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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (31 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Se oyeron unos pasos apresurados y un instante más tarde una puerta se cerró. Después reinó el silencio, turbado únicamente por el agudo silbido del viento al entrar a través del boquete del techo. Con precaución infinita, Isabel sacó la cabeza de debajo de la mesa y atisbó en todas direcciones: estaba sola en la enorme sala. Salió a toda prisa de su escondite y se acercó hasta la forma que ya tenía un pequeño charco de agua a su alrededor. No disponía más que de unos momentos antes de que alguien volviera a entrar y quería ver a toda costa lo que fuese que tapaba el mantel mojado. Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, asió una punta y empezó a alzar la tela. Pero justo antes de poder ver nada, un ruido a su espalda la sobresaltó. La alarma creció en su interior como espuma de mar. La puerta se estaba abriendo de nuevo.


Ma que
… —oyó que exclamaba una voz conocida.

Isabel se giró en redondo y se encaró con la expresión boquiabierta de Nico. Durante una fracción de segundo, las miradas de ambos se cruzaron y entablaron un duelo silencioso de emociones contradictorias que el italiano perdió. Con un bufido, el médico cerró la puerta tras de sí y la aseguró con el pestillo. Llevaba un maletín de piel en la mano y meneaba la cabeza con desaprobación mientras se acercaba hasta ella.

—¿Sabes que podrían despedirme por el simple hecho de dejarte estar aquí? —le espetó con cierta acritud—. ¿Cómo has conseguido…?

La mirada significativa que Isabel le devolvió por toda respuesta le hizo interrumpir la frase y arrodillarse al lado del bulto, abriendo el maletín sin dejar de menear la cabeza. «
Paparazzi»
, le oyó mascullar entre dientes.

—¿Qué ha pasado, Nico? —inquirió Isabel, sujetando aún el pico de la tela—. ¿Quién hay aquí debajo?

Nico la miró con una expresión de miedo asomándole en los bellos ojos oscuros.


Io non so
, Isabella —le respondió con voz trémula—, pero lo que más me asusta no es tanto el quién sino el cómo. No he visto nada igual en toda mi vida de médico. Juzga por ti misma, pero recuerda que has venido hasta aquí por propia iniciativa,
capici
?

Tras aguardar a que la periodista asintiera con la cabeza, levantó el mantel y lo arrojó a un lado.

Una hora más tarde, Isabel estaba tendida en su camarote de la cubierta
Lounge
, temblando como una hoja, intentando calmar los atronadores latidos de su corazón desbocado y asimilar el impacto que le había producido la horrible visión. Según los aterrorizados testimonios, se había desplomado desde el mismísimo cielo, a plena luz del día, atravesando una de las claraboyas de cristal del llamado
Magrodome
y se había estrellado sobre la pista de baile entre una lluvia de esquirlas de colores. El discurso que estaba pronunciando uno de los dirigentes había sido ahogado por los gritos de pánico que habían proferido las personas que contemplaban, aterradas, la desmadejada forma humana que se mantenía en una postura extrañamente antinatural incluso para tratarse de un cadáver completamente cubierto de hielo que había preservado a la perfección una expresión de miedo atroz que no se borraría jamás de la memoria de todos los que llegaron a verla.

Capítulo III

Hospital de la Mare de Déu del Mar, Barcelona, dos días más tarde

Tras un agotador proceso en el que tuvo que porfiar, prometer y amenazar a partes iguales, Isabel obtuvo al fin acceso al depósito de cadáveres del Hospital del Mar. El jefe de la redacción del diario le había adjudicado el caso por haber sido la persona más próxima y por el hecho de haber obtenido las primeras —y de momento, únicas— imágenes del cuerpo misterioso envuelto en su gélida mortaja.

En efecto, en un descuido del agobiado Nico, Isabel había fotografiado la forma horripilante con su diminuta pero eficaz Minox desde todos los ángulos posibles. Después había revelado las imágenes estremecedoras a la par que fascinantes en el laboratorio minúsculo pero bien equipado que tenía instalado en un armario de su apartamento. El diario había sido visitado al día siguiente del desembarco por miembros del CNI
[4]
, y sólo se les había permitido publicar una sucinta nota necrológica que no comprometía la investigación y tampoco aludía a las más que extrañas características del pavoroso asunto. «El mundo no puede lamerse tantas heridas de golpe», habían dicho los lacónicos agentes y además, todavía no se sabía quién era aquel desdichado.

Isabel se detuvo un instante antes de cruzar la puerta de acero del depósito. No era supersticiosa, pero siempre la asaltaba una sensación de miedo irracional en el momento de enfrentarse con la descarnada visión de la muerte.

Atisbó por el pequeño ventanuco y vio que el forense, ataviado con su equipo verde, estaba limpiando y guardando las herramientas de aspecto terrible que empleaba con aparente indiferencia en lo que había sido, a veces tan sólo unas cuantas horas antes, un ser humano vivo.

