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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (35 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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»Puedo llevarte a lugares y enseñarte cosas que pondrán a prueba tu cordura, y si sigues adelante con esto vas a conocer a personas como tú y yo, gente corriente, no una oscura secta ataviada con túnicas bordadas y musitando oraciones sin sentido, sino algo mucho más tangible y cercano que puede respaldar todo cuanto voy a decir. Sólo hay una condición sine qua non: jamás podrás revelar nada de esto sin autorización expresa. A nadie. Sin excepción.

Isabel se había quedado con el botellín a medio camino de la boca al oír las insólitas frases pronunciadas en un tono que no admitía réplica. Fuera quién fuera la mujer, lo que estaba claro es que creía a pies juntillas en la inquietante premisa. Un nuevo estremecimiento le recorrió la espalda. ¿Qué podía hacer? Escapar de la habitación, en ese momento, no tenía ningún sentido. Negarse a la imperiosa condición formulada podía significar recibir un balazo en la nuca, dada la seriedad con la que la otra parecía tomarse las cosas. Estaba atrapada sin remisión en la tela de araña en la que ella misma se había metido.

No era la primera ocasión que Isabel se encontraba con un loco que intentaba colarle alguna historia fantástica. En el mundo del periodismo siempre había algún majadero que quería conseguir los famosos quince minutos de fama que preconizó Andy Warhol en 1979. Sin embargo, sí era la primera vez en que había por medio un misterioso cadáver congelado caído del cielo, una pistola apuntándola a la cabeza y alguien que decía conocer el significado de sus pesadillas. Tenía que seguir el juego, por peligroso que fuera, y ver hasta dónde llevaba el bizarro camino.

—Está bien —dijo con sequedad—. Acepto la condición. «Vamos —añadió para sus adentros—, cuéntame una bonita historia.»

La mujer del pelo cobrizo la observó en silencio durante un largo momento. La intensidad de su mirada empezó a hacer estragos en las defensas que Isabel había montado y ésta se refugió apresuradamente en el contenido del botellín para escapar de la presión de los ojos convertidos en puñales que parecían querer taladrarle el alma. Finalmente, la otra destapó su botellín y bebió un largo sorbo.

—Me llamo Julia Andrade y soy un ángel negro —empezó a decir.

Observatorio astronómico del Roque de los Muchachos, isla de La Palma, Canarias, al día siguiente

Aquel gráfico no tenía ningún sentido.

Pablo Méndez se rascó el mentón oscurecido por la barba de tres días mientras observaba con incredulidad los resultados. Tras efectuar un análisis espectrográfico rutinario del sector 27.0 del espacio, la parte del cosmos conocida por albergar al astro rey, había obtenido unos datos más que sorprendentes.

Una de las sondas con las que había podido mantener contacto, tras la caída masiva de las comunicaciones vía satélite, había enviado los detallados guarismos que acababa de confirmar con una cuidadosa observación ocular. Aparentemente, el sol había tenido unas irregularidades en su radiación electromagnética. Lo más extraño era que, mediante el telescopio que hendía la oscuridad del cosmos desde la privilegiada posición canaria, Pablo había descubierto que la estrella presentaba un punto negro en su interior, un fenómeno hasta entonces no catalogado. Había pasado ya varias horas limpiando las lentes, cotejando los datos con el ordenador y consultando varias bases de datos, pero seguía sin poder explicar el inquietante fenómeno. Desgraciadamente, no podía analizarlo con nadie más, ya que el centro astrofísico de Breña Baja, cerca de Santa Cruz de la Palma, al estar situado casi al nivel de mar, había quedado devastado por completo.

El científico se rascó de nuevo las mejillas, se recostó en el sillón y bostezó prolongadamente. A su alrededor, la maquinaria del observatorio seguía funcionando, pero todos los demás puestos de trabajo estaban vacíos. Tras el tremendo maremoto que había segado casi un tercio de las vidas de los habitantes del archipiélago canario, los otros científicos del complejo astrofísico habían decidido dejar de trabajar y reunirse con sus familias o, en algún trágico caso, con lo que quedaba de ellas. Pablo estaba soltero y sólo llevaba un año trabajando en el observatorio, así que le era más fácil perderse entre los complicados entresijos de sus quehaceres que enfrentarse al drama que se vivía dos mil cuatrocientos metros por debajo de sus pies. La llamada isla bonita era otro más de los terribles testimonios de la mayor tragedia que había conocido la historia contemporánea del ser humano.

Unos bocinazos le sacaron de su abstracción. Miró la pequeña pantalla de CCTV y en su rostro cansado se dibujó una sonrisa. Había llegado el párroco. Pablo sentía una admiración y un respeto sin límites por el recio hombretón de ojos verdes y pelo pajizo que poseía una tenacidad y una fe dignas de encomio. Desde los primeros instantes de la catástrofe, no había parado ni un segundo, ayudando a cualquiera que lo requiriese, y había consolado y animado a todos los supervivientes de la zona, arremangándose sin dudarlo para echar una mano en las ingentes tareas de desescombro y limpieza.

