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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (38 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Volvió a la planta baja y salió al exterior. El sol se había ocultado tras el horizonte y las sombras del crepúsculo habían invadido el gran jardín. Caminó despacio por entre las matas de rododendros y los árboles que susurraban mecidos por la brisa vespertina y completó una ronda alrededor de la casa, buscando más huellas o alguna pista que sugiriera el camino seguido por el forense tras la horrible transformación. No sería fácil encontrar algo con tan poca luz, pero no había tiempo que perder. La lluvia caída el día anterior había enfangado cualquier posibilidad de hallar pisadas, pero Julia siguió examinando con cuidado cada uno de los parterres con la esperanza de hallar algo que les proporcionara un punto de partida. Al cabo de un rato, se topó con un muro bajo y curvo. Unas manchas oscuras en la parte superior tensaron de nuevo sus nervios. Levantó la vista y esforzó los ojos tratando de perforar la creciente oscuridad. El muro era circular pero no pudo distinguir qué había en el centro. Una súbita corazonada la impulsó a coger un guijarro del suelo y lanzarlo hacia la sombra impenetrable rodeada. Los ecos que le devolvió confirmaron sus sospechas. Allí estaba lo que andaba buscando, pero el hallazgo no era una buena noticia.

Regresó a toda prisa a la casona, cogió su bolsa de viaje y sacó un pequeño transmisor. Tenía que ponerse en contacto con el padre Marini e informar de todo lo sucedido. El asunto se había convertido de nuevo en una carrera mortal contra reloj.


Auro, domine, otto, controllo
—repitió una y otra vez en el diminuto micrófono.

Capítulo VII

Cuando vio la inmensa bola de fuego avanzando hacia ella, rápida, voraz, consumiendo, reduciendo a cenizas cuanto encontraba en su camino, supo con toda certeza que había llegado la hora de morir.

Pero en lugar de ver desfilar toda su vida ante sus ojos, el tiempo se fue ralentizando hasta detenerse casi por completo. Las llamas se tornaron perezosas y todo a su alrededor pareció diluirse y convertirse en algo semisólido, casi orgánico, que oscilaba de manera sincopada y rítmica, como un pálpito.

Respirar se convirtió en un acto difícil de realizar. Tenía que esforzarse para obligar a que sus pulmones inspiraran una bocanada de aquel aire extraño y denso. Las formas fantásticas que iban creando las colosales llamaradas evocaron, una tras otra, las miles de caras que alguna vez había conocido, transformadas ahora en una metamorfosis asombrosa, horrible y dinámica de rostros deformados por el dolor de la agonía que aparentaban sufrir entre las llamas.

Vio también otros rostros en la muralla flamígera que proseguía su avance, lenta pero imparable. Caras demoníacas, deformaciones espantosas que sugerían algo totalmente inhumano, pero a la vez terriblemente familiar e insoportablemente íntimo. Presencias que habían estado ahí durante toda su vida, inmóviles, invisibles, esperando con paciencia de milenios el instante de triunfo supremo, el despertar de algo tan cruel como inesperado, la revelación final de un pasado enterrado en lo más recóndito de la mente.

De repente, sintió que el suelo candente dejaba de tener consistencia y se hundió en sus entrañas, gritando enloquecida, agitando los brazos inútilmente, incapaz de hallar algo sólido con que frenar el vertiginoso descenso hacia el averno.

Isabel despertó sobresaltada y con la sensación de haberse caído desde la última planta de un edificio. Se sentía cansada como jamás se había sentido. Su cuerpo parecía estar hecho de plomo y en su mente resonaban ecos extraños de tonalidad metálica e hiriente. Sin embargo, los monstruos del techo se habían calmado y todo tenía de nuevo un aspecto normal. Cuando consiguió incorporarse del sofá, apretando los dientes por el esfuerzo, vio que era de noche.

Volvió la vista hacia el dormitorio con aprensión, pero la puerta estaba cerrada. Desde la planta baja le llegó el ruido inconfundible del trajín de cacharros de cocina y el aroma a tomate frito la hizo salivar de forma inesperada. Bajó la escalera agarrada al pasamanos labrado y dirigió sus pasos hacia la cocina, donde halló a Julia ocupada con cazuelas y sartenes.

—Eso huele muy bien —dijo apoyándose en el sobre de mármol blanco. Julia se giró hacia ella sosteniendo una sartén y sonrió con dulzura.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó solícita.

Isabel asintió y miró a su alrededor.

—¿Vamos a pasar aquí la noche? —inquirió intrigada—. ¿No es un poco arriesgado teniendo en cuenta lo de la cámara de vigilancia?

