas y arcos ojivales de bella factura, estaba jalonada con pequeños nichos excavados en el propio muro. Sin embargo, en lugar de tumbas donde descansaran los huesos de otros ancestros benedictinos, los nichos contenían la colección de objetos más extraordinaria que jamás había visto.

Fue avanzando despacio, mirando con ojos muy abiertos los gruesos libros, cerrados mediante herrajes manchados de orín, los fajos de papiros y pergaminos atados pulcramente con cintas de terciopelo lacradas con las insignias papales, las estelas de arcilla polvorientas cubiertas con signos indescifrables, las joyas de oro y coral de extraño diseño, y se detuvo frente a una sencilla punta de lanza romana, algo que parecía fuera de lugar entre todos aquellos tesoros. Un presentimiento le atenazó la boca del estómago, y se volvió hacia el abad con una pregunta asomándole en los ojos. Éste afirmó con la cabeza mientras una expresión de solaz le rejuvenecía el ajado rostro.

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