—Buenos días, Pablo —saludó al entrar en el observatorio con una caja de cartón bajo el brazo—. ¿Cómo andamos hoy?

—Bien, padre Alonso, bien —contestó el técnico, mientras despejaba una mesa de papeles y gráficos. Sabía que la caja contenía pan, leche y alguna otra cosa comestible que el hombre hacía aparecer de algún lugar como si fuera la mismísima encarnación de Jesús obrando el milagro del pan y los peces. El desayuno diario se había transformado en algo casi ritual que Pablo no sabía cómo agradecer, pues se había convertido en su único nexo con el desolado exterior.

—¡Caramba! —exclamó el sacerdote mientras sacaba los paquetes de la bolsa—. ¿Qué es eso, Pablo?

El aludido miró hacia donde señalaba el párroco y vio que se trataba de los datos de la sonda espacial que había dejado apilados en un rincón.

—Pues aún no lo sé, padre —contestó un poco asombrado por el súbito interés del hombre de Dios por unos asuntos que habrían significado la hoguera en un pasado no tan lejano—. Algo que no acaba de cuadrar. Probablemente sea un fallo en la recepción de los datos de la sonda, una impureza en las lentes, un desajuste debido al maremoto, no sé, pueden ser muchas cosas y puede no ser nada en absoluto. ¿Por qué lo pregunta, padre Alonso?

El párroco no contestó, sino que cogió los gráficos y los estudió frunciendo el ceño. Pablo vio, cada vez más asombrado, cómo se movían los dedos del eclesiástico por encima de las hojas con un patrón que dejaba bien a las claras que el hombre estaba acostumbrado a interpretar aquel tipo de ecuaciones avanzadas.

—¿Puedes hacerme una copia de esto, Pablo? —fue la inesperada pregunta con la que respondió mientras le miraba con una expresión extraña.

—… Sí, sí, claro, no faltaba más, padre —respondió atónito tras un instante de duda.

Pero se habría quedado aún más estupefacto al ver el fabuloso equipo de radio que tenía el sorprendente párroco en la sacristía de la diminuta iglesia de Hoya Grande, milagrosamente intacta, con el que transmitió, tras un apresurado viaje de vuelta del observatorio, un mensaje en tono urgente a un destinatario desconocido.


Auro, domine, ottanta due, controllo
.

Capítulo VI

Una vez más, los ojos de la Primera Dama se abrieron. Había llegado el momento de establecer contacto con el siervo que portaba la llave maestra del plan de los Dioses Primigenios. Con la facilidad nacida de la práctica, se introdujo en las tierras del sueño y buscó entre la miríada de chispas brillantes que danzaban alrededor de las nieblas doradas. Cada dedo brumoso contenía un universo, un mundo onírico en el que se hacían realidad las fantasías más sublimes y las pesadillas más terribles.

La Sacerdotisa se aseguró de la fidelidad del soñador antes de penetrar en sus sueños. Debía tener mucho cuidado, ya que el contacto prematuro podría significar un nuevo fracaso de la monumental empresa que habían acometido. El Dios Dormido no toleraría más errores. Su paciencia no era infinita y su justicia era sabia pero cruel. Había visto caer a otros devotos servidores que habían descuidado sus obligaciones y que ahora vagaban sin rumbo por las esquinas del tiempo, desprovistos de voluntad y albedrío, simples presencias amorfas que golpeaban con furia ciega los confines de un encierro extraño y aterrador del que ni siquiera la piadosa muerte les podría liberar.

Satisfecha con la obediencia, impartió las órdenes. La débil criatura había sido subyugada y el plan seguiría adelante. Cerró los ojos y se relajó una vez más. Los esfuerzos de los humanos no iban a servir de nada esta vez. Faltaba ya muy poco tiempo para liberar a Su Dios, y ella sería recompensada con su Despertar y su inefable Grandeza, y Nadaría ante su Presencia en las límpidas aguas primordiales por toda la eternidad.

El apartamento de Isabel era un ejemplo clásico de la arquitectura barcelonesa de principios del siglo XX. Tenía las habitaciones espaciosas, los techos altos y las puertas de madera maciza que había hecho decapar para que lucieran de nuevo toda la belleza del roble. Los grandes ventanales con persianas de madera se abrían a la calle de Córcega, antes ruidosa, ahora prácticamente vacía y fantasmagórica.

En la pulida superficie de la televisión del enorme salón se reflejaba la expresión vacía de Isabel, sentada en una esquina del gran sofá rinconero. Tenía la mirada perdida y la mente sumida en un mar de contradicciones, un auténtico caos que la había dejado abatida y exhausta. Se sentía igual que si hubiera corrido diez kilómetros en pos de un pan de oro daliniano, bello y tentador pero que el paisaje surrealista y fantástico que lo rodeaba hacía inalcanzable.

En su cabeza resonaban todavía los ecos de la increíble historia que le había contado Julia la noche anterior.