Isabel se estremeció, inspiró un par de veces para concentrarse y empujó la puerta con firmeza.

—Hola, Joan —saludó—. ¿Cómo va todo por aquí?

En el mismo instante en que el aludido se dio la vuelta, se arrepintió de haber pronunciado la frívola introducción. La cara demacrada y de escaso parecido con la del joven forense que esperaba encontrar le gritó con fuerza ensordecedora que las cosas no iban demasiado bien.

A pesar de todo, Joan Batiste esbozó una sonrisa que pareció transformarle, durante un momento, en alguien mucho mayor.

—Trabajo no me falta, si es a lo que te refieres —contestó con una mueca de amargura, mientras hacía un gesto que abarcó la gran sala.

Isabel miró a su alrededor. Tendidos en las mesas metálicas, en camillas e incluso apilados en varios rincones, los inconfundibles sacos negros con cremallera superaban con abrumadora mayoría al resto de enseres de la sala de autopsias. Desde la tragedia, el número de suicidios, inmolaciones y asesinatos había aumentado de manera alarmante en todo el planeta. Psicópatas, fanáticos obsesionados con el fin del mundo, adoradores de cultos extraños, incluso gente corriente a la que finalmente había vencido la desesperación de aquel futuro incierto, habían encontrado su forma particular y definitiva de resolver sus conflictos interiores.

España no era una excepción, y cada día, sobre todo en lo que quedaba de las partes bañadas por el océano Atlántico, una población diezmada iba sucumbiendo ante la terrible realidad. Los últimos seis meses habían conseguido quebrar muchas almas supervivientes de la catástrofe, las que no se sobreponían a los drásticos cambios que ya se perfilaban en el horizonte y que preferían dejar este mundo roto, algunos con la esperanza de viajar a uno mejor. Los centros hospitalarios se habían visto de pronto absolutamente colapsados y desbordados por la inacabable avalancha humana, y el Hospital del Mar no era una excepción.

Isabel notó cómo se le erizaba el vello de la nuca y volvió a estremecerse, incapaz de sobreponerse a tanto horror. El gemido metálico de una compuerta la sobresaltó. Joan estaba abriendo uno de los depósitos refrigerados y estirando la bandeja sobre la que reposaba un cuerpo desnudo.

—Aquí le tienes —dijo simplemente, haciéndose a un lado—. Supongo que vienes a verle, ¿no?

Visto al natural, el halo extraordinario que le había conferido el sudario de hielo había desaparecido y ahora, un cuerpo anodino yacía sobre la superficie metálica, con los ojos cerrados y la expresión serena que caracteriza a la mayoría de difuntos.

—Me costó casi dos días descongelarlo —le explicó Joan, masajeándose la sien izquierda con suavidad—. Nunca había visto nada parecido, ni siquiera cuando me trajeron los cadáveres que destrozó aquel psicópata del barrio del Raval. «Claro que nunca había sucedido nada como esto», añadieron sus ojos, circundados por bolsas oscuras de cansancio.

Isabel venció la persistente repugnancia que sentía a pesar del tiempo que llevaba topándose con víctimas de crímenes cruentos y se acercó un poco más al cuerpo tendido.

Se trataba de un hombre de edad avanzada, caucásico, de complexión robusta pero con claros indicios de desnutrición. Lucía una barba blanca, sucia y desgreñada que dejaba bien a las claras que su portador no le había dedicado mucho tiempo. El cuerpo presentaba numerosos rasguños y heridas, y en muchos lugares la piel estaba amoratada y llena de pústulas y costras. Los rudos costurones de la autopsia destacaban del color azul grisáceo de la piel como serpientes sanguinolentas. Isabel suprimió a duras penas una inesperada arcada.

—¿Sabes quién era? —inquirió mientras rodeaba la bandeja de acero para verlo desde el otro lado.

—No hay ningún nombre que corresponda con las huellas dactilares ni con la dentadura —respondió Joan, mirando el cuerpo maltratado con expresión pensativa—. Creo que han enviado los datos a la Interpol, a ver si sale algo. Pero tal y como van las comunicaciones, no sé si obtendremos respuestas pronto.

—¿De qué murió?

—Ésa es la pregunta de los seis mil euros —exclamó el médico con énfasis, volviendo la mirada hacia Isabel y cruzando los brazos sobre el pecho—. He llegado a la conclusión de que podría haber muerto a causa de las múltiples heridas de lo que parece ser un arma blanca, de las de la espalda o simplemente de miedo. La exposición al frío ha destruido mucha información. La verdad es que no tengo ni la menor idea.

—¿Y el hielo?

—Ése es otro de los grandes enigmas de este caso —respondió el forense frunciendo el ceño. Cerró los ojos y se frotó la frente con el dorso de la mano enguantada—. El cuerpo tendría que haber estado expuesto a una temperatura extrema, cercana al cero absoluto
[5]
, para quedar en el estado en que llegó aquí. Ni siquiera el nitrógeno líquido enfría de tal manera. Sólo sé de un lugar para que se den unas condiciones parecidas: el vacío sideral. Pero allí tampoco hay agua…

Isabel alzó la vista con sorpresa y se encaró con el forense.