—Has visto mucho cine norteamericano —contestó Julia con una sonrisa socarrona—. La policía española no va a venir
esta misma noche
a buscar a Batiste. Procesarán las pruebas y tal vez mañana algún agente de la Brigada Especial se personará aquí para ver si el forense todavía está en la finca. De todas maneras, necesitamos más tiempo para acabar de registrarlo todo. Y dada la hora, he pensado que podríamos comer algo antes de empezar. Como siempre —siguió diciendo al tiempo que volcaba expertamente el contenido de la sartén en un plato—, los médicos son los mejor recompensados por las familias agradecidas. Tu amigo
era
un privilegiado, ¿sabes?

A Isabel no se le escapó la referencia en pasado de Joan y los ojos se le llenaron de lágrimas. No pudo reprimir un sollozo y se dejó caer en un taburete, tapándose el rostro con las manos.

Un instante después, notó cómo Julia la abrazaba con fuerza.

—Lo siento mucho —oyó que le decía con suavidad—. No me he dado cuenta.

—¿Crees que está muerto, no? —preguntó entre sollozos creyendo saber cuál sería la respuesta. Sin embargo, se sorprendió al oír la contestación de Julia.

—No creo que esté muerto, físicamente hablando, pero desgraciadamente no podemos hacer nada por él más que matarle en cuanto le encontremos —hizo una brevísima pausa y continuó—.
Si
le encontramos. Se ha convertido en algo extremadamente peligroso.

Isabel se la quedó mirando con incredulidad, ignorando las lágrimas incontenibles que le resbalaban por el rostro.

—¿De qué demonios estás hablando? ¡Joan puede haberse convertido en un pirómano demente, pero sigue siendo un ser humano!

—Batiste ya no es humano, Isabel —replicó Julia con voz carente de emoción, posando la sartén sobre la mesa con delicadeza—. Mira, te voy a contar algo que no quería que supieras tan pronto, pero es demasiado tarde para tu amigo y es mejor que lo sepas por si nos hemos de enfrentar a él.

Un rato más tarde, Isabel volvía a estar hecha un mar de lágrimas tras haber oído el sucinto pero aterrador relato de Julia. La comida ya no le apetecía lo más mínimo y sólo podía pensar en el desgraciado Joan y su horrible destino. Poco a poco, la tristeza se fue transformando en rabia intensa y se juró vengar a su amigo. Su mirada se cruzó con la de Julia y un inexplicable sentimiento de unión con aquella luchadora desconocida surgió de lo más hondo de su ser. Sin pronunciar palabra, tendió la mano hacia la otra mujer y las dos se fundieron en un abrazo.

—Comamos algo y empecemos a buscar —se oyó decir con una energía que la sorprendió.

Acabaron el registro pasada la medianoche. Las dos cosas que habían encontrado habían dejado a Isabel un poco descolocada, aunque no parecían haber sorprendido a Julia lo más mínimo. En una enorme estantería que había en el salón, camuflado entre los innumerables libros embutidos de cualquier manera, habían encontrado un pequeño diario de tapas de piel escrito en caracteres cirílicos que Julia supuso serían de puño y letra de Baxter. La humedad y el hielo habían hecho estragos en las páginas borrosas, desgarradas y con proliferación de manchas oscuras, que por sí mismas constituían un escalofriante relato en primera persona, una tragedia de proporciones inimaginables y un enigma por descubrir que dejaba a la imaginación hechos todavía más horrendos que los que sugerían las hojas cubiertas por una abigarrada caligrafía que denotaba prisa y un considerable esfuerzo.

El otro objeto que habían descubierto era una hoja de papel doblada en cuatro que ostentaba un membrete ilegible y el símbolo de una fuente. Tenía aspecto antiguo y a Isabel le recordó el papel de cortesía de la habitación de un hotel. En él había esbozado un mapa con diversas indicaciones que habían sido escritas por la misma mano que la del diario. De éstas destacaba una curiosa palabra subrayada:
Buxoro
.

—¿Qué crees que significa todo esto? —preguntó Isabel cuando se cansó de intentar descubrir algún significado en los garabatos.

—Sólo que Baxter nos ha dejado una localización para que la investiguemos —repuso Julia mientras se daba un suave masaje en las sienes.

—¿Crees que Joan habrá ido ahí, dondequiera que sea? —preguntó Isabel hojeando el maltrecho diario.

—Es improbable, pero no hay que descartar nada —contestó la otra poniéndose en pie—. De todas formas, aquí hemos terminado, así que nos vamos de viaje.

Isabel levantó la cabeza y se quedó mirando a Julia con asombro.

—¿De viaje? ¿Adónde vamos?

—Es un decir, Isabel —contestó la otra chascando la lengua—. Hemos de seguir la pista de Joan antes de que se enfríe. Tengo la corazonada de que se encuentra en algún lugar de la ciudad, oculto en el único sitio donde puede pasar desapercibido, dada su nueva condición: las alcantarillas.

—¿Las alcantarillas? —repitió Isabel como un eco—. ¿Cómo sabes que se ha metido ahí abajo?

—He encontrado un pozo en el jardín. No he podido seguir el rastro porque no se ve nada, pero estoy segura de que se ha ido por ahí.