Incrédula al principio, dubitativa y posteriormente aterrada y absorta en el fantástico relato, se había ido bebiendo botellín tras botellín sin darse cuenta, y había acabado con un mareo considerable que había decidido a Julia a abandonar el hotel y trasladarse al apartamento. Allí, Isabel se había desplomado sobre la cama, atontada y sin poder reaccionar ante la vorágine de pensamientos encadenados que le invadían la mente abotargada por el exceso de licor. Al final, exhausta, había caído en una modorra que se había transformado en una cadena de espantosas pesadillas plagadas de monstruosas apariciones de pies palmeados y alas cartilaginosas, de oscuras deidades y ritos blasfemos celebrados por cosas que deberían arrastrarse entre los grumos de la tierra y sin embargo caminaban por galerías excavadas a profundidades imposibles.

Cada vez que conseguía salir del aterrador estado onírico, Julia estaba allí, una mano fresca y fuerte que la sujetaba y le impedía caer en los abismos sin fondo de la locura más absoluta. Isabel gritó en sueños y vomitó una bilis mucilaginosa y maloliente, y siguió gritando hasta que su alma hubo limpiado el pánico ancestral y viscoso que rezumaba de todos los rincones de su mente. Soñó con ciudades submarinas y templos ciclópeos, con mares de aguas pútridas y cielos sin nubes donde brillaban soles extraños. Y al final, aferrando la extraña estrella de piedra, sucumbió gozosa a la llamada de un vacío silencioso y oscuro que la dejó, acurrucada e inerte, entre los brazos de un amante Morfeo.

Despertó más calmada, con el regusto de boca y el dolor de cabeza más terribles desde que había terminado la carrera de Periodismo. A su lado, la media melena de una Julia dormida resplandecía flamígera al sol de la mañana. Despacio, sintiendo el cansancio en cada una de sus articulaciones, se levantó de la cama y se obligó a caminar hasta el cuarto de baño. Abrió el grifo del agua fría de la ducha y se desprendió de las malolientes ropas con torpeza. Apoyada en los azulejos, dejó que el chorro de agua casi helada le corriera nuca abajo durante un buen rato, hasta que sintió los dedos gélidos del primer escalofrío recorrer fugaces su espina dorsal. Salió de la ducha, se secó el cuerpo a conciencia, se vistió con lo más cómodo que pudo encontrar en el armario y se sentó en el sofá.

El penetrante aroma del café recién hecho que invadió sus fosas nasales deshizo el trance en el que estaba sumida, y al levantar la cabeza vio reflejada en la pantalla a Julia, envuelta en una toalla, sosteniendo una taza del humeante y precioso néctar mientras contemplaba el ocasional ir y venir de la calle apoyada en la jamba de uno de los balcones. Isabel meneó la cabeza y chasqueó la lengua. Había estado tan absorta que ni siquiera la había oído despertarse, ducharse y ponerse a trajinar con la cafetera.

—Buenos días —saludó ésta volviéndose al oírla rebullir en el sofá—. Tienes mejor aspecto que ayer —añadió con una ligera sonrisa. Su rostro también mostraba los síntomas de haber pasado una noche complicada, aunque Isabel sabía que se debía a una razón muy distinta de la suya.

—Lo siento mucho, no debí beber tanto —dijo apesadumbrada. Se sorprendió de la ronquera que se le pegaba a la garganta como el antiguo papel atrapamoscas.

—No te preocupes por eso —replicó Julia, haciendo un gesto con la mano—. Yo también he sufrido lo mío, así que sé exactamente qué se siente. Lo único que importa —añadió apurando el café—, es que has visto el nuevo día. Otros no lo consiguieron. —Posó la taza en la mesita—. Voy a vestirme y desayunamos, ¿vale?

Isabel había terminado de preparar un frugal tentempié cuando Julia apareció vestida con unos tejanos y un suéter de algodón blanco y grueso. Las dos se comieron las tostadas, el yogur y sendos vasos de leche en silencio. No era fácil proveerse de alimentos frescos, pero trabajar en un diario importante tenía sus ventajas, y una de ellas era el tener ciertas
amistades
en el mercado negro. Después del desayuno, ambas mujeres se sentaron en el sofá del salón.

—Veamos qué podemos sacar en claro —dijo Julia poniendo encima de la mesita una serie de carpetas que sacó de su maletín. La periodista hizo lo propio con las fotos y los faxes que le había enviado Joan y estuvieron un rato cotejando informaciones y tratando de hallar algún cabo por donde empezar la investigación. Isabel aprovechó para contarle toda la verdad acerca de los sueños que sufría y también para ampliar los detalles del incidente del barco. Julia la escuchó en silencio mientras sus manos jugueteaban con el extraño medallón.

Julia le dijo que el trocito de papel cubierto de símbolos ya no tenía relevancia. Sin embargo, los informes del laboratorio de la policía científica eran inconclusos, pues la tierra hallada en los zapatos y la ropa del malogrado profesor podía provenir de cualquier región del globo. Por otro lado, la composición de la sustancia desconocida coincidía con otros análisis que la organización vaticana había obtenido de las monstruosidades, a las que llamaban
byakhees
, lo que no hacía más que ratificar la hipótesis inicial, pero sin aportar nada más concluyente.

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