—¿Quieres decir que este hombre pudo estar en el espacio, ser lanzado al vacío y haber estado flotando por ahí hasta que un día cayó a la Tierra?

—Podría haber sido así excepto por un
detalle
que invalida toda la teoría —repuso Joan haciendo otra mueca de cansancio—. La atmósfera. Todo cuerpo que entra en la atmósfera atraído por la gravedad terrestre sufre un efecto de fricción que se traduce en un calentamiento —citó de un tirón—. Por lo tanto, si hubiera sido así, este desconocido hubiera sido simplemente una estrella fugaz más antes de convertirse en carbonilla. Nunca habría llegado al mar.

Isabel se frotó una oreja con suavidad, mientras que la locomotora del tren de pensamientos que cruzaba por su cabeza marchaba a toda presión.

—¿Y un glaciar? —aventuró—. ¿Pudo haber estado atrapado en un glaciar?

Joan meneó la cabeza e inspiró profundamente antes de contestar.

—Poco probable por dos motivos. El primero, que la congelación fue inmediata o extremadamente rápida, a juzgar por el impecable estado de todos los órganos del cuerpo y la ropa. Y en segundo lugar, ¿cómo consiguió estrellarse precisamente en la cubierta de un barco en pleno mar Mediterráneo?

—Eso sin contar la expresión de pánico que tenía…

El forense levantó la cabeza con brusquedad y enarcó ambas cejas.

—¿Y tú cómo lo sabes, Isabel? —inquirió con genuina sorpresa en la voz.

Isabel se mordió los labios. «Mi-er-da —pensó, recalcando las sílabas—, eres una bo-ca-zas.» Tras un instante de vacilación, lanzó un hondo suspiro. En esas circunstancias no tenía sentido inventarse una historia, así que le contó a Joan de forma sucinta todo lo acaecido a bordo del
Sea Rhapsody
. Cuando hubo terminado, en la cara del forense se podía leer la admiración.

—Uau —dijo, soltando un silbido tenue—. No cabe duda de que tienes olfato para la noticia, aunque sea de índole tan macabra como ésta. Ahora entiendo tu insistencia en ver el cuerpo.

—Hubiera preferido otro tema, la verdad —confesó Isabel, volviendo a mirar a la figura yaciente—. ¿Hay algo más que puedas decirme al respecto, Joan?

El forense la sopesó con la mirada durante un interminable momento.

—Te advierto que lo que vas a ver es bastante más fuerte que lo que has visto hasta ahora —advirtió mientras se ajustaba un poco más los guantes de látex. Y con la habilidad de un carnicero árabe, volteó el cuerpo hasta dejarlo de costado.

«Bastante más fuerte se queda corto», pensó Isabel al cabo de un par de minutos mientras jadeaba para recuperar el aliento perdido tras las violentas arcadas que la obligaron a buscar con desespero una bolsa o un contenedor donde vomitar. Joan le daba palmaditas en la espalda con una expresión en el rostro que decía: «Ya te lo avisé, pero…»

Los flancos y la espalda del cadáver sin nombre estaban desgarrados por ocho enormes heridas de varios centímetros de anchura y cuya profundidad dejaba ver las vértebras, los huesos y los restos de los pulmones destrozados con terrible claridad. Las espantosas laceraciones abarcaban desde el cóccix hasta los omóplatos, una carnicería que ni siquiera el experto forense había podido disimular.

—¿Qué ha podido hacer esas marcas? —preguntó Isabel notando en la boca el amargo regusto a bilis.

Joan volvió a colocar el cuerpo en posición supina, metió de nuevo la bandeja en el nicho de acero y cerró la portezuela antes de contestar.

—En el informe he puesto que podría haber sido algún tipo de objeto en forma de gancho —respondió mientras se quitaba los guantes y los arrojaba a un cubo cercano. Pero algo en el tono de su voz alertó a Isabel.

—¿Y qué es lo que
no
has puesto en el informe, Joan?

Los ojos del forense miraron con expresión perdida más allá de las cámaras refrigeradas que albergaban los cuerpos sin vida, como si fuera la antesala del purgatorio, listos para su viaje final en la barca de Caronte. Un extraño destello fulguró de manera fugaz en sus pupilas, y por un instante, su rostro reflejó algo inhumano y salvaje.

—Qué podrían haber sido garras —contestó al fin con voz extrañamente queda—. Garras monstruosas de algo abominable que no debería existir.

Capítulo IV

En la oscuridad húmeda y aterciopelada de la inmensa caverna, los grandes ojos se abrieron de golpe. Por fin había llegado la señal que había estado esperando durante tanto tiempo. Lo que una vez había sido una mente humana descubrió que la presencia de la Otra, la que había estado cuidadosamente oculta desde la última vez que ella había ascendido a la superficie del mundo, volvía a estar al descubierto.

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