Isabel se quedó mirando a Julia con expresión vacía. No sabía por qué, pero algo en su interior le decía que la pesadilla iba a tomar un cariz aún más oscuro cuando se adentrasen en el mundo subterráneo del alcantarillado de la ciudad condal.

Años atrás, el Ayuntamiento de Barcelona había enviado una invitación a la prensa para visitar la rehabilitación de una parte minúscula de la enorme red de alcantarillas de la ciudad. El diario había enviado a Isabel a cubrir el evento. La experiencia había sido bastante desagradable, no sólo por los olores que provenían de los oscuros corredores y los desagües, sino por la pobreza y la falta de ambición y calidad de un proyecto que había pretendido competir, sin conseguirlo, con las famosas homónimas de París.

La escasa asistencia de público había motivado que el asunto fuera muriendo lentamente de inanición y ahora, por supuesto, se había abandonado por completo. De hecho, el Ayuntamiento, como tal, había dejado de existir. Sólo la iniciativa de los escasos ciudadanos que todavía se aferraban a la idea de la reconstrucción hacía que la gran urbe tuviera un hálito de vida.

—¿Isabel?

La aludida sacudió la cabeza y esbozó una tímida sonrisa.

—Lo siento, me había perdido en el pasado —respondió encogiéndose de hombros—. La verdad es que tengo la mente hecha un lío.

Julia asintió sin decir nada, pero en sus ojos se podía ver un destello de comprensión.

—Bueno —dijo Isabel, soltando un suspiro—. ¿Qué nos hará falta para ir ahí abajo?

—Me he puesto en contacto con el padre Marini y el suministro está a punto de llegar. Sólo necesitaremos algo de ropa impermeable, linternas y equipo de orientación.

Isabel volvió a sorprenderse. La noticia de que les iban a traer el equipo solicitado implicaba además que los recursos del Vaticano estaban repartidos de manera estratégica en los lugares donde a priori se esperaba hubiera algún conflicto. Era como si todo estuviera planeado con mucha anterioridad. Miró a Julia, absorta en el manejo del ordenador portátil que había instalado en la mesita del salón y se preguntó cuánto más habría detrás de aquella historia. ¿Qué era lo que
no
le había contado? ¿Qué terrores sin nombre habría visto y qué les esperaba en el subsuelo barcelonés?

Un par de bocinazos lejanos la sobresaltaron. Julia se levantó de la silla y se dirigió a la entrada.

—Quédate aquí, Isabel —le dijo mientras se apresuraba hacia la escalera—. Vuelvo en un par de minutos.

Isabel miró por la ventana del salón y la vio encaminarse, iluminada por los pequeños focos enterrados en el jardín, hacia el gran portalón de madera. Julia lo abrió de par en par para dejar entrar a un Range Rover negro del que se apeó un hombre joven con el que dialogó unos minutos. Después sacaron varias bolsas y maletines que transportaron hasta la casa. El hombre se marchó de inmediato. Julia volvió a cerrar y asegurar el portalón y subió de nuevo al salón, acarreando un par de bolsas. Isabel se levantó de un salto y la ayudó a subir el resto.

Las bolsas contenían varias prendas impermeables: pantalón, botas, guantes y un anorak, todo ello de exquisita factura. Isabel comprobó, una vez más, la impresionante y un tanto inquietante previsión del grupo vaticano, ya que toda la ropa que la otra le entregó era, curiosamente, de su talla. Una risita ahogada de Julia mientras miraba con incredulidad la etiqueta de las diferentes prendas la hizo desistir de preguntar.

El contenido de los maletines le enfrió los ánimos de manera considerable, ya que no sólo contenían equipo de orientación y potentes linternas, sino que había asimismo dos armas de fuego cortas y dos rifles, así como abundante munición dispuesta en cargadores de extraño aspecto.

—¿Sabes manejar un arma? —le preguntó Julia, indicando con un gesto el pequeño arsenal que había desplegado encima de la mesa.

Isabel soltó una risa nerviosa.

—Pues no —respondió con voz hueca—. Pero supongo que no voy a tener más remedio que aprender a usar una, ¿verdad?

—Sí, si quieres sobrevivir —fue la seca respuesta de Julia, que procedió sin más a enseñarle el manejo básico de las dos armas. Disparar era fácil, le dijo, lo difícil era hacer fuego sobre un blanco vivo, y en este caso, sobre una persona que había sido tu amigo.

Isabel palideció al oír aquellas palabras. Un nudo le atenazó el estómago y una fina capa de sudor frío le perló la frente. No era capaz de imaginarse disparando a Joan. De hecho, no se veía con el aplomo suficiente para disparar a nada ni a nadie. En su fuero interno, confiaba en que hallarían al forense y serían capaces de
curarle
de aquel terrible mal, de extirpar o exorcizar el maldito parásito que había invadido su cuerpo y su mente. Tenía que haber alguna manera de salvar al ser humano, aunque ella parecía ser la única que alimentaba la débil esperanza